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LAS CRUZADAS

 

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Para hablar de las cruzadas, es necesario referirse a la Edad Media, época en que estas se desarrollaron. Este período histórico se inicia en el año 476 de nuestra era, con la caída del Imperio romano de Occidente, una vez depuesto el último emperador romano, Rómulo Augusto, llamado por burla Rómulo Augústulo, un niño de apenas catorce años, y finaliza en 1453, con la caída del Imperio romano de Oriente en poder de los turcos. El último emperador bizantino fue Constantino IX.

La Edad Media se divide en dos períodos: alta, que corresponde a los primeros siglos, y baja, a los siglos del gótico. En los primeros, Europa empieza a configurarse: se forman las nacionalidades; poco a poco, las lenguas vernáculas se estructuran y, finalmente, adquieren supremacía, y el latín se subdivide en unos tantos dialectos que, varios siglos después, se convierten en idiomas perfectamente formados que aportarán al mundo una literatura excelente, y más tarde serán los idiomas de la ciencia; los bárbaros, los que vivían allende el Rin –que delimitaba la frontera del Imperio–, ocupan España, la Galia, Italia. La baja Edad Media corresponde a los siglos del gótico, a las catedrales, esos  monumentos que hasta el día de hoy nos deslumbran con su hermosura y grandeza; a la formación de los gremios y al ulterior ascenso de la burguesía, y la última etapa es la antesala del Renacimiento. En la baja Edad Media tienen lugar las cruzadas.

Los príncipes y señores feudales guerreaban entre sí; no había paz para los pueblos, pues a una guerra seguía otra, sin que la gente tuviera un respiro.

La Iglesia había adquirido ya todo su poder: su sombra cubría toda la Europa occidental, pues hacía ya siglos que los invasores bárbaros se habían cristianizado, pues sus jefes habían comprendido que “fuera de la Iglesia no hay salvación”, lema que no solo se refería a la salvación eterna, sino, principalmente, a recibir el reconocimiento de la propia Iglesia y del mundo. “En todos los países, todo iba a la Iglesia, como los ríos van a  la mar”.

Hacía ya tiempo que el papa Urbano II (Odón o Eudes de Lager, 1042-1099) quería emprender la conquista de Tierra Santa, que se hallaba en poder de los musulmanes, a fin de llevar a la práctica un proyecto del papa Gregorio VII. Así pues, en el concilio celebrado en Clermont, Francia, en el mes de noviembre de 1095, encontró la oportunidad de predicar su cruzada, a fin de convencer a los señores sobre la necesidad de llevar adelante la guerra. Escuchémoslo:

“Oh, raza de  los francos, raza querida y elegida por Dios. De los confines de Jerusalén, de Constantinopla, han venido noticias tristes: una raza maldita, abandonada de Dios, ha invadido las tierras de aquellos cristianos y las ha despoblado a fuerza de hierro, pillaje y fuego. […] El reino de los griegos ha sido desmembrado por ellos y se han robado territorios tan grandes que no podrían atravesarse en dos meses. ¿Sobre quiénes recae, pues, la tarea de vengar estos reveses y de librar aquellos países, sino sobre vosotros, vosotros, a quienes Dios confió más que a ningún otro la gloria de las armas, la bravura, la fuerza, los largos cabellos? […] Ninguno de vuestros bienes debe reteneros, ni la preocupación por vuestras familias. Pues el país que habitáis, cerrado por el mar y por altas montañas, es ahora demasiado pequeño para vuestra numerosa población: apenas da para alimentar a vuestros cultivadores. Por eso os matáis y devoráis unos a otros. […] Poned término a vuestras discordias. Coged el camino del Santo Sepulcro, arrancad aquel país a una raza inmunda y sometedlo. Jerusalén es tierra que da frutos antes que todas las demás, un paraíso de delicias. […] Conmoveros, comprometeros en este camino de remisión de vuestros pecados, seguros de una imperecedera gloria en el Reino de los Cielos”.

Un inmenso clamor se levantó. El grito era: “¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere!” Y el papa dice: “¡Hombres de Dios; que cada uno renuncie a sí mismo y cargue con la cruz!”

En ese mismo momento traen tela roja, la cortan en tiras, forman cruces con esas tiras y las cosen en su ropa. Cuando se acaba la tela, se hacen tatuar la cruz sobre el hombro, y algunos se la marcan a fuego. Este discurso caló tanto en Europa entera, que el papa se vio obligado a prohibir a los españoles que participaran en estas cruzadas, a fin de no dejar sin guerreros la cruzada contra los musulmanes de Al-Ándalus.

Había otra razón para tan calurosa respuesta: el siglo había transcurrido en medio de licencia y corrupción de las costumbres, de las que no escapó la Iglesia, como tampoco los monasterios; una y otros acumularon riquezas inmensas y no precisamente observaban sus votos. “Lo difícil para los que están imbuidos del espíritu de Dios, nos dice Duché, no es huir del mundo, sino de los claustros demasiado dulces”. Por otro lado, una serie de desgracias se abatieron sobre la población; estaban convencidos de que todo ello era castigo por sus pecados, y la cruzada les ofrecía la oportunidad de redimirse.

No es posible hablar de las ocho cruzadas catalogadas históricamente. Por ello, me concentraré en las más emblemáticas.

Algunos antecedentes: Aunque el reino latino de Jerusalén se ha dado en llamar franco, en realidad era normando, pues este pueblo se había lanzado sobre Europa Occidental hacía ya tiempo y había ocupado gran parte de su territorio. Los escandinavos se habían adaptado muy bien a sus súbditos. Habían olvidado que fueron daneses y olvidaron su idioma, el danés, para asimilarse a la lengua de los francos. Casi todos los términos marineros y marítimos son, en Francia y en otros países europeos, de origen escandinavo.

Uno de esos normandos, Roberto el Diablo, se enamoró de una muchacha franca, Arlette y la convirtió en su amante; de esa unión nacerá Guillermo el Conquistador.

Las cruzadas

Vamos a la primera cruzada (1095-1099). La multitud bramó “¡Dios lo quiere!”, y el juramento a la cruz puso en marcha a los ejércitos. Se fijó una fecha para la partida, esto es, el 15 de agosto de 1096, y se les pidió a los cruzados que se concentraran en las proximidades de Constantinopla. En Italia, Bohemundo de Tarento, hijo de Roberto Guiscard, reunió en el sur un ejército numeroso; Génova envió una flota. Roberto II, conde de Flandes; el duque Roberto de Normandía; el conde Eustaquio de Bolonia;  el conde Esteban de Blois; Hugo de Vermandois, hermano del rey francés Felipe I, y el hermano de Eustaquio de Bolonia, Godofredo de Bouillon, duque de Lorena y vasallo de Enrique IV, enemigo político de Urbano II, tomaron la cruz. Nunca podremos saber con exactitud cuántos hombres fueron a esta cruzada, si bien se calcula que llegaron a cien mil; entre deserciones y pérdidas, únicamente sesenta mil se reunieron en la ciudad de Nicea, cerca de Constantinopla; siete mil de ellos eran caballeros.

Antes de que la primera cruzada entrara en acción, se puso en marcha la “cruzada popular”, nombre con el que se conoce a las expediciones que la precedieron y que terminaron en desastre. Merece mencionarse a la de Pedro el Ermitaño, cuyas huestes llegaron a Constantinopla el 1° de agosto de 1096. Se enfrentaron a los selyúcidas, que los derrotaron el 21 de octubre. La desorganización los llevó a semejante extremo.

Una vez que la cruzada tomó cuerpo, “ricos y pobres, acaparadores y miserables, liquidaban sus bienes a bajo precio. Nadie quería ser el último en el ‘camino de Dios’. Con los convencidos de que Dios los necesita para luchar en Tierra Santa, se mezclan los aventureros de alto vuelo y los eternos errantes, los inadaptados, los ladrones de las grandes rutas, los clérigos en ruptura con sus conventos, los traficantes y una enorme cantidad de rufianes. En los desordenados ejércitos, unos van cantando cantilenas; otros, canciones obscenas”. Años más tarde, San Bernardo dirá estas palabras: “Admirad los abismos de su misericordia: ¿no es una invención admirable y digna de Él admitir a su servicio a los homicidas, a los adúlteros, a los perjuros y tantos otros criminales, y ofrecerles por este medio una ocasión de salvación? Tened confianza, pecadores. Dios es bueno”.

Esta primera cruzada fue una sucesión de ejércitos que emprendieron el viaje a Constantinopla por su cuenta y riesgo. Godofredo de Bouillon siguió el camino de las huestes de Pedro el Ermitaño y llegó a su destino, Constantinopla, en la Navidad de 1096. Hugo de Vermandois, en noviembre del mismo año, no sin antes haber naufragado poco después de su salida de Bari, Italia. El conde de Tolosa partió de la Provenza en diciembre de 1096, y en febrero de 1097 llegó a Dyrrachium, Albania. Bohemundo salió de Avlona, al sur de Dyrrachium, en noviembre de 1096; llegó a Constantinopla a principios de abril de 1097. Roberto de Flandes, Roberto de Normandía y Esteban de Blois partieron a fines de 1096; llegaron a Bizancio en mayo de 1097. En Constantinopla se reunieron, al fin, todos. Y nos dice el historiador: “Los oficiales bizantinos se esforzaban por canalizar, por colocar la tumultuosa muchedumbre fuera de las murallas de Teodosio; los barones entraban con inquietantes escoltas. Franqueada la Puerta de Oro, avanzaban, con la boca abierta, por la vía triunfal, pavimentada de mármol, bajo arcos de triunfo; por plazas estrelladas, rodeados de estatuas del arte antiguo; columnas, altas como torreones, coronadas por estatuas de plata; baños públicos, fuentes de las que brotaban grandes chorros de agua llevada hasta allí por canalizaciones subterráneas, y mujeres de cabellos rojos, exquisitamente vestidas, y cúpulas de oro, y frescos de oro…  Los asombrados barones no cometían la ingenuidad de preguntar, como los pobres cruzados de Pedro el Ermitaño ante Colonia, si estaban en Jerusalén; y lo era, sin embargo, a los ojos de los bizantinos, que habían querido hacer de su ciudad la encantadora Jerusalén celeste descrita en el Apocalipsis. […] El basileus había pedido ayuda, y la respuesta había superado todas sus esperanzas y las convertía en terror”.

A los ojos de los bizantinos, los cruzados eran bárbaros. Uno de ellos, Bohemundo de Tarento, llamó la atención de Ana Comneno, hija del emperador. No nos confundamos, porque no hay ninguna historia de amor. Escuchémosla:

“Este hombre no tenía igual, tanto entre los extranjeros, como entre los helenos; su nombre inspiraba terror y su aspecto era un regalo para los ojos. Vientre y caderas estrechas, anchas espaldas, con una profunda caja torácica, brazos musculosos, era mucho más alto que todos los suyos. En lo que se refiere al estado general de su cuerpo, no era demasiado grueso ni demasiado delgado, y sus carnes estaban perfectamente repartidas y formadas según el canon de Policleto. Sus manos eran grandes; su paso, regular. […] De cuerpo muy blanco, su rostro era ligeramente sonrosado, y sus amarillos cabellos no caían sobre su espalda, como en los otros bárbaros, cuya moda ridícula él no compartía, sino que los llevaba cortados a la altura de las orejas. No sé el color de su barba, pues su cara estaba siempre muy afeitada, y el mentón, liso como un jade. […] A veces, algo parecido a la dulzura pasaba por él, pero en medio de cualidades deprimentes, pues la grosería y la brutalidad seguían prendidas a todo su cuerpo. Su espíritu […] era pérfido, dispuesto a cualquier ataque. […] Y con todo ello no era inferior al mismo emperador, ni en elocuencia ni en sus otros dones naturales.”

Cristianos y bizantinos pusieron sitio a Nicea el 14 de mayo de 1097, y duró hasta el 19 de junio, fecha en que los turcos, muy debilitados por el asedio, pidieron negociar la rendición.

La batalla de Dorylacum, en la que vencieron los cruzados, les abrió las puertas del Asia Menor. Pusieron, pues, sus miras en Antioquía, y allá se dirigieron después de tomar algunas ciudades que, como su población era mayoritariamente griega, los recibieron con las puertas abiertas. Mandada por Bohemundo, la vanguardia de los cruzados llegó ante Antioquía el 24 de octubre. Oigamos al historiador:

“Aquella ciudad, muy bella, noble y deliciosa, tenía unas murallas tan enormes, que los cruzados tuvieron que renunciar a un bloqueo efectivo. Y el sitio duró ocho meses, a lo largo de los cuales los turcos reavituallaron varias veces la ciudad, y los francos morían en su campo, de hambre y de las frías lluvias de invierno; algunos encontraron consuelo masticando unas cañas llamadas zucra: de esta manera Occidente probó por primera vez el azúcar y aprendió a extraerlo de la caña; en los jardines del Oronte, otros encontraron dulzuras menos revolucionarias: un amable arcediano fue muerto por los turcos cuando reposaba en un vergel, cerca de su concubina siria. A las prostitutas se mezclaban espías musulmanes disfrazados de armenias; Bohemundo, al que su valor y prestigio habían llevado a ser jefe supremo, se encargó de limpiar el campamento. Capturó unos cuantos, y ordenó al cocinero que los aliñase para la comida. Les cortaron el cuello, dice el cronista, los ensartaron y los prepararon para asar. Sin embargo, Bohemundo convidó graciosamente a los barones al festín; todos los cruzados corrieron para ver a los turcos, bien engrasados, dar vueltas en la parrilla. Al día siguiente, no quedaba en el campamento un solo espía”.

Los barones, que habían partido a Tierra Santa a salvar el Santo Sepulcro, olvidaron su propósito y fueron presa de la codicia. La gran marcha hacia los Santos Lugares se convirtió en una carrera para conseguir feudos y hacerse con tierras y  riquezas. Balduino, el hermano de Godofredo de Bouillon, llegó al extremo de obtener de un príncipe armenio que lo adoptara por hijo. A su muerte, ocurrida poco después, ocupó el trono.

La toma de Antioquía fue difícil. El sitio se prolongó por algún tiempo, y los cruzados ya desesperaban de apoderarse de la ciudad. Afortunadamente para los sitiadores, “los príncipes turcos de Antioquía, de Damasco y de Alepo se querellaban como vulgares barones de Occidente. En escala superior, los califas fatimitas de El Cairo no reconocían a los califas de Bagdad”.

Según se supo, doscientos mil turcos se dirigían a Antioquía para auxiliar a los sitiados. Durante la noche del 2 al 3 de junio, los hombres de Bohemundo escalaron la torre en donde los esperaba un armenio renegado que había ofrecido entregarles la ciudad. De madrugada, ya los cruzados se habían apoderado de la plaza; al mismo tiempo llegaba el ejército turco, de modo que los sitiadores pasaron a ser sitiados. El sitio fue terrible, pues el hambre y las enfermedades diezmaban a los sitiados, los cuales, desfallecidos y al borde de la inanición, no cuidaban las murallas. Bohemundo los obligó a salir de las casas cuando incendió los barrios en que se habían refugiado. Al salir, vieron frente a frente “a su terrible jefe, que, espada en mano, los empujó a las defensas”.

En una época en que los milagros abundaban, sucedió uno: “San Andrés se le apareció a un pobre cura de Provenza, y le reveló que la lanza que había atravesado el costado de Cristo estaba enterrada bajo las losas de una iglesia. La sacaron, en efecto, y fue el delirio. Pero algunos escépticos exigieron que el inventor de la lanza pasara por la prueba del fuego. Atravesó las llamas, en efecto, pero tuvo alientos para no morir hasta unos días después. Bohemundo sospechó que la superchería había sido organizada por Raymond de Saint-Gilles, pero la masa de cristianos creyó en la Santa Lanza, dura como el hierro, y se sintió galvanizada por ella.- El  28 de junio, víspera de la fiesta de los apóstoles Pedro y Pablo, los cruzados confesaron sus pecados, y después, atravesando las puertas de la ciudad, desplegaron sus escuadrones. La Santa Lanza, llevada por delante y sostenida por la hábil táctica de Bohemundo, derrotó, puso en fuga y aplastó a los turcos”. Era el año 1098.

En enero de 1099, Raymond de Saint-Gilles salió para Jerusalén, solo; pero Godofredo de Bouillon y Roberto de Flandes se apresuraron a reunirse con él. Después de unos meses, el 7 de junio, los soldados avistaron las cúpulas de la ciudad. El cronista nos dice: “Cuando oyeron este nombre, Jerusalén, no pudieron retener sus lágrimas y, postrándose de rodillas, dieron gracias a Dios por haberles permitido alcanzar la meta de su peregrinación, la Ciudad Santa donde Nuestro Señor quiso salvar al mundo. ¡Qué emocionante, entonces,  oír los sollozos de toda aquella muchedumbre! Avanzaron hasta que las murallas y las torres de la ciudad se divisaron más claramente. Y entonces levantaron las manos humildemente en acción de gracias y besaron humildemente la tierra”.

Pero Jerusalén había caído, desde el 26 de agosto de 1098, en manos de los árabes de Egipto, que se la habían arrebatado a los turcos. Pasado el entusiasmo y enjugadas las lágrimas, examinaron la plaza y pudieron comprobar que estaba defendida por fuertes murallas. Los barones tenían que lanzarse al ataque, pues, de lo contrario, todo el esfuerzo realizado habría sido en vano.

Una escuadra genovesa desembarcó víveres y material en Jaffa. Con este apoyo, los cruzados se lanzaron al asalto, que se produjo el 14 de julio de 1099, sin resultado favorable. La operación se reanudó al día siguiente, por la mañana. Era un viernes, día de la muerte del Salvador; el furor de los cruzados, multiplicado por el furor religioso, obró el milagro: una vez escaladas las rampas, pasaron las murallas y se extendieron por las calles de Jerusalén. “Entonces, cuenta el clérigo Raymond de Agiles, que estaba allí, se vieron cosas maravillosas. Fueron decapitados gran número de sarracenos; otros, atravesados con flechas u obligados a saltar de las murallas; algunos fueron torturados durante varios días y, por último, quemados vivos. En las calles se veían montones de cabezas, de brazos, de pies”.

Raimundo de Aguilers relata la caída de Jerusalén y celebra la carnicería que los cruzados hicieron de la población musulmana; como no podía ser de otra manera, la interpreta como una venganza de Dios hacia los que habían afrentado a la llamada Ciudad Santa. He  aquí el relato: “Baste decir que en el templo de Salomón (la mezquita de al-Aqsa) y la explanada que hay junto a él, la sangre llegaba a las mismas bridas de los caballos que montaban los cruzados. En mi opinión, era una muestra de poética justicia, que el templo de Salomón recibiera la sangre de los paganos que habían blasfemado contra Dios durante tantos años. Jerusalén se hallaba recubierta de cuerpos sin vida y sangre por todos lados. […] Todos cantamos para celebrar aquel nuevo día, aquella nueva alegría, aquella nueva y duradera felicidad, aquella culminación de nuestro denodado esfuerzo y amor”.

Además, los cruzados quemaron la sinagoga con los cientos de judíos que se habían refugiado en ella, aunque a algunos los capturaron para pedir rescate.

Después de la toma de Jerusalén, Tancredo, sobrino de Bohemundo, había accedido a ofrecer su protección a un grupo de musulmanes que se habían cobijado bajo el techo de la mezquita de al-Aqsa; pero no tuvo tiempo de pedir rescate por ellos, porque llegaron los cruzados y los masacraron.

No hay que olvidar que, durante las primeras cruzadas, se efectuaron salvajes persecuciones antisemitas en Francia y Alemania. Actor principal de estas barbaridades fue el monje Radulfo, que predicaba, lleno de violencia, el asesinato de judíos, en el norte de Francia y en la región del Rin. El arzobispo Enrique de Maguncia pidió a Bernardo de Claraval que ordenase a Radulfo volver a su monasterio y así terminar con la violencia.

Dos meses después de la toma de Jerusalén, el legado papal Daimbert, Raymond de Saint-Gilles y Godofredo de Bouillon escribieron al papa lo siguiente: “Si vuestra Santidad desea saber lo que se ha hecho con los enemigos encontrados en Jerusalén, sabed que en los pórticos de Paloma y en los templos, los nuestros cabalgaron entre la sangre inmunda de los sarracenos, y que nuestra monturas estaban teñidas hasta las rodillas”.

Se organizó el reino de Jerusalén. Godofredo de Bouillon fue elegido rey, pero no aceptó el título, pues, según dijo, “no quería ceñir corona de oro allí donde Jesús la había llevado de espinas”. Aceptó el de protector del Santo Sepulcro. Trabajó en la defensa y organización del reino, para lo cual tuvo que solicitar la ayuda de las ciudades italianas; en reciprocidad, les concedió títulos, bienes y privilegios económicos, que fueron la base de la penetración de los mercaderes italianos en los Estados Latinos de Levante. En cuanto a la defensa de Jerusalén, rechazó a un poderoso ejército egipcio, cinco veces más numeroso que el suyo, y los expulsó al mar, el 12 de agosto de 1099.

Godofredo había adquirido un muy grande prestigio, como hombre fuerte y piadoso: “Un león en el combate y un monje en la paz”. Estableció excelentes relaciones con los señores del desierto. Los ascetas musulmanes del desierto se maravillaban al encontrar un hermano en aquel caballero también asceta. A los jeques que le llevaban, como tributo, pan, aceitunas, higos, uvas secas, los recibía en su tienda, sentado en el suelo. Dice el cronista: “Al verlo así, se quedaron asombrados: ¿Cómo aquel príncipe temible, que había llegado de tan lejos para cambiar todo su país; que había destruido tantos ejércitos y conquistado tantos países, se contentaba con algo tan modesto, sin tapices ni telas de seda, sin vestidos reales ni guardias? Puesto al corriente por el intérprete, el defensor del Santo Sepulcro le hizo contestar con el versículo de la Escritura: El hombre no debe olvidar que solo es polvo y que en polvo se ha de convertir”.

Godofredo, alcanzado por la peste, murió el 18 de julio de 1100. Le sucedió su hermano Balduino, luego del cual vinieron varios otros gobernantes. Durante este período, importantes acontecimientos ocurrieron: la orden del Hospital, fundada en 1070 para los peregrinos pobres, se transformó en una milicia de caballeros monjes dedicados a la defensa del Santo Sepulcro. En 1119, se creó la orden de los Templarios, monjes guerreros, que suministró al reino un ejército permanente. Se acuarteló en el recinto del otrora templo de Salomón; de ahí su nombre: orden del Temple.

Hacia 1146, el reino franco de Jerusalén estaba muy mal. Había caído Edesa; Antioquía se hallaba amenazada, y Jerusalén estaba en manos débiles, pues Foulques de Anjou, su rey, había muerto en 1146, en un accidente de caza; sus herederos eran dos niños de muy corta edad. Era la oportunidad para que San Bernardo, encargado por el papa Eugenio III, predicara la segunda cruzada (1147-1149). El famoso discurso que pronunció en Vezelay dejó ver que aún subsistía el entusiasmo de Clermont. El éxito de su sermón fue tan grande, que escribió al nuevo papa, Pascual II: “Ciudades y castillos están vacíos; no queda un hombre por cada siete mujeres, y por todas partes hay viudas de maridos aún vivos”.

En esta cruzada los reyes iban a la cabeza de sus ejércitos. El emperador Conrado marchaba al frente de los alemanes, y se puso en camino en la Pascua de 1147; el rey Luis VII de Francia –entonces casado con Leonor de Aquitania, célebre inventora del amor cortesano y futura reina de Inglaterra por su matrimonio con Enrique Plantagenet, luego de su divorcio de Luis– se puso en marcha en Pentecostés; ambos siguieron la ruta del Danubio. Oigamos al historiador: “…los grupos saqueaban los campos, y las ciudades cerraban sus puertas al conocer la proximidad de los cruzados, y solo los abastecían desde lo alto de las murallas. Habían pasado por allí Pedro el Ermitaño, Godofredo de Bouillon y muchas otras peregrinaciones… Hay que decir que si alguien no estaba contento, en el siglo XII, con las cruzadas, eran los campesinos del Danubio.- Tampoco lo estaban los bizantinos. ¡Otra nube de langosta! ¿Es que no podían aquellas gentes quedarse tranquilas en sus países? Después de discutir el precio del transporte a Asia, riñas entre cruzados y oficiales de policía: el joven Federico de Suabia, que aún no era Barbarroja, deploró que su espada tuviera que mancharse en sangre cristiana para tener el privilegio de ir a encontrar infieles. El basileus Manuel Comneno, muy por encima de la ingenuidad alemana, había hecho, al sentir la proximidad de los cruzados, la paz con los turcos de Asia Menor, y supo dar a los infieles secretas informaciones para permitirles verter sangre cristiana”. La marcha de los cruzados tuvo dificultades que los superaron y esta segunda cruzada terminó en un completo fracaso.

En 1168, a raíz de un tratado de alianza entre El Cairo y Amaury (también Amalrico), hermano y sucesor de Balduino III, rey de Jerusalén, una tropa de Hospitalarios marchó hacia El Cairo para “proteger” al califa fatimita. Al mismo tiempo, Nur ed-Din, también llamado Nur al-Din Mahmud, envió a El Cairo un ejército de ocho mil hombres al mando de un kurdo, Sirkú. Con él iba su sobrino, “llamado Yusuf, y más tarde al-Malik al-Nasir ed-Din Yusuf ibn Ayyub –el Rey, el Defensor, el Honor de la fe, José, hijo de Job–; en una palabra, Saladino”.

En pocas palabras, Duché nos describe al personaje: “Saladino había nacido en 1138. Había hecho estudios devotos, era casto, solo bebía agua, usaba telas de lana basta, y nadie había oído hablar de él. Su fin iba a ser siempre desprenderse de los bienes de este mundo, y terminaría reverenciado como un santo del islam; pero un santo de la raza de los Alejandros y los Bonaparte, era justo que comenzase por Egipto”.

Como consecuencia de algunas acciones tácticas, Saladino se hizo con el poder en Egipto y cayó sobre la Siria musulmana. Desde entonces, 1183, de El Cairo a Damasco hubo un solo jefe, un hombre genial. Tenía treinta y dos años.

Los cruzados intentaron pactar con Nur ed-Din; pero nunca llegó a firmarse tal pacto, pues, según nos narra el historiador, “en mayo 15 de 1174, Nur ed-Din fue llamado al paraíso de Mahoma, y, en julio 11, el tifus se llevó a Amaury al paraíso de Jesús”.

Balduino IV, el reyecito leproso, sucedió a Amaury. Merece la pena que nos detengamos un momento en este rey. Murió a los veinticuatro años, después de una lucha tenaz contra la lepra. Tenía apenas trece años cuando ascendió al trono. Fue un ejemplo de valentía y caballerosidad. Con apenas una compañía de cuatrocientos hombres, obtuvo una sonada victoria sobre los musulmanes, el 25 de noviembre de 1177, aunque, dadas las circunstancias, esa victoria no fue sino “un sublime florón de la epopeya franca”, y nada más.

Muerto el reyecito leproso, se vino la desbandada. El conde Raymond de Trípoli se hizo cargo de la situación. Conocía perfectamente el medio, era amigo personal de Saladino y partidario de la coexistencia pacífica. Luego de una farsa organizada por Sibila y su marido, Guy de  Lusignan (de quien oiremos hablar mucho en breve tiempo), los barones se enfurecieron… y Saladino también.

En junio de 1187, un numerosísimo ejército invadió Galilea por el lado de Tiberíades. En vista de la situación extrema en que se encontraban, Raymond de Trípoli y los barones se habían agrupado alrededor de Lusignan, al que advirtieron que no acudiera, de modo que Saladino tomase tranquilamente la ciudad de Tiberíades. Lusignan no hizo caso de la advertencia y dio orden de partir. Al saberlo, Saladino gritó: “Alá nos los entrega”.

El 3 de julio de 1187, Guy (o Guido) de Lusignan salió de Saffuriyah al frente de sus hombres en dirección al este, para presentar batalla. Era un absurdo querer llegar a Tiberíades en una sola jornada; al cometer tamaño error, expuso a sus tropas a la sed y al calor. Al anochecer de ese día, los cruzados avistaron a los musulmanes. Al romper el alba, estaban rodeados. Era el 4 de julio. Saladino esperó hasta que el calor se hizo insoportable. Los soldados cruzados de infantería, debilitados por la falta de agua, se alejaron de la caballería y  buscaron refugio en las colinas cercanas, conocidas como “los cuernos de Hattin”. El viento soplaba polvo, y los sarracenos encendieron hogueras para acabar de asfixiar a los cristianos, ya consumidos por el tormento de la sed. La crónica árabe dice: “La canícula enviaba sus llamas contra aquellos hombres vestidos de hierro. En medio del polvo se sucedían las cargas de la caballería, lleno el aire de humo y de flechas. Aquellos perros sacaban sus lenguas abrasadas y gritaban bajo los golpes. Esperaban llegar el agua, pero solo tenían delante las llamas y la muerte”.

“Raymon de Trípoli, dice el historiador, logró abrirse paso en compañía de unos cuantos barones; el resto cayeron prisioneros o quedaron muertos. Saladino hizo conducir a su tienda a Guy de Lusignan, a Renato de Chatillon y al gran maestre, Gerardo de Ridefort. A Lusignan, en señal de agradecimiento, le ofreció un sorbo de agua de rosas enfriada con la nieve del Hermón. A Renato le recordó sus bandidajes; y como él replicase insolentemente que tal era el privilegio de los reyes, Saladino, ultrajado, se arrojó sobre él con la espada desenvainada y le cortó el brazo por el hombro; sus oficiales lo remataron. En cuanto al gran maestre, cuyo consejo había ayudado tan eficazmente a Alá a entregarle el ejército franco, lo perdonó; nada hace pensar que este hombre estuviese comprado, pero la clemencia de Saladino para con él resulta extraña, tanto más, cuanto que todos los caballeros del Temple y del Hospital fueron decapitados. Entre el botín se encontraba el estandarte de batalla de los cristianos, la Verdadera Cruz”.

Saladino, entonces, puso sus miras en Jerusalén. Nadie podía detenerlo ya. Tomó las precauciones del caso para impedir que llegaran refuerzos a los cristianos. Así, los evacuó de San Juan Acre, Jaffa, Beirut, Ascalón y los restantes puertos del Líbano.

El 20 de noviembre de 1187 estaba delante de Jerusalén. Anunció que, como represalia al baño de sangre de 1099, haría correr la misma suerte a los cristianos. Pero Balián de Ibelín, un noble al que el propio Saladino había liberado y que mantenía con él una amistad caballeresca, intercedió a favor de los cristianos. Saladino accedió a dejarlos salir de la ciudad, a cambio del pago de diez besantes de oro por varón, cinco por mujer, y uno por niño. Balián objetó que los pobres no podrían pagar. Saladino aceptó para ellos la liberación en grupo: treinta mi besantes, que Enrique de Inglaterra había enviado a los Hospitalarios.

Solo pudieron quedar libres siete mil personas, pues la avaricia de los monjes caballeros impidió la liberación de los demás. Tanto Balián, como el propio Saladino usaron sus fortunas personales para liberar más gente. “Saladino repartió cantidades de su tesoro tan espléndidas entre las señoras y señoritas cuyos maridos y padres habían muerto, que estas dieron gracias a Dios y publicaron por todas partes el bien que Saladino les había hecho”. En cuanto a los demás, la excesiva oferta de esclavos hizo bajar muy considerablemente su precio.

Una parte de los liberados se encaminaron a los puertos de Egipto; como no tenían recursos, los marineros genoveses, venecianos y pisanos se negaron a embarcarlos. Cedieron cuando el cadí de Alejandría los amenazó con la confiscación de los barcos. ¿Dónde quedó la caridad cristiana? ¿No eran correligionarios los que esperaban embarcarse? La codicia no tiene límites.

Para enero de 1189, el reino cristiano de Jerusalén había dejado de existir; el condado de Trípoli había sido arrasado, y Antioquía estaba en la ruina. Y en Europa se gestaba una nueva cruzada.

El papa Clemente III decretó un impuesto del diez por ciento sobre todas las rentas, impuesto que dio en llamarse “el diezmo de Saladino”, para financiar la cruzada: la tercera (1189-1192).

En octubre de 1187, el papa Gregorio VIII promulgó la encíclica Audita Tremendi, llamada así por las palabras con que comienza en latín. He aquí lo más importante de este documento:

“Hemos escuchado cosas tremendas acerca de la severidad con que la mano divina ha castigado la tierra de Jerusalén. […] Tenemos que tener en cuenta que no solo han pecado los habitantes de Jerusalén, sino nosotros mismos también, al igual que todos los pueblos de Cristo. […] Todos tenemos que meditar al respecto y actuar en consecuencia, pues, corrigiendo de manera voluntaria nuestros pecados, podemos regresar a nuestro señor Dios. Primero tenemos que reconocer lo pecadores que somos, y entonces centrar nuestra atención en la ferocidad y la malicia del enemigo. […] Prometemos que todos aquellos que se sumen a esta expedición con el corazón contrito y el espíritu humilde, y partan en penitencia por sus pecados y con la fe correcta, obtendrán indulgencia por sus crímenes y recibirán la vida eterna”.

Con esta encíclica, el papa respondió a las noticias que Joscius, arzobispo de Tiro, había llevado a Europa sobre las victorias obtenidas por Saladino, y solicitaba ayuda de la cristiandad. ¿Quiénes estuvieron entre los primeros en tomar la cruz? Pues, nada más ni nada menos que los tres grandes monarcas de Occidente: Federico, emperador de Alemania,  que ya era Barbarroja; Felipe de Francia, que todavía no era Augusto, y Ricardo I, de Inglaterra, que aún no había recibido el sobrenombre de Corazón de León.

El primero en partir, en mayo de 1189, fue Federico, quien, a pesar de tener ya sesenta y siete años, estaba dispuesto a tomar el mando de los ejércitos cristianos. En Bizancio, el basileus fingió condescendencia y amistad a Federico, mientras en secreto pactaba con Saladino. Barbarroja descubrió la traición, pero no tomó grandes represalias y se conformó con llevar algunos rehenes.

(Basileus es una voz griega que significa rey, y que en la antigüedad designaba a un soberano de gran poder. Su plural es basileis. Heraclio, emperador romano de Oriente, tomó oficialmente el título en el año 630 de n.e. y sus sucesores lo conservaron, con lo que el vocablo se convirtió en sinónimo de emperador. La lengua griega adoptó entonces el término rex (rey) para designar a cualquier soberano que no fuera el emperador bizantino).

En julio de 1189, Enrique murió sin poder cumplir su voto cruzado. Ricardo de Poitou (Ricardo I, más tarde llamado Corazón de León, hijo de Enrique y de Leonor de Aquitania) comenzó de inmediato los preparativos para realizar su voto cruzado. El 4 de julio de 1190, Ricardo I y Felipe II partieron desde Vezelay, Borgoña. Antes de salir, firmaron una alianza y acordaron dividir equitativamente el botín que obtuvieran en la cruzada. El entendimiento entre ambos no podía durar mucho, puesto que Ricardo se consideraba superior a Felipe, por sus extensos dominios y  su mayor conocimiento militar, en tanto que Felipe consideraba vasallo suyo a Ricardo, pues el padre de este, Enrique II, por su matrimonio con Leonor de Aquitania, paso a ser dueño del ducado del mismo nombre y, por tanto, vasallo del rey de Francia; por consiguiente, Ricardo también lo era. Todo este asunto trajo consecuencias gravísimas y dio origen a la guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra.

Federico se internó en el Asia Menor y su avance fue fulminante. Saladino tenía que desmantelar y abandonar las plazas ante el paso de Federico. Y, como Saladino confiaba en su Dios, escribió: “Nunca Siria y Egipto habrían pertenecido al islam, si Alá  no se hubiera dignado mostrar su clemencia a sus fieles haciendo perecer al rey de los alemanes”. Pues el 10 de junio, Federico, que se bañaba en las heladas aguas del Selef, en Cilicia, sufrió una congestión y murió ahogado. La noticia llegó a Alemania cuatro meses más tarde; pero sus súbditos se negaron a creerla; surgió la leyenda de que no había muerto, sino que estaba escondido en una caverna del Taurus (sistema montañoso de Turquía que domina el Mediterráneo), sentado ante una mesa, en donde esperaba la hora de tomar nuevamente su espada, cuando la barba diera tres veces la vuelta a la mesa. En la vida real, sus tropas, ya sin su jefe, se desbandaron; solo unos pocos soldados se unieron a los otros cruzados en San Juan de Acre.

Felipe y Ricardo pasaron el invierno en Sicilia, en la alegre compañía de las jóvenes del lugar. Ricardo, para vengar una ofensa del rey de Sicilia, se apoderó de Mesina, que la devolvió contra el pago de cuarenta mil onzas de oro, que le sirvieron para pagar a los armadores el pasaje de su ejército. “De camino –nos dice el historiador– tomó Chipre a los bizantinos y, cuando llegó a Acre, en junio de 1191, Felipe ya estaba delante de la ciudad. El sitio comenzado por Guy de Lusignan, reforzado por un cuerpo de cruzados daneses y por el arzobispo de Canterbury, duraba diecinueve meses. Los cruzados no se atrevían a atacar las murallas, y el ejército de Saladino llegado en socorro de la ciudad no se atrevía contra aquella masa de guerreros de acero. Entre la ciudad y Saladino, el campo ofrecía un aspecto de feria maravillosa. Había alemanes, checos, polacos, daneses, franceses, normandos, sicilianos, flamencos, ingleses, armenios. Y en el campo de Saladino, sirios, kurdos, egipcios, turcos, mesopotamios, sudaneses. Se traficaba con todo: los hombres vendían sus cotas de malla a los mercaderes, por cabras para asar, y había siete mil tiendas de compra y venta. Entre dos escaramuzas, los cruzados daban fiestas a las que invitaban a los musulmanes; un barco había traído trescientas mujeres “de nadie”, que los cristianos caballerescos prestaban a sus invitados infieles. Por fin, el 12 de julio, habiendo puesto tregua Felipe y Ricardo a sus querellas, y los cruzados a sus regocijos, se lanzaron al asalto, perecieron en gran número y tomaron San Juan de Acre”. He aquí una relación de los antecedentes y los hechos de julio:

Saladino había tomado Acre en 1187. Guy de Lusignan, a quien Saladino había puesto en libertad en julio de 1188, a condición de que regresase a Europa, se quedó en Siria. Cuando estuvo en Trípoli, se le unieron los primeros cruzados llegados de Europa; a pesar de no contar con un buen número de soldados, inició el asedio de Acre. En vista de que repetidos asaltos fracasaron, decidió bloquear la ciudad. Llegaron refuerzos de Europa, y Conrado de Montferrat se decidió a socorrer a los cruzados. El 20 de abril de 1191 llegó Felipe II de Francia, y el 8 de junio llegó Ricardo I de Inglaterra, con más barcos y maquinaria de asalto. Acre se rindió y los cruzados hicieron casi tres mil prisioneros. Felipe se volvió a Francia y dejó a cargo de Ricardo la liberación de Jerusalén.

Dice el historiador:

“Felipe tenía mentalidad política, y la política lo llamaba a Francia. Ricardo solo tenía un corazón de león y, dieciocho días después de la partida del francés, el 20 de agosto, cometió un grave error. Por rescatar a precio de oro la guarnición de Acre, Saladino ofrecía cien mil dinares, cien cautivos y la Verdadera Cruz. Ricardo envió unos oficiales a recoger el rescate. Esta rapidez no era usual en las negociaciones orientales. Saladino le respondió que exigía la entrega de su guarnición. Ricardo replicó que quería ser pagado primero, y Saladino, que quería ver salir, al menos de lejos, a los musulmanes. Entonces Ricardo, furioso, hizo salir a tres mil prisioneros, desnudos y atados, y dio la orden de que degollaran, a la vista de Saladino, “aquella canalla”. Saladino distribuyó los cien mil dinares entre los oficiales, envió la Verdadera Cruz a Bagdad, y dio graciosamente los cien cristianos a Ricardo. Saladino tenía cincuenta y tres años, y una civilización de cinco siglos. Ricardo tenía treinta y cuatro, y el furor hirviente de una Europa completamente nueva. Comprendió aquella lección de señorío, y a lo largo de terribles batallas en las que su valentía y su genio militar obrarían maravillas, aprendió a querer a Saladino”.

La atrocidad cometida por Ricardo fue condenada, por igual, por cronistas cristianos y musulmanes.

Para Ricardo, lo más importante era la toma de Jerusalén. La marcha de los cruzados se efectuaba a lo largo de la costa, siempre escoltado por Saladino, que lo acosaba y castigaba con sus fulminantes arqueros. El 7 de septiembre de 1191, cuando los cruzados habían alcanzado los jardines del barrio Arsuf, se vieron rodeados por los musulmanes, por todas partes. Se sintieron perdidos. Pero Ricardo Corazón de León no se dejó amilanar: reunió a sus caballeros, se lanzó al ataque y realizó tales hazañas, que dejó un sinnúmero de sarracenos muertos. Pero Saladino no abandonó la lucha. Al paso de Ricardo, arrasaba las plazas fuertes. Tres veces se acercó Ricardo a Jerusalén, y tres veces no se atrevió a atacarla, pues Saladino iba tras él; Ricardo corría el peligro de que Saladino le cayera encima si desplegaba sus tropas en orden de asedio.

Llegaron a las negociaciones; pero, como estas no dieran resultado, se volvió a la lucha. Ya los cristianos de Jerusalén se preparaban para rendirse, cuando llegaron los refuerzos, y los musulmanes tuvieron que retirarse. Sin embargo, cinco días más tarde, el 5 de agosto, Saladino volvió a la carga: cayó por sorpresa sobre el campamento de Ricardo, cuyos soldados aún dormían. Se despabilaron y salieron a pelear.

Ricardo –nos dice el historiador–, “se lanzó en medio de los turcos y los partía hasta los dientes. Y se lanzó tantas veces, repartió tantos golpes, se agotó tanto, que la piel de sus manos se resquebrajó. Su persona, su caballo y su caparazón estaban tan llenos de flechas, que se diría un erizo. El sol estaba ya alto, y todavía el rey mataba turcos, pero su caballo estaba desarzonado. Entonces la masa turca se abrió en dos, dejando paso a dos magníficos corceles llevados por un mameluco, de parte de Malik al-Adil, pues ‘no sería conveniente que un guerrero tan magnífico se viera obligado a combatir a pie’. Días más tarde, retenido el rey en el lecho con una crisis de paludismo, el rey Saladino le envió, con su médico, peras, melocotones y sorbos de nieve del Hermón”.

En menos de dos meses llegó la paz. Ricardo regresó a Inglaterra; fue hecho prisionero por el emperador Enrique VI y liberado a cambio de un inmenso rescate; finalmente, fue muerto en Chalus-Chabrol, el 26 de marzo de 1199. De sus diez años como rey de Inglaterra, solamente había permanecido seis meses en ese país.

La tercera cruzada terminó sin haber logrado su objetivo, la liberación de Jerusalén. “Antes de partir, Ricardo lanzó un último desafío burlón a su viejo camarada, prometiéndole volver tres años más tarde y tomar Jerusalén. Saladino le contestó que, si debía perder su tierra, desearía que fuese a las manos de Ricardo mejor que a ningunas otras. Ricardo no volvió, y Saladino murió en Damasco, al año siguiente, a la edad de cincuenta y seis años. El señor del islam, que había enseñado a los francos que su civilización podía producir caballeros dignos de su valor, dejó a sus diecisiete hijos, además de un imperio, cuarenta y siete dinares”.

En 1198 ocupó el trono de San Pedro un hombre joven, de inteligencia privilegiada, combativo, enérgico, verdadero líder: Inocencio III (Giovanni Lotario, conde de Segni), que habría de llevar a su apogeo al papado medieval. Uno de sus primeros objetivos fue la recuperación de Jerusalén, y para ello encargó a un sacerdote, Foulques de Neuilly, la predicación de una nueva cruzada, predicación que no tuvo el resultado que Inocencio esperaba; pero no se dio por vencido y presentó de otro modo la cruzada a los reyes. Los convenció de que había que hacer una incursión a Egipto, desde donde sería más fácil conquistar Palestina, y hasta lanzó la idea de cambiar El Cairo por Jerusalén.

En el verano de 1202, se reunió en Venecia un gran ejército: cuatro mil quinientos caballeros, nueve mil escuderos y veinte mil infantes. No pudo ser más oportuna la llegada del joven Alejandro, hijo de Isaac el Ángel, que había sido destronado siete años antes por su hermano, Alejandro IV, que le hizo sacar los ojos. El joven pedía ayuda para que lo repusieran en el trono de su padre. Ofrecía doscientos mil marcos, diez mil hombres para combatir en Palestina y la sumisión de la Iglesia griega al papa.

La enorme flota se hizo a la mar, mientras los soldados, con gran alegría, cantaban el Veni, Creator Spiritu. Llegaron a Bizancio el 24 de junio de 1203. Villehardouin describe el arribo: “Entonces vieron Constantinopla ante sus ojos, la de las galeras, las naves y las barcazas, y no sabéis cómo la contemplaron los que nunca la habían visto antes, pues no podían pensar que en el mundo hubiese una ciudad tan rica, cuando vieron los muros y las torres riquísimas que la cercaban y los ricos palacios y las altas iglesias, en número increíble, y la extensión de la ciudad, soberana de todas las ciudades. No hubo uno solo tan atrevido y valiente que no le temblase el cuerpo”.

En Bizancio estalló un motín en el que murió el joven Alejandro, y su padre fue devuelto a prisión, porque la ley prohibía matar a un ciego.

El relato de lo que luego sucedió nos sobrecoge de horror: “El 13 de abril de 1204, los francos saltaron las infranqueables murallas, y Constantinopla fue saqueada como nunca lo sería por los turcos. Aplastaron las Santas Imágenes adoradas por los fieles, escribe Nicetas Acominate. Arrojaron las reliquias de los mártires a lugares infames que me da vergüenza nombrar. En la gran Iglesia (Santa Sofía), machacaron el altar hecho de materias preciosas y se repartieron los fragmentos. Hicieron entrar allí sus caballos, robaron los vasos sagrados, arrancaron el oro y la plata de todas partes donde figuraba entre los adornos, del púlpito, de las puertas, del pupitre. Una prostituta se sentó en la cátedra patriarcal y  entonó una canción obscena. Aquello parecía Jerusalén, cierto día de 1099.- Los marinos y los mercaderes venecianos, que conocían el terreno, con conocimiento robaron las piedras preciosas, los brocados, las colecciones de objetos de arte. Los cuatro caballos de bronce que dominaban la ciudad, fueron a piafar a la plaza de San Marcos. Nunca, desde que el mundo fue creado, dice un testigo, Roberto de Clari, se había visto ni conquistado tanta maravilla.- Había pasado un siglo desde que la cristiandad se había puesto en camino hacia ‘la imperecedera gloria del Reino de los Cielos’, y alcanzaba por fin el reino más rico de este mundo, para vergüenza imperecedera”.

Los cruzados provocaron dos incendios sucesivos que destruyeron museos y bibliotecas. En estas últimas se perdieron preciosos manuscritos, entre los que figuraban las nueve décimas partes de las tragedias de Sófocles y de Eurípides.

El saqueo de Constantinopla, que duró tres días, fue uno de los más destructivos de la historia, a la vez que inmensamente provechoso para los asaltantes, pues la ciudad, tan rica en tesoros y santas reliquias, quedó devastada.

“Hermosa, rica y populosa, nos dice Madden, Constantinopla era con mucho la ciudad más grande de toda la cristiandad. Resulta cuando menos paradójico que su ruina viniera de manos de un ejército de cristianos reunido con la intención de salvarla. La ciudad padeció enormes daños por parte de los cruzados. Un total de tres incendios devastaron una sexta parte del perímetro amurallado, destruyendo casi una tercera parte de sus casas.- Durante el caos del saqueo, se destruyó un sinfín de obras de arte antiguas, muchas de las cuales se fundieron para acuñar monedas. El senador bizantino Niceto Coniato se lamentaba con las siguientes palabras: ‘¡Oh, ciudad, antaño entronizada en lo más alto, poderosa en la distancia, magnífica en tu hermosura y esplendor! Tus lujosos ornamentos y elegantes tapices reales se hallan desgarrados, tus deslumbrantes ojos se han oscurecido hasta convertirte en una prostituta vieja cubierta de hollín’.- En las décadas siguientes, el declive de la ciudad no hizo más que acentuarse. Los emperadores latinos no disponían de dinero suficiente para reparar o conservar las infraestructuras, por lo que estas cayeron en desuso. En 1203, la población de Constantinopla rondaba el medio millón de almas; cuando los bizantinos reconquistaron la ciudad en 1261, tan solo quedaban treinta y cinco mil habitantes”.

Esta cuarta cruzada (1202-1204) no fue nada más que un negocio, tanto para Venecia, como para los mismos cruzados. Con el saqueo de Constantinopla se enriquecieron todos, en tanto que la ciudad entró en una decadencia que nadie habría de detenerla, hasta su caída en manos de los turcos, en 1453.

Inocencio III murió el 16 de julio de 1216, poco después de celebrado el cuarto concilio de Letrán. Su sucesor, Honorio III, continuó adelante los preparativos de la nueva cruzada (la quinta).

Pero no me es posible relatar lo ocurrido en las siguientes cruzadas, hasta llegar a las ocho que se emprendieron. Poco a poco, Europa fue perdiendo interés en ellas; y, cuando llegó el último capítulo con la caída de Acre, la presencia de los cruzados en Palestina y Siria había llegado a su fin. Esa pérdida de interés en la causa hay que atribuirla, según algunos historiadores, en el hecho de que en Europa la mayoría de la gente se había resignado a la idea de la pérdida de Tierra Santa, que la consideraban como algo inevitable. En más de doscientos años, se había perdido el concepto tradicional de cruzada. “La historia del reino franco en Oriente no será ya sino una marcha a la muerte”, nos dice el historiador. El mundo había cambiado y se iniciaba un nuevo período histórico marcado por la búsqueda de nuevos puntos de vista. Esto es palpable en el hecho de que, en 1289, el papa Nicolás V predicó una nueva cruzada que no halló eco.

Pese a no poder hablar de todas las cruzadas, he aquí un brevísimo resumen:

Quinta cruzada (1217-1221): Ordenada por el papa Inocencio III, la cruzada fue proclamada en 1215 por el IV concilio de Letrán. No fue posible arrebatar el monte Tabor a los musulmanes, pero se tomó Damieta (1219), evacuada en 1221.

Sexta cruzada (1228-1229): Ordenada por el papa Honorio III y dirigida por Federico II de Hohenstaufen, que negoció con el sultán la restitución de Jerusalén, Belén y Nazaret.

Séptima cruzada (1248-1254): Ordenada por el papa Inocencio IV, la dirigió Luis IX de Francia. Intentó conquistar Egipto, que controlaba los Santos Lugares; se apoderó de Damieta, pero fue derrotado en Mansura y abandonó Egipto.

Octava cruzada (1270): Organizada por Luis IX de Francia tras la caída de Antioquía (1268); se dirigió a Túnez. Luis murió de peste durante el sitio de Túnez, y la cruzada fracasó.

Las cruzadas para recuperar el Santo Sepulcro no son las únicas que se emprendieron. Una, de capital importancia, tuvo lugar entre 1208 y 1244, organizada por Inocencio III contra Raimundo VI, conde de Tolosa, y los albigenses o cátaros, que recibieron la ayuda de Pedro II de Aragón. Al frente de la cruzada estuvo Simón de Montfort. Es lo que la historia ha llamado el genocidio cátaro, que, después de terribles atrocidades, terminó con la toma de la fortaleza albigense de Montségur.

La cruzada española, esto es, la Reconquista, que es la que emprendieron los reinos cristianos del norte de la península Ibérica en contra de los reinos musulmanes del sur.

La cruzada de los Niños, que movilizó multitudes de pequeños guiados por visionarios, en Francia y Alemania. En Marsella, mercaderes se apoderaron de los niños y los vendieron como esclavos en Egipto (1212).

Hubo otra cruzada, en 1190; esta vez, contra los paganos del Báltico, que también se distinguió por las atrocidades que se cometieron.

La cruzada de Nicópolis, en 1394, contra el sultán Bayezid I, que terminó en fracaso.

Y unas tantas más, que no hay para qué mencionarlas.

En doscientos años que los cruzados permanecieron en Tierra Santa, dejaron sus huellas. Algunas de estas son los castillos que construyeron, además de muchas iglesias. Los castillos son las fortificaciones más célebres de toda la Edad Media. Los del siglo XII eran bastante simples, pero desempeñaban funciones muy importantes, ya como centros de administración y producción agrícola, ya como bastiones para defenderse de las incursiones de los enemigos, pero no resistían los ataques de ejércitos bien organizados.

En el siglo XIII, las ciudades amuralladas eran los principales baluartes, pero los castillos desempeñaron un importante papel. Así tenemos las fortalezas de Marqab, Athlit y Arsuf. Parece que, tanto las técnicas de  Oriente como las de Occidente, tuvieron su origen en las construcciones romanas.

Un hecho de trascendental importancia en este período fue la fundación de la orden del Temple. Sus miembros, los Templarios, adquirieron y acumularon grandes riquezas, al punto de convertirse en los banqueros de los reyes europeos. Esta situación suscitó el odio y la codicia de Felipe IV el Hermoso de Francia, que liquidó la orden y llevó a la hoguera al Gran Maestre, Jacques de Molay, y a sus más cercanos colaboradores.

Las cruzadas no fueron, en general, acciones precipitadas ni hechos provocados por súbitos impulsos. Solamente dos cruzadas derivaron de una propaganda no sujeta a disciplina: la de Pedro el Ermitaño y la de los Niños, a las cuales ya me he referido.

La propaganda fue muy bien estudiada y puesta en práctica. Se encargaba la predicación a clérigos muy inteligentes, de amplia cultura, versados en la conducción masas y de elocuencia probada, capaces de  manejar la mente del público, al punto de que aceptaran sin cuestionamientos la idea de que la cristiandad estaba en peligro a causa de musulmanes y herejes, y de que era de vital importancia para Europa el rescate de los Santos Lugares. Cabe mencionar, por ejemplo, el célebre discurso de Bernardo de Claraval, pronunciado en Vezelay, al que también me he referido ya. La recompensa era, naturalmente, la gloria eterna en el Reino de los Cielos y la gracia de las indulgencias en este mundo.

En cuanto al financiamiento, no solo se recurría a la generosidad de los grandes señores, sino que se establecía un impuesto especial que todos debían pagar, con lo que se levantaban ingentes cantidades de dinero. Además, los pueblos por los que pasaban los ejércitos cruzados estaban obligados a proveerlos de comida, lo que significaba un esfuerzo nada pequeño para los habitantes de esas poblaciones.

Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, fue decayendo el fervor. El entusiasmo de Clermont era ya cosa del pasado; y, aunque se trataba de enfervorizar a la gente con las hazañas de sus antepasados, ya no existía el espíritu que animó a los primeros cruzados, pues casi nadie creía ya que la empresa tenía carácter divino.

Para los cristianos, la pérdida de Tierra Santa comienza con el fracaso de la quinta cruzada. De ahí en adelante, las pocas acciones bélicas felices se ven superadas por los desastres, hasta la caída de Acre, el 18 de mayo de 1291. La gesta cruzada había durado doscientos años y terminaba de modo trágico.

El siglo XIII vio nacer y morir el Imperio latino de Constantinopla (1204-1261), cuya creación fue, indudablemente, perjudicial para la causa de los cruzados, puesto que se convirtió en una verdadera sangría de recursos. Finalmente, el Imperio volvió a manos bizantinas hasta su caída en manos de los turcos.

Han pasado los siglos. Hoy podemos mirar las cruzada ponderadamente y emitir un criterio sobre ellas. Ciertamente, hubo una respuesta formidable al llamado de Urbano II, pues la fe sustentó el apoyo que entonces se consiguió. No obstante, si analizamos el propio discurso del papa, vemos que el móvil fundamental fue detener las interminables guerras en que empleaban su tiempo los señores feudales, y para ello se les pedía volcar su belicosidad sobre “una raza maldita, abandonada de Dios”, a la vez que se les ofrecía, aparte de la Jerusalén celestial, la Jerusalén terrestre, “tierra que da frutos antes que todas las demás, un paraíso de delicias”. Todo ello convierte a las cruzadas en guerras de odio, rapiña y codicia. Es un hecho que, sea cual sea la causa invocada para desatar una guerra, subyace siempre la razón económica. Esto ha ocurrido desde hace unos nueve a once mil años (época en que está datada la primera guerra), hasta la actualidad, y seguirá así por siempre y para siempre.

A consecuencia de las cruzadas, el fisco pontificio se enriqueció; además, a quienes contribuían con dinero se les concedían indulgencias, hecho que pesó mucho en la doctrina que en el futuro se estableció sobre el tema. Al vender indulgencias a los fieles y obtener dinero de esa manera, la Iglesia, sin sospecharlo siquiera y menos aún proponérselo, abría las puertas a la Reforma, que vendría pocos siglos después.

Asimismo, como resultado de las cruzadas entraron en contacto dos civilizaciones: los cruzados conocieron, tanto en Bizancio como en los países musulmanes, su literatura, su arte, sus costumbres; y aprendieron ciertos refinamientos que mostraron a Europa y que cambiaron el modo de vida de sus habitantes.

En contrapartida, se abrió un amplio campo comercial a las ciudades de Occidente: Pisa, Génova y Venecia establecieron factorías comerciales en la costa asiática, políticamente autónomas.

Un buen número de intelectuales y artistas del siglo XIX, especialmente estos últimos, retomaron el tema de las cruzadas en novelas y en pinturas. La leyenda se apoderó de Saladino “pues aparece como una figura idealizada, a medio camino entre la fantasía orientalizante y la leyenda caballeresca”. Sin embargo, hubo quienes, como el escritor francés René de Chateaubriand, describieron a las cruzadas como un enfrentamiento entre el islam y la “civilización”. El citado escritor nos dice: “Las cruzadas no fueron tan solo para liberar el Santo Sepulcro, sino para predecir quién había de dominar en la Tierra: una religión (el islam) que era el enemigo de la civilización, partidaria, por sistema, de la ignorancia, el despotismo, la esclavitud, o bien una religión que había favorecido la recuperación de la sabiduría de la Antigüedad y abolido la esclavitud”.

Sin quitar los méritos literarios de Chateaubriand, no se puede menos que deplorar su desconocimiento de la realidad: el hecho de que la dinastía abasí, en el siglo VIII de n.e., fundó la ciudad de Bagdad, a la cual llegaron, por iniciativa de sus gobernantes, los mejores intelectuales de la época, estudiosos de las matemáticas, astronomía, sabiduría clásica (en especial, la griega), filosofía, lógica, leyes, y  cartógrafos de primera línea. Así nació la Bait al Hikma o Casa de la Sabiduría, que llegó a contar con una oficina de traducción, una biblioteca y depósito de libros, y una academia de estudiosos e intelectuales llegados de todos los rincones del imperio. Se ve también que el escritor desconocía la formidable civilización que desarrollaron los musulmanes en Al-Ándalus, desde donde la ciencia se irradió a toda Europa.

Sobre estos asuntos, recomiendo el libro La Casa de la Sabiduría, del periodista y escritor británico Jonathan Lyons.

Cabe agregar que, en 1999, al cumplirse los novecientos años de la toma de Jerusalén por los cruzados, se repartió, durante el “Camino de la Reconciliación” protagonizado por un niño estadounidense, la siguiente declaración: “Sentimos en lo más hondo las atrocidades cometidas en nombre de Jesucristo por nuestros antepasados”.

Finalmente, debo indicar que tenemos las crónicas, recopilados por Malouf, de las cruzadas vistas por los árabes contemporáneos de estas. Pero eso es otra historia.

Julio de 2017

LEER Y ESCRIBIR

escritura-cuneiforme

Una casa sin libros es una casa sin dignidad.- Edmundo de Amicis

Es la mañana de un día cualquiera del año 3500 a.C., en la ciudad de Uruk, Sumer, región de Mesopotamia. Un hombre sale de su casa y se dirige apresuradamente hacia el templo, el nervio de la ciudad, el centro de toda clase de actividades. Tiene una importante tarea que realizar, ya que es grabador de tablillas de barro, en las que imprime, en caracteres cuneiformes, una buena cantidad de textos de diversa índole. Es ya una escritura avanzada, pues los caracteres iniciales, que se remontan a una época tan lejana como el año 8500 a.C., contenían símbolos numéricos y dibujos muy esquematizados. Solamente después de muchos avances, se llegó a los fonogramas, esto es, a dar sonido concreto a un determinado signo y construir así un eficiente sistema de escritura.

Para llegar a la posición que ocupa, el grabador debió cursar la primaria y la secundaria (pues, sí, Uruk contaba con escuelas que impartían clases que garantizaban una excelente enseñanza), y estudiar con ahínco hasta llegar a dominar la infinidad de signos que en un principio tenía la escritura sumeria, antes de reducirlos a una cantidad razonable, a medida que se la perfeccionaba.

Conocemos el nombre de uno de estos escribas: DUDU, inmortalizado en piedra gris, en una pequeña escultura de cuarenta y cinco centímetros, hecha hacia el año 2500 a.C., que se conservaba en el museo de Bagdad (con todas las tragedias sufridas por ese país, una de las cuales fue el saqueo de los tesoros que atestiguaban el nacimiento de la historia, no conozco si continúa en el museo o desapareció).
Al terminar la tarde, el escriba retorna a su hogar, satisfecho de haber cumplido su tarea. ¿Piensa en la enorme trascendencia que en los siglos y milenios futuros tendrá su labor? ¿Tiene idea de que, cinco mil años más tarde, sus tablillas serán descubiertas por hombres que se llamarán arqueólogos? ¿Imagina, acaso, que esa escritura se difundirá por el mundo, que sus letras tomarán muy diversas formas y que se escribirán con herramientas muy distintas de las que él usa? Seguramente, no.

La clave que permitió descifrar la escritura cuneiforme fue la Roca de Behistún, situada en la ruta de caravanas entre Bagdad y Teherán. Allí se halla un texto escrito en tres idiomas: persa antiguo, elamita y acadio, en el que se menciona al rey Darío I. Lo leyó definitivamente el orientalista y sabio inglés, Henry Rawlinson, en 1851.

Una vez perfeccionada la escritura, se convirtió en la herramienta básica de la civilización, que permitió a la humanidad avanzar sin pausa hacia estadios cada vez más altos, y abrió las puertas a infinitas posibilidades, antes nunca sospechadas. Desde entonces no fue sino cuestión de tiempo llegar a la literatura, la filosofía, la ciencia… Lo que hasta ese punto había servido para llevar anotaciones sobre producción y comercio, pasó a ser el medio de difusión del pensamiento. Había nacido el escritor. Y así, tenemos las primeras obras sumerias, referentes a sus dioses y a sus héroes. En lo sucesivo, el hombre podría comunicarse con sus semejantes, sin importar el tiempo y la distancia, y conservar ese pensamiento para las generaciones futuras, por sobre siglos y milenios.

De su lugar de origen, la escritura se difundió por todo lo que hoy llamamos el Oriente Medio, con lo que más y más pueblos aprendieron a escribir. Grecia creó su alfabeto y desarrolló una cultura excepcional; el pensamiento griego es hasta hoy una guía para la humanidad, pues Roma lo heredó y lo transmitió al mundo entero. Los árabes, asimismo, impulsaron la ciencia y alcanzaron cotas muy altas; su saber se irradió a Europa, por medio de Al-Ándalus. A ellos les debemos las primeras traducciones de autores griegos, entre ellos, por ejemplo, Aristóteles.
Y, concomitantemente con la escritura, nace el lector, ese personaje adherido a los libros, que no puede vivir sin ellos, que siente inmensa avidez por devorarlos y que escoge los temas de acuerdo con sus gustos y preferencias.

¿Hay, entre los múltiples placeres espirituales, alguno que supere a la lectura? Lo dudo. Qué satisfacción tan grande se siente al tomar el libro en nuestras manos, abrirlo e iniciar su lectura. ¿Qué de secretos ocultará? ¿Qué novedades traerá? ¿Qué nuevos conocimientos implantará en nuestro cerebro? ¿Qué sucesos históricos, avances científicos y acontecimientos de nuestro mundo nos contará? La expectativa es enorme; así pues, devoraremos una página tras otra y nos concentraremos intensamente en nuestra tarea. Pasado algún tiempo, luego de haber degustado otras lecturas, volveremos a leer los libros que más nos agradaron, lo cual nos permitirá renovar el placer original.

En su excelente libro El cerebro lector, cuya lectura recomiendo, Stanislas Dehaene nos dice:
El procesamiento de la palabra escrita comienza en nuestros ojos. Solo el centro de la retina, que se conoce como fóvea, tiene una resolución lo suficientemente precisa como para permitir el reconocimiento de las pequeñas letras. Nuestra mirada, entonces, debe moverse por la página constantemente. Cada vez que nuestros ojos se detienen, reconocemos una o dos palabras. Cada una de ellas es dividida, entonces, por las neuronas de la retina en una miríada de fragmentos, y debe volver a unirse antes de que pueda ser reconocida. Nuestro sistema visual extrae progresivamente grafemas, sílabas, prefijos, sufijos y raíces de las palabras. Finalmente, dos rutas importantes de procesamiento entran en juego en paralelo: la ruta fonológica, que convierte las letras en sonidos del habla, y la ruta léxica, que da acceso a un diccionario mental de significados de las palabras.

Y se pregunta: ¿Cómo hizo el primate humano, con un genoma sin modificaciones, para convertirse en un ratón de biblioteca? (…) El cerebro humano nunca evolucionó para la lectura. La evolución es ciega. (…) La única evolución fue cultural: la lectura en sí misma evolucionó de manera paulatina hacia una forma adaptada a nuestros circuitos cerebrales. Luego de siglos de prueba y error, los sistemas de escritura en todo el mundo convergieron en soluciones similares. Todos utilizan un conjunto de formas que son lo suficientemente simples como para almacenarse en nuestro sistema visual ventral, y están conectadas con nuestras áreas del lenguaje. La evolución cultural adaptó nuestros sistemas de escritura tan bien, que hoy en día les lleva solo unos pocos años invadir los circuitos neuronales del lector inicial. Presenté la idea de “reciclaje neuronal” para describir la invasión parcial o total que la escritura hace de áreas corticales que originalmente estaban consagradas a una función diferente.El cerebro que aprendió a leer, jamás vuelve a ser el mismo. Y el cerebro que lee asiduamente adquiere destrezas de las que carece el que no lee. Y el beneficio es aún mayor cuando la lectura se efectúa en voz alta.

La lectura nos da acceso, no solo a nuestro planeta y a todo lo que en él ocurre en la actualidad, sea cual sea la materia que nos interese, sino que nos permite conocer sucesos ocurridos hace poco o mucho tiempo y adentrarnos en el conocimiento que mentes privilegiadas han puesto a nuestra disposición; nos beneficiamos así del trabajo y el saber de estos seres maravillosos; podemos “escuchar” a personajes de otras épocas y “conversar” con ellos; es más, tenemos todo el universo a nuestro alcance. Ya lo dijo Francisco de Quevedo (citado por Dehaene en su libro): “Retirado en la paz de estos desiertos, / con pocos, pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos. En fin, no hay manera de describir con exactitud lo que el espíritu siente al leer.

El autor ya mencionado nos dice: De los numerosos tesoros culturales, la lectura es, por mucho, la gema más preciosa: encarna un segundo sistema de herencia que tenemos el deber de transmitir a las generaciones que siguen.

Y, finalmente, cita a Jacques Amyot (1513-1593): La lectura, que complace y beneficia, que al mismo tiempo deleita e instruye, tiene todo lo que uno podría desear.
¿Y qué nos dijo el gran Borges? He aquí: Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído.

La lectura, ese refinado deleite que con la escritura nos legaron los sumerios, está al alcance de todos. No tenemos sino que dar el primer paso, leer la primera línea, y la magia se desplegará ante nuestros ojos.
Fina Crespo
Septiembre de 2016

EL TRABAJO

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El trabajo nace con la persona, va grabado sobre su piel.
Y ya siempre le acompaña como el amigo más fiel. – Canción.

Y a Adán le dijo (Dios): Por cuanto has escuchado la voz de tu mujer y comido del árbol de que te mandé no comieses, maldita sea la tierra por tu causa: con grandes fatigas sacarás de ella el alimento en todo el curso de tu vida. (Gén. 3, 17).

Espinas y abrojos te producirá, y comerás hierbas de la tierra. (Gén. 3, 18).
Mediante el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra de que fuiste formado: puesto que polvo eres y a ser polvo tornarás. (Gén. 3, 19).

Y dijo el Señor Dios: Ved ahí al hombre que se ha hecho como uno de nosotros, conocedor del bien y del mal; no vaya ahora a alargar la mano y tome también del fruto del árbol de la vida y coma de él, y viva para siempre. (Gén. 3, 22).

Como vemos, el trabajo es una maldición que recayó sobre el hombre por su desobediencia. Y así se lo ha considerado, al menos en la tradición judeo-cristiana, durante siglos. Sin embargo, pensemos por un momento y hagámonos algunas preguntas: ¿Hasta qué punto es el trabajo algo penoso, insufrible, fatigoso? ¿Es algo extraño a la naturaleza humana? ¿Hemos nacido para pasar la vida sin dedicarnos a nada, sin una meta, sin una ocupación que dé sentido a nuestros días? ¿Podemos ver, indolentemente, pasar las semanas, los meses y los años, sin que produzcamos nada y desperdiciemos así el tiempo (por lo demás, efímero) que nos ha sido dado?

Quizá durante mucho tiempo fue ese el ideal de la buena vida, tal y como dijo un humorista: “Qué bello es no hacer nada y luego descansar”. Quien ha considerado la ociosidad como una opción de vida no es otra cosa, lisa y llanamente, que un vago de siete suelas.
Hubo una época en que el trabajo se consideró un oprobio, que era para las clases bajas, pues los nobles únicamente podían elegir la carrera de las armas (al menos, hacían algo, aunque ese algo era horrible y destructor: la guerra). La esclavitud, baldón de la humanidad desde hace milenios –pues no ha desaparecido, como muchos ingenuos creen– se estableció para que quienes, por una razón o por otra caían en ese estado, realizaran todas las tareas más penosas y difíciles; no obstante, pienso que ellos, en sus duras ocupaciones cotidianas, al menos tenían en qué utilizar su día, y no pasar la vida dedicados a… nada. Quién sabe a cuántos de ellos, esclavos u obreros supuestamente libres, les debemos maravillas tales como las pirámides, los palacios, las catedrales. A quienes, encadenados al remo y bajo el látigo del cómitre, llevaron los navíos hacia tierras ignotas y mostraron al mundo todos los secretos que guardaban esos lejanos lugares, les debemos el avance de la civilización. A los escribas, que allá, en Sumeria, hace miles de años grababan en tablillas de arcilla sus signos cuneiformes, les debemos el más grande regalo que hombre alguno haya dado a la humanidad: la escritura. A quienes, bajo soles abrasadores, conducían arado y bueyes y cultivaban la tierra, les debemos el alimento, “el pan nuestro de cada día”. Y nosotros, los que hoy por hoy todavía poblamos el mundo, ¿a quiénes, aparte de nuestros padres, debemos mucho de lo que somos? A nuestros queridos y esforzados maestros, que se dedicaron a una de las más nobles tareas: instruir y educar.

Estos son solo unos poquísimos ejemplos de los infinitos trabajos que ha desempeñado el hombre en su búsqueda de horizontes más amplios, de mejores modos de vida, de conocimiento, de superación.

Es tan importante el trabajo, que ya desde cientos de miles de años atrás, sin esperar ninguna maldición bíblica, los homínidos, a base de esfuerzo y denodado trabajo (impulsados por la evolución), dejaron de serlo y se convirtieron en homo sapiens; desde entonces, no han cejado en su empeño de avanzar cada vez más: inventaron la rueda; desarrollaron la agricultura (con lo que dejaron de ser cazadores-recolectores y optimizaron la consecución de los alimentos); inventaron dioses y les levantaron templos; dictaron leyes y organizaron magníficas sociedades; construyeron ciudades cada vez más sofisticadas, para vivir en sociedad; navegaron y descubrieron tierras; inventaron la gastronomía; estudiaron el organismo del hombre y del animal; inventaron la máquina de vapor, el tren, el avión y los cohetes; desentrañaron los misterios de la naturaleza; inventaron la escritura; descubrieron el ADN y la estructura del genoma humano; compusieron música; estudiaron el cosmos; en fin, hicieron posible la vida tal como la conocemos. El saber humano es tan inmenso, que no es posible enumerar todos los vastísimos campos que abarca.

Y ya que estamos en el tema, ¿qué habría sido de nosotros sin el trabajo? El esfuerzo diario, unido al afán de aprender y mejorar cada día, y las duras jornadas, que muchas veces iban más allá de las reglamentarias horas laborables, ampliaron nuestro horizonte; nos permitieron apreciar las excelencias de la disciplina y saber que sin ella no se llega a ninguna parte; y, sobre todo, nos dieron libertad, no solo la económica, sino otra, la más importante, esto es, el hacernos cargo de nuestra vida, decidir por nuestra cuenta y riesgo, y no permitir que nadie interfiriera en nuestras actividades. Además, nos dimos cuenta (no todos, pero sí muchos) de que, aunque el dinero es necesario y hasta indispensable para vivir, no se debe trabajar exclusivamente por la recompensa pecuniaria: lo fundamental es amar el trabajo, hacerlo con alegría, con esmero y dedicación; solo así, cuando llega la edad del retiro porque hay que dar paso a los jóvenes, nos alejamos del trabajo remunerado, sí, pero llevamos ya impreso el sello de personas activas y continuamos laborando; ojalá lo hagamos hasta el final de nuestra existencia.

¿Maldición? ¡No, de ninguna manera! El trabajo es una de las más grandes bendiciones que recibimos en la vida.

Fina CrespoAgosto de 2016

APÉNDICE:

No nos viene mal un poco de información sobre la palabra trabajo: su etimología y significado.

¿Qué nos dice Corominas? Veamos: TRABAJAR, del latín vulgar TRIPALIARE “torturar”, derivado de TRIPALIUM “especie de cepo o instrumento de tortura, compuesto de TRES y PALUS, por los tres maderos que formaban dicho instrumento; en castellano antiguo y hasta hoy en día, trabajo conserva el sentido de “sufrimiento, dolor, pena”; de la idea de sufrir se pasó a “esforzarse” y “laborar”. Primera documentación: Berceo. (…) TRABAJO no viene directamente de TRIPALIUM, sino que es postverbal de trabajar, de fecha ya antigua, pues es común a todos los romances de Occidente. (…) Ya desde 1400, laborare y labor se traducían por trabajar y trabajo. Y desde el siglo XVI, esta acepción es la normal. (…) Ya en Nebrija: “trabajo: labor; trabajosa cosa: laboriosa; trabajar: laboro”.
AUTORIDADES nos dice, como primera acepción: “TRABAJAR. Ocuparse en cualquier exercicio, trabajo ú ministerio, que haga cessar, y faltar el ocio”. (La ortografía es la de la época).
¿Y qué dice el DILE sobre trabajar? Veamos su primera acepción, que es la que nos interesa: 1. Ocuparse en cualquier actividad física o intelectual.
Interesante, ¿verdad?

FRASES SOBRE EL TRABAJO:

Aristófanes: ¡Quieran los dioses que cada uno desempeñe el oficio que conoce!

Balzac: En el trabajo olvido mis sufrimientos… ¡El trabajo es mi salvación!

Baudelaire: El mejor remedio contra todos los males es el trabajo.

Cantú: El pan más sabroso y las comodidades más gratas son las que se ganan con el propio sudor.

Carlyle: Bienaventurado el que ha encontrado su trabajo; que no pida más.

Horacio: El placer que acompaña al trabajo pone en olvido la fatiga.

Jefferson: El trabajo hecho con gusto no cansa jamás.

Pascal: Cuando alguien se queja de su trabajo, que lo pongan a no hacer nada.

Séneca: Ningún día es demasiado largo para el que trabaja.

Lichtenberg: No se duerme para dormir, sino para trabajar.Marco Aurelio: Encaríñate con tu oficio, por pequeño que sea, y descansa en él.

Rousseau: Trabajar es un deber indispensable al hombre social. Rico o pobre, fuerte o débil, un ciudadano ocioso es un bribón.

Tolstoi: La condición esencial de la felicidad del ser humano es el trabajo.

***

¿Y qué nos enseñó nuestra madre, en la más tierna infancia? He aquí dos ejemplos:
-Caballito que corres uncido al carro, / dime por qué brilla tu pelo tanto. / ¿Cómo te lo compones? / -¿Cómo? Sudando.
El buey arrastra el arado / la oveja da su vellón / el perro cuida el ganado /caza el gato más medroso/ su ratón. Solo el ocioso / es animal sin destino.

***

PADRE

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Allá, cuando comenzaba la vida, tuvimos la dicha de ver a nuestro lado, en todo momento, una figura esp
ecialísima, que imponía respeto y obediencia, pero que a esa imagen de fortaleza y virilidad aunaba el amor y la ternura, y prodigaba sabias enseñanzas y consejos que habrían de acompañarnos y guiarnos durante toda nuestra existencia.

El padre es el hombre que sacrifica su comodidad, y muchas veces hace a un lado sus propias aspiraciones; lo da todo por su familia, por el bienestar y educación de sus hijos, y les enseña el camino de la rectitud y del honor.

Muchos hemos tenido la suerte de que ese hombre fuera nuestro padre biológico; pero muchos otros, a quienes el destino se lo arrebató, por una razón o por otra, tuvieron no menor suerte al encontrar quien los amparase y cumpliera con ellos la sacrificada labor de padre como si fuese su progenitor, aunque no hubiera lazos de sangre entre unos y otros. Porque ser padre no es solamente engendrar: es dedicar al hijo un gran amor, con todo lo que ello significa: el trabajo y el fruto de ese trabajo; ayuda en sus problemas, de la índole que fueran; tiempo, sobre todo, especialmente cuando todavía es niño o adolescente, y energía y ternura; y, a la vez, debe darle normas de vida, de modo que cuente con una guía fiable que lo apoye a lo largo del camino que habrá de recorrer.

Si hacemos un esfuerzo con nuestra memoria y retrocedemos a nuestros primeros años, recordaremos cuánto nos asombraba el hecho de que papá lo sabía todo; no había pregunta que le hiciéramos, que no encontrara la respuesta acertada. Más tarde, cuando ya llevábamos recorrido un buen trecho de nuestro camino, pudimos apreciar cuánto había que vivir para saber tanto, y que ese saber (la verdadera sabiduría de la vida) se adquiría a fuerza de experiencia, de lucha y de trabajo. Todo eso ya lo había pasado nuestro padre; y solo, al ser ya adultos, pudimos entenderlo.

Por todo ello, los padres son merecedores de todo el respeto, amor y consideración de parte de sus hijos.

El Eclesiástico nos dice lo siguiente acerca de la piedad filial:
“Honra a tu padre con obras y con palabras y con toda paciencia. Para que venga sobre ti su bendición, la cual te acompañe hasta el fin.” (Eclo. 3, 9-10).

“Hijo, alivia la vejez de tu padre, y no le des pesadumbres en su vida. Y si llegase a volverse como un niño, compadécele y jamás lo desprecies por tener tú más vigor que él, porque los beneficios hechos a un padre no quedarán en el olvido.” (Eclo. 6, 14-15).
Con seguridad, todos nosotros, con la debida oportunidad, cumplimos con el deber de amar y respetar a nuestro padre, cuyo recuerdo y sabias lecciones perdurarán en nuestra mente hasta el final de la vida.

Ustedes, amigos, los varones del grupo, son ya esos padres sabios, los que cumplieron a cabalidad las sagradas obligaciones de la paternidad, y con justicia, ahora, en esta amigable reunión, se les rinde un merecido homenaje, que no es sino una pequeña prolongación del que seguramente recibieron de sus hijos en la fecha precisa.
Les deseo, de corazón, luengos años de vida, durante los cuales tengan siempre el amor y el respeto de sus hijos.

Fina Crespo
Junio de 2016

MI MÁQUINA DE ESCRIBIR

MiMaquinaDeEscribirEstoy sentada frente a la computadora, maravilla de la tecnología actual, en la que escribir se convierte en una tarea sumamente sencilla, ya sea por la suavidad de su teclado, ya porque cometer un error es muy fácil corregirlo, ya porque en ella misma podemos archivar un documento, ya porque no necesitamos papel ni tinta, y porque, para remitir ese mismo documento a su destinatario, no requerimos ni siquiera de oficina de correos.

Todo ha cambiado: el avance tecnológico permite efectuar tareas complejas en muy breve tiempo, lo cual antaño era impensable. Muchos objetos que fueron indispensables en su época han caído en desuso, por haberse vuelto obsoletos. Entre ellos está uno que antiguamente era imprescindible en toda oficina, desde la más sofisticada hasta la más humilde: la máquina de escribir. Sus orígenes se remontan al siglo XIX, y en el XX alcanzó su máximo esplendor. Desde las Underwood y Remington de los años cuarenta y cincuenta, que eran la última palabra por su elegancia y suavidad, hasta las Olivetti y otras marcas menos conocidas, todas ellas eran las reinas de las oficinas, sin cuyo concurso no era posible desarrollar el trabajo cotidiano. Las Remington, negras, sobrias, eran de una suavidad extraordinaria; sobre su teclado, que movía tipos élite o pica, los dedos se deslizaban a toda velocidad, alegremente, con entusiasmo, a sabiendas de que se estaban elaborando documentos que parecían importantes. Pasaron los años, las décadas, y todos esos papeles perdieron su importancia; quizá los más necesarios pasaron al microfilme, con lo que también el original, “el precioso original”, desapareció, sin que ese hecho tuviera ninguna repercusión.

Llegó la época de la máquina de escribir eléctrica, allá, cuando daba mis primeros pasos en el mundo laboral. Cuando me inicié en mi segundo trabajo, el que habría de conservar por muchos años hasta la jubilación, me asignaron una máquina de escribir marca ADLER, preciosa, de un tipo de escritura muy hermoso, de color habano clarísimo, fuerte, resistente y durable. En ese entonces era la octava maravilla.

Hoy, frente a la computadora en que escribo estas líneas, he recordado a mi bella máquina de escribir. No era propia; no la compré; no pagué un centavo por ella; pero era mía, porque la utilicé en exclusiva. Al llegar todas las mañanas a la oficina, la primera tarea era quitarle el forro a mi máquina de escribir: allí estaba siempre, esperándome, para juntas emprender y cumplir la cotidiana labor. ¡Oh!, el teclado eléctrico. No se podía seguir el movimiento de los dedos, dada la velocidad a la que pulsaban las teclas, lo cual producía un sonido uniforme, que no por ser en cierto modo monótono dejaba de ser estimulante: el sonido del trabajo; el que, con su herramienta, produce la persona que forma parte del inmenso mundo laboral, de los que hacen las cosas, de los que crean; en fin, la sinfonía de la vida.

Mi maravillosa máquina de escribir fue el instrumento que me ayudó a ganarme la vida y  que me impulsó, al escribir y escribir diariamente, a mirar horizontes mejores y alcanzarlos; a ver que las posibilidades no se circunscribían a mecanografiar correctamente documentos ajenos, sino que, principalmente, se concretaban en la producción personal, en la creada por el propio intelecto, que nos lleva a lanzarnos al país de la creatividad y alcanzar cotas, quizá modestas, pero privativas de cada cual.

Mi querida máquina de escribir, silenciosa hasta que cobraba vida al contacto con mis manos, me acompañó durante las largas noches en que tenía que trabajar en tareas que no eran de la oficina, sino ajenas a ella, con las cuales podía ganar algo más para el diario sustento, cuando la paga mensual no alcanzaba para cubrir todas las necesidades.

Mi bella máquina de escribir fue mi compañera inseparable durante muchos años. Cuando la utilicé por última vez y dejé para siempre mi trabajo, cómo me habría gustado poder llevármela conmigo, como un recuerdo de la vida que dejaba atrás. No era posible hacerlo, y ahí quedó, silenciosa como siempre, quizás a la espera de que otras manos, con su contacto, le dieran vida. Pero ese momento no llegó: había empezado una nueva era, la de la computadora, que desplazó por inútiles esas viejas herramientas que en su día fueron tan apetecidas.

¿A qué oscuro desván la habrán relegado, con  qué hierros viejos la habrán arrumado, en qué habrá terminado su ya inútil vida? ¿Subsistirá tal vez en alguna buhardilla, condenada a la oxidación y al olvido? ¿Qué será de ella?

Sí, llegó otra era, que relegó a la máquina de escribir al cuarto de los trastos viejos. Pero ella no siente; no sabe que ya no sirve, que sus días de utilidad terminaron, que no es sino un despojo de una época y de un mundo desaparecidos. También yo he envejecido; también pertenezco a ese mundo que quedó en el pasado; como decía José Larralde en una de sus bellas canciones: Yo fui también / cardo y gramilla / de las orillas / del tiempo aquel; también formo parte del grupo de personas que ya no tenemos injerencia en los asuntos de actualidad.

Ha pasado mucho tiempo, casi tres décadas, desde que vi por última vez a mi máquina de escribir. Hoy la recuerdo con cariño y sé muy bien (aunque ello no me perturba) que en algún momento futuro, más tarde o más temprano, su recuerdo se extinguirá con mi propia vida.

 

Fina Crespo
Febrero de 2016

EL TIEMPO

el-tiempoLa palabra tiempo, por sí sola, tiene algunas acepciones; combinada con otras, forma locuciones con diverso significado. Así tenemos, entre otras, tiempo pascual, muerto, inmemorial, geológico, absoluto y unas tantas más. Para los propósitos de este artículo nos interesan principalmente estas tres:

1ª. Duración de las cosas sujetas a mudanza;

2ª. Magnitud física que permite ordenar la secuencia de los sucesos
estableciendo un pasado, un presente y un futuro; y

3ª. Época durante la cual vive alguien o sucede algo.

El hecho de vivir en un planeta sujeto a ciclos (orto y ocaso del Sol, período de lluvias y sequía, épocas de siembra y cosecha, sucesión de las estaciones, por ejemplo), han incidido en que, desde que la civilización tiene memoria, se haya considerado que el tiempo fluye homogéneamente desde un pasado a un futuro. Así lo conceptuaba Newton; pero varios científicos modernos han desechado esta idea ante la imposibilidad de demostrar que el tiempo verdaderamente fluye.

Nosotros, habitantes de un planeta que es menos que una partícula en el universo, nos hemos acostumbrado a ver el tiempo, en el sentido de duración de las cosas, como un elemento más de  nuestro diario vivir, como el aire y el agua. Pero no es así. Realmente, el tiempo no existe como elemento de la categoría de los dos nombrados, porque tan solo es un convencionalismo en el que nos hemos puesto de acuerdo para determinar la duración de nuestro paso por la vida y de lo que nos rodea. Miradas así las cosas, nosotros mismos somos el tiempo: lo tenemos mientras vivimos; se nos termina en el momento de morir. Es, en suma, una creación de la mente.

Nuestro tiempo… el personal, el que consideramos corto o largo según recordemos o esperemos; ese tiempo que en la niñez nos parece eterno, es menos que una ráfaga. Los científicos Marcelino Cerejido y Fanny Blanck-Cerejido nos dicen:

A escalas geológicas, que duran miles de  millones de años, la vida de un hombre, desde huevo fecundado hasta cadáver, parece poco menos que una explosión. Nos queda claro, entonces, que modas, muebles, aparatos, personajes, instituciones, imperios, ciudades, especies biológicas, montañas, continentes, sistemas planetarios, galaxias y el universo entero no son más que configuraciones más o menos pasajeras que va adoptando la materia. (…) Desde esta perspectiva, la historia de un organismo aparece como una serie de crisis y transiciones: en un huevo fecundado las células se dividen y forman una masa (mórula) que no se queda como tal, sino que luego se ahueca (blástula) y más tarde se invagina (gástrula), y pasa después por otros estadios que incluyen los de embrión, feto, niño, adolescente, adulto, anciano y cadáver.

También el organismo humano está sujeto a ciclos, lo cual, según parece, nos produce una ilusión: el sentido temporal, por el cual creemos darnos cuenta de que el tiempo transcurre, lo que nos lleva a la tesis ya expuesta, de que el tiempo somos nosotros mismos. Ese supuesto fluir del tiempo encuentra asidero en que lo medimos y en que para esa medición hemos creado máquinas llamadas relojes. La verdad es que esa medida se fundamenta en la duración de ciertas oscilaciones, cuyo transcurso se ha definido convencionalmente con la palabra segundo, transformada en unidad del tiempo como magnitud física, en el Sistema Internacional. El moderno avance de la ciencia le da una definición muy precisa, basada en conocimientos exactos; pero referirse a ello  no es el objetivo de este artículo.

La idea de medir los ciclos de la naturaleza, así como la duración de los seres humanos, de los animales y de los objetos, se pierde en la noche de los tiempos. Y ya, cuando empieza la historia (en Sumeria, por supuesto), la medición del tiempo es cosa corriente. Los caldeos, los asirios, los babilonios y los egipcios lo hacían. El Sol, nuestro astro, era el punto de partida para conocer la hora. Kidinnu, astrónomo caldeo del siglo VI a.C., calculó el movimiento del Sol con una exactitud tal, que solo fue superada en el siglo XX.  Hemos de recordar que los caldeos, los babilonios y los griegos no conocían el telescopio.

Con el avance del conocimiento, se dividió el tiempo en días, semanas, meses y años. La semana de siete días se la debemos a los caldeos. En Egipto, el ciclo anual empezaba el día en que la estrella Sirio aparecía en el horizonte.

Después de los relojes solares y los de agua, apenas en la baja Edad Media aparece el reloj mecánico. Poco a poco fueron perfeccionándose estas máquinas, hasta tener en la actualidad relojes de una precisión extraordinaria.

Aparecieron más tarde los calendarios. Los de los griegos eran lunisolares. Los primeros calendarios romanos que se conocen están grabados en piedra. El más antiguo es el de Antium, de mediados del siglo I a.C., y mencionaba las calendas, los idus y las fiestas. Más tarde, estos calendarios de piedra se sustituyeron por rollos de papiro, a los que se añadieron secciones de astronomía y astrología.

El calendario azteca descuella entre los de las culturas y civilizaciones precolombinas; el que se exhibe en el museo nacional de México tiene grabados numerosos datos de astronomía; en otros aparecen fechas, nombres de los dioses, de ciudades, de personajes, etc. Los mayas tenían el año de 365 días,  con un año bisiesto cada cuatro, mucho antes de que en Europa se regulara así el tiempo.

El calendario juliano lo implantó Julio César, en el siglo I a.C. En él se estableció el 1° de enero como el día inicial del año. El gregoriano reformó el anterior; esta reforma la ordenó el papa Gregorio XIII y es el que rige en la actualidad. Para corregir algunos defectos que tiene este calendario, se han propuesto varios proyectos de reforma, pero hasta ahora no han pasado de ser solo proyectos.

Muchas culturas han tenido sus calendarios, pero nos hemos limitado a mencionar aquí  únicamente los más importantes.

Todo lo anterior nos demuestra que el hombre ha dado enorme importancia al tiempo, al punto de preocuparse por medirlo. Todo ello no es cosa actual, sino que viene desde tiempos inmemoriales. Lo ha considerado un elemento que fluye,  que existe; ha querido aprisionarlo, regirlo, someterlo a normas, extenderlo a límites que antiguamente no podían ni imaginarse (se habla de vivir hasta ochocientos o mil años); sin embargo, esta creación de nuestra mente encuentra su final en nuestra mortalidad. La vida demasiado larga acarrea su propio fantasma: una dilatada ancianidad, que el que muere joven no llega a conocer.

Cerejido y Blanck-Cerejido nos dicen:

La senectud es enteramente artificial; es un producto de la civilización. Más aún: su duración es proporcional al grado de civilización, a la capacidad que tiene una cultura de remendar la vida de su gente y de sus animales. (…) Hoy los ancianos ya no son considerados como los depositarios de la sabiduría y de la historia, y la velocidad con que se producen los cambios tecnológicos, culturales y  geográficos tiende a dejarlos de lado. A su turno, los jóvenes se alejan de los ancianos, en virtud del temor y la culpa que inspiran la muerte y los que, virtual o concretamente, están cerca de ella. Así como para el niño la muerte es siempre la muerte de otro, para el adulto maduro la muerte de otro siempre refiere a la propia.

Por lo menos hasta el momento, pese a su incansable búsqueda, el hombre no ha encontrado la fuente de la eterna juventud. Así pues, a más tiempo sobre la Tierra, mayor período de ancianidad.

La siguiente anécdota se ha atribuido a varios personajes célebres: alguien muy famoso se jactaba de haber alcanzado una avanzada edad porque jamás había fumado ni bebido, siempre se había retirado temprano a descansar y jamás había caído en excesos en la comida o en su vida sexual. A todo ello, un colega le replicó: “Pero, mi querido amigo, usted no vive: usted dura”.

¿Qué es mejor? ¿Vivir o durar? La respuesta es obvia.

Cuando vemos, día a día, que se agota cada vez más nuestro capital de tiempo, lo mejor que podemos hacer es saborear la vida, aquilatarla en lo que vale y no desperdiciarla en tareas inútiles o en quejas más inútiles todavía. Ahora mismo estamos en el turno de vivir. Por tanto, ¡VIVAMOS!

Frases acerca del tema:

De autor desconocido: El primer error fue la invención del calendario. Ello condujo con el tiempo a la implantación de los lunes.

J. L. Borges: Estamos hechos, en buena parte, de nuestra propia memoria. Esa memoria está hecha, en buena parte, de olvido.

Angelus Silesius: Tú mismo haces el tiempo. Tu reloj son tus sentidos.

Cesare Pavese: No recordamos días, sino momentos.

Quevedo: Soy un fue, y un será, y un es, cansado.

Proverbio francés: La vida es una cebolla que uno llora mientras la va pelando.

Porchia: Uno vive con la esperanza de volverse una memoria.

Unamuno: Escapar a la muerte ha sido el núcleo de las religiones.

Cerejido: El deseo, podría decirse metafóricamente, es la presencia del futuro en el presente, de algo que aún no se ha realizado. Es la presencia de una ausencia.

Raoul Dufy: La naturaleza, mi querido señor, es solo una hipótesis.

Albert Einstein: El tiempo y el espacio son esquemas con arreglo a los cuales pensamos, y no condiciones en las que vivimos.

 

Fina Crespo
Mayo de 2011

 

 

 

PADRE

mafalda_papa “Viejo, mi querido viejo. Yo soy tu sangre, mi viejo; soy tu silencio y tu tiempo”. Estas palabras, tomadas de la bella canción que Piero ha cantado para siempre, están dedicadas al hombre que, desde el inicio de la vida, se halla presente en la conciencia y en el corazón de todo ser humano. Es el padre, que para el niño representa el amparo, la fuerza, la valentía, el sustento y, cómo no, también el amor y la ternura. Para el adulto, el padre es el hombre lleno de sabiduría, orientador y consejero en todo momento y circunstancia, el apoyo en las dificultades y el amigo incondicional.

El oficio del padre no es miel con hojuelas. Es una labor dura, que requiere de esfuerzo, sacrificio, trabajo y dedicación. Un gran pensador ya lo ha dicho: “El hijo es un acreedor dado por la naturaleza”. No es padre solamente el que ha engendrado: es el que ha entregado su vida, sus ilusiones, sus afanes y sus recursos, a quienes llegan a ser parte importantísima de sí mismo. Tanto es así, que hay una clase especial, muy especial, de padre: el que cría, ampara y educa, como si fueran suyos propios, a niños que han perdido a su padre biológico, sea por defunción, incapacidad, miseria extrema o  abandono.

El auténtico padre es la persona que ostenta, muy merecidamente, el título de cabeza del hogar, porque provee del alimento corporal y espiritual a sus hijos, los conduce por la senda correcta, y les prodiga su amor y sus cuidados. Es el paradigma en que se han de inspirar, y es quien, con su conducta,  señala el derrotero para que ellos lleven una vida digna y ejemplar.

Es conocida la forma de pensar de un hijo con respecto a su padre:

A los ocho años de edad: “Mi padre lo sabe todo”.

A los trece años: “Poco sabe mi padre”.

A los quince y durante toda la adolescencia: “Mi padre no sabe nada”.

A los treinta años: “Algo sabe mi padre”.

A los cuarenta: “Mi padre sabe mucho”.

De los cincuenta en adelante: “Qué sabio era mi padre”.

Esta es una realidad. Frente a la educación que el padre imparte, los hijos se rebelan, no soportan a su progenitor, quieren que “los deje en paz y  que no se meta en sus vidas”. Más tarde, cuando llega la hora de enfrentar la vida, cuando ven que el mundo que iban a conquistar no los espera con los brazos abiertos, cuánto necesitan los hijos de su padre, de ese hombre que poco a poco pusieron a un lado, pero que siempre está ahí para ayudar, aconsejar, consolar. Y es entonces cuando aprecian la sabiduría de su viejo.

Bajo la sombra paterna se forja el ser humano. En la personalidad del adulto subyacen muchos de los rasgos del padre, porque sus enseñanzas, su saber, su cultura, quedan impregnados en el alma y en el corazón del hijo.

Los vástagos la corona de gloria del padre. Los padres son los hombres esforzados, trabajadores, íntegros, que han formado hijos dignos de pertenecer a su estirpe. Ellos perpetuarán su nombre y sus virtudes; heredarán su reciedumbre, su tenacidad, su valor. Merecen, con toda justicia, su amor, gratitud y veneración. Y el nombre, tan dulce y tierno en los labios del hijo: papito.

Fina Crespo

Mayo de 2014

LA FELICIDAD

LaFelicidadTodos los seres humanos anhelan la felicidad. Cada cual, por diferentes caminos, la persigue. Pero ¿qué es la felicidad? Si nos atenemos a lo que dice el gramático, es el estado del ánimo que se complac

e en la posesión de un bien. Claro está que esa definición no nos dice si se trata de un bien espiritual o material, y no abarca la sutil gama de significados que cada uno puede darle.  ¿Quién puede, entonces, definirla?

Veamos qué nos dice un sabio hindú: La posesión y disfrute de bienes materiales, sin paz interior,
equivale a morirnos de sed mientras nos bañamos en un lago. Si bien debe evitarse la pobreza material, debemos aborrecer la pobreza espiritual, porque es la pobreza espiritual, y no la carencia material, la que constituye la base del sufrimiento humano.

Leamos un haiku (poema japonés):

             Corto madera

             Saco agua

             Es maravilloso.

¿No son, acaso, lecciones llenas de sabiduría estas sencillas palabras? Pero la naturaleza humana es tal, que pocas son las personas que llegan a conocer la esencia misma de la vida. Si mañana hemos de partir; si ninguna fortuna, ninguna grandeza, son perdurables; si la muerte nos acecha a todos, ¿por qué perseguir una supuesta felicidad fundamentada en la posesión de riquezas? ¿Por qué tiene que ser mejor llorar en un palacio que en la calle? ¿No es igual el dolor? ¿Por qué sacrificar la vida a la persecución de un imposible?

La publicidad, destinada como está a que las grandes empresas hagan más y más dinero cada día, nos ha vendido ideas equivocadas. Por ejemplo, una gaseosa de fama mundial presenta su producto con una frase adjunta: Destapa la felicidad. ¿Es acaso posible que la dicha se encuentre dentro de una botella? ¿Qué vacío espiritual induce a las personas a dejarse llevar por semejantes promesas? Y es un hecho que se dejan llevar, porque la gaseosa en cuestión tiene un éxito formidable.

La felicidad, como tantas otras cosas en las que cree la gente, no es sino un concepto, no una realidad. Pregunte a sus amigos qué entienden por felicidad, y una gran mayoría contestarán algo parecido a esto: Son contados momentos de euforia y exultación. El primer califa de Córdoba, Abderramán III, que gobernó por varias décadas, dijo, al final de su vida, que había sido un monarca muy poderoso, amado por sus súbditos y exitoso en su gestión, y que, sin embargo, pese a sus riquezas, a su fama, solamente había tenido catorce días de felicidad en todo ese tiempo.  Está claro, por tanto, que la famosa y perseguida felicidad no produce un estado permanente de gozo o complacencia. En general, es algo que está siempre más allá, como la zanahoria que trata de alcanzar el borriquito. En consecuencia, es inútil perseguirla.

Si alguna forma de felicidad existe, se encuentra en aquello que trasciende lo tangible. Y no es algo que esté fuera de  nuestro alcance. Se llama, como dijo el sabio mencionado al principio de este artículo, PAZ INTERIOR. Y para lograrla no es necesario poseer belleza física, ni fortuna, ni la “parlera fama” que desprecia Olmedo. Basta con trabajar en nuestra mente, en nuestro yo interior, para conseguir la ataraxia de que hablaban los griegos. Esa paz interior nos permite atravesar la vida sin sobresaltos, sin angustia, en la seguridad de que todo es pasajero; de que ningún problema es eterno; de que los sufrimientos y contratiempos nos fortalecen, en lugar de aniquilarnos. La paz interior, que es un estado permanente, nos enseña que la tan ansiada felicidad no es una meta; que esa paz debemos buscarla en el camino.   Nos permite recorrerlo con el corazón alegre y tranquilo, porque el gozo está en la travesía, mientras el barco está en el mar y no solo cuando ha llegado a puerto.

No en vano dice el sabio: Cultiva las macetas de tu ventana, en lugar de soñar con un mágico jardín lejano.

Y también: De las muchas formas en que puede dividirse a la humanidad, se halla esta: las personas que emplean su vida en conjugar el verbo ser, y las que se pasan la vida conjugando el verbo tener.

Las personas que buscan felicidad en la acumulación de bienes materiales, que muchas veces ni siquiera alcanzan a disfrutarlos plenamente, son tan pobres de espíritu, que lo único que tienen es riqueza material. Tienen un vacío interior que ninguna fortuna puede llenar. Hacen depender su estabilidad emocional de miserables bienes que, como dice el evangelio, los consume el orín y la polilla. Si desaparecieran esos bienes, ¿qué les quedaría? La nada.

Escuchemos a otro sabio: Las cosas que tú tienes, en realidad te tienen a ti; tú no eres el amo de tus cosas, sino su esclavo.

Acumulemos, pues, riqueza interior. Esa nos acompaña toda la vida y desaparece únicamente con nuestra muerte. Cuando pasan los años, cuando la vida casi se ha ido, nada tenemos sino lo que hemos guardado en nuestro espíritu. A ello recurrimos cuando el dolor nos abate, cuando la soledad nos llega. Esa riqueza es tan grande, que por más dispendiosos que seamos, nunca se agotará. Estará allí para reconfortarnos, para darnos alegría y entusiasmo, y  sentido a nuestra existencia.

Fina Crespo

Abril de 2014

SOBRE PAZ INTERIOR Y SOBRE POBREZA ESPIRITUAL

paz interiorLa paz interior es un estado del ánimo que se puede alcanzar en la vida y que no es gratia gratis  data, sino que es producto de un aprendizaje que dura la vida entera, porque todo es perfectible a medida que nos empeñamos en conseguirlo. Es fruto de una introspección y de una profunda reflexión sobre la vida misma; es un continuo filosofar sobre temas que nos atañen a todos, como, por ejemplo, la felicidad, el amor, la religión, el dinero, el trabajo y otros por el estilo, que sería largo enumerar.

La paz interior nada tiene que ver con la bonanza económica o con el sistema político en el que nos toque vivir, porque estos dos asuntos dependen de factores cuyo dominio no está en nuestras manos. Si condicionamos nuestra paz interior a circunstancias como esas, jamás la alcanzaremos, porque no se trata de un bien tangible, ni se fundamenta en una coyuntura material.

Dice Sócrates: Cuando todas las cosas son similares para nosotros, más nos parecemos a los dioses. Y un amigo, buen pensador, me dijo: Aunque estés en un calabozo, con cadena y bola de hierro en los pies, serás libre si tu espíritu es libre. Y cito a otro sabio: No podemos dirigir el viento, pero podemos ajustar las velas.

¿Qué significa todo esto? Que la única libertad que existe es la del pensamiento, y que el libre albedrío se halla en nuestra mente, porque bienestar o desdicha no dependen de lo que sucede a nuestro alrededor, sino de cómo pensamos respecto a ello. Si modificamos positivamente nuestros pensamientos, modificamos igualmente nuestro mundo.

La persona que disfruta de paz interior no teme al día que no ha visto llegar; no siente miedo de posibles catástrofes que probablemente no lleguen a suceder. Mira la vida y la acepta como es. Sabe que está matizada de alegría, dolor, risas, lágrimas, salud, enfermedad, pérdidas y ganancias; y, como colofón, la muerte, consecuencia natural de la vida, que tenemos que aceptar de buen grado; peor para nosotros si no lo hacemos. Cuando esa persona sufre un dolor muy grande (a lo que estamos expuestos los seres humanos todos), padece ese dolor, pero no se eterniza en él; encuentra dentro de sí la entereza suficiente para superar cualquiera de los avatares de la vida.

En lo que respecta a riqueza o pobreza material, cabe hacer una aclaración imprescindible: no se trata de volver a las cuevas de la prehistoria ni de vivir bajos puentes o en las vías subterráneas del metro de las grandes y opulentas ciudades. No. Todos tenemos derecho a una vida digna en el aspecto material. Ojalá todos los seres humanos pudieran vivir bien. El dinero es necesario para vivir; pero ello no significa que debamos acumularlo para sentirnos en paz, ni siquiera la paz exterior, menos aún la interior.

Un conocido aforismo nos hace pensar: Las cosas que tú tienes, en realidad te tienen a ti. Tú no eres el amo de tus cosas, sino su esclavo. Por tanto, es conveniente poseer lo necesario para vivir dignamente, y nada más. Esa vida digna no requiere de objetos valiosísimos, ni de viajes espectaculares, ni de ropa carísima, ni de joyas de valor incalculable. Si tenemos la oportunidad de conocer mundo, en buena hora; pero si la ocasión no se presenta, no pasa nada: seguimos siendo los mismos. Le preguntaron a Henry David Thoreau cuánto había viajado; el célebre filósofo replicó: He viajado mucho por Concordia (el pueblito en donde vivía y del que jamás salió). Con esta respuesta, que encierra una gran sabiduría, dejó estupefactos a sus colegas filósofos.

Si podemos vernos con amigos y servirnos una buena cena, pues, muy bien; sin embargo, si la situación económica no nos lo permite, bien podemos tomar juntos una simple taza de café, y todos contentos. Lo que realmente vale es la buena conversación, la alegría de vernos y el compartir vivencias.

Conquistar la paz interior es tarea ardua, que requiere mucha disciplina. Es preciso dejar a un lado nuestro natural egoísmo, suprimir la arraigada costumbre de quejarnos de todo y por todo, de modo que podamos dejar de pensar solo en lo meramente material, a fin de disfrutar de una vida interior muy rica.

No nos gustaría vivir en una pocilga. Pero mucha gente que habita en viviendas lujosísimas, mora, en su interior, en lugares sórdidos. Si nuestra casa exterior debe brindarnos comodidad y un ambiente agradable, ¿qué podemos decir de nuestra morada interior? Estamos en la obligación de construirnos un palacio maravilloso, que no nos va a costar un solo centavo, pues se lo levanta con el esforzado trabajo de  nuestro cerebro, reflejado en un examen ponderado de nuestras ideas, gustos, aficiones, obsesiones, manías, obcecaciones, frivolidades y todo cuanto atañe a nuestra personalidad, a fin de sacar las conclusiones necesarias para llegar a eliminar mucho de lo negativo que nos agobia, y emprender en acciones que nos permitan vivir en paz con nosotros mismos y con nuestros semejantes, y mantener una constante actitud mental positiva.

Tener paz interior no significa estar libre de defectos, sino luchar diariamente contra ellos, aunque jamás podamos vencerlos del todo. En la batalla está lo importante. Y si triunfamos, aunque sea en pequeña escala, tanto mejor.

Me encanta mencionar los pensamientos de los sabios, de esos seres maravillosos cuya compañía espiritual nos ayuda a descubrir los tesoros de la sabiduría (que no es lo mismo que el saber). He aquí uno de esos pensamientos: Entre las tantas formas en que puede dividirse a las personas, se halla esta: las que emplean su vida en conjugar el verbo SER, y las que se pasan la vida conjugando el verbo TENER.

Pasemos a la pobreza espiritual: es la antítesis de la paz interior. Quien tiene la desdicha de caer en ella es una persona que sufre, porque teme. Cree que para atravesar la vida en la mejor forma, deben cumplirse algunos o todos estos requisitos: tener mucho dinero, amor, belleza física las mujeres y apostura los varones, una pareja exitosa, juventud (aunque haya que buscarla, inútilmente, en el bótox o en la cirugía plástica), amistades que llaman “distinguidas”, triunfo en los negocios, éxito social, una casa fastuosa, elegancia y finura en el vestir (sin criterio propio, sino de acuerdo con lo que dictan los llamados gurúes de la moda), hijos inteligentísimos y triunfadores, etc., etc., etc. Si no consigue cumplir la mayoría de estas que podríamos llamar aspiraciones, padece, puesto que vive pendiente de los logros ajenos, que en ningún momento admite que superen los suyos propios.

No le interesa la sabiduría (no la del 1+1=2, porque ese es conocimiento), sino la verdadera sabiduría de la vida. Cree que vino al mundo a “triunfar, a tener éxito”, y ese triunfo se mide por la cantidad de dinero que ha logrado hacer, sin que importen su calidad humana y virtudes tales como la generosidad, la compasión, la solidaridad. Si es mujer, vive pendiente de las revistas de modas o chismes de actualidad, claro que del “jet set”. Si es hombre… bueno, ahí están las salas de convenciones, los buenos hoteles, las mujeres más bellas, los trajes más elegantes. No es que esas cosas sean malas per se, sino que son las únicas que le interesan, sin que las del espíritu tengan la menor importancia. Para darnos cuenta de cuánto influye la mediocridad,   basta con ver la cantidad de “personajes” de fama mundial que nos ponen como ejemplos de vida; desde luego, son dueños de inmensas fortunas; si mentalmente los despojamos de todo ese dinero, de su ropa tan fina, de su automóvil carísimo último modelo, no queda sino un individuo insignificante, que en lo espiritual no vale nada.

El espíritu no debe entenderse solo como el alma inmortal que supuestamente habita en nosotros. En el ámbito en que lo mencionamos aquí es algo que tiene que ver con lo más elevado de nuestro intelecto; por ende, con lo que respecta a nuestras mejores cualidades. La pobreza es la escasez, la carencia. Con esto podemos darnos cuenta de lo que significa la pobreza espiritual.

El evangelio nos dice que de la abundancia del corazón habla la boca. No menciona la abundancia del bolsillo, de la cartera, de la cuenta corriente, de las acciones de compañías exitosas, ni de nada por el estilo. Si una persona no tiene abundancia en el corazón, mal puede dar nada bueno a nadie. ¿Y a qué llamamos corazón? A los buenos sentimientos, que muy difícilmente anidan en quien está dedicado a acumular riqueza.

Quien cae en la pobreza espiritual padece de soledad. Y no porque le falte compañía, sino porque no puede acompañarse a sí mismo. No se ha detenido a pensar que es muy distinto estar solo, que sentirse solo. No sabe que nadie nos ayuda a nacer, nadie nos ayuda a vivir y nadie nos ayuda a morir. Nuestro cerebro, que es nuestro yo, se halla encerrado en una caja ósea de la que no puede salir. Frente a esta soledad, ¿qué puede significar el no tener gente a nuestro lado? El individuo puede sentirse solo en medio de una familia numerosa, o junto a muchos colegas o amigos. El que tiene riqueza espiritual está siempre acompañado por sí mismo; no es egoísta, porque le gusta compartir con los demás; pero, si en algún momento le toca estar solo, no ve en ello ningún problema: no se angustia, no se ve abandonado, no se siente solo.

Nuestro idioma nos permite imprimir distintos matices a la expresión, según el lugar que una palabra ocupe en el texto. Por ello, podemos decir que cabe la posibilidad de que quien goza de paz interior sea una persona pobre; pero quien cae en la miseria espiritual es, indiscutiblemente, una pobre persona. Así, en pocas palabras, definimos un concepto y otro.

La riqueza espiritual nos permite vivir una existencia plena y nos libera, al llegar la vejez, de pasárnosla de un consultorio médico a otro, porque nuestro cuerpo responde positivamente cuando la mente que lo dirige es también positiva.

La comprensión de estos hechos nos mueve a mejorar interiormente y salir de la pobreza espiritual, si alguna vez estuvimos en ella.

Fina Crespo

Abril de 2014

NUMA CRESPO CRESPO

NumaCrespoNUMA CRESPO CRESPO

Quito, a 15 de octubre de 2013

El 15 de octubre de 1913, en Zaruma, provincia de El Oro, en el hogar constituido por Manuel José Crespo Romero y Josefina Crespo Balarezo, nació su tercer hijo, al que pusieron el nombre de Numa Pompilio.

Huérfano de padre desde la tierna edad de tres años, en una época en que la orfandad por fallecimiento del padre significaba un desamparo total, creció en una pobreza extrema y debió trabajar desde la temprana edad de trece años.

En busca de mejores horizontes, abandonó su tierra natal a los diecisiete años de edad; se trasladó a Santa Rosa, en la misma provincia de El Oro, y luego a Guayaquil, no sin antes haber participado, con otros jovencitos de su edad, en una expedición al río Puyango, en donde permaneció varios meses en una ocupación que habría de ser el inicio de su trabajo por cuenta propia: lavar oro, que al venderlo le proporcionó el capital que necesitaba para iniciar un negocio independiente. Trabajó con denuedo y se convirtió en un próspero boticario.

Este joven inteligente, disciplinado, honrado y trabajador, fue nuestro amado padre. De su matrimonio con nuestra muy querida madre, Adelaida Espinosa Aguilar, nacimos cuatro hijas y un varón (muerto días después de nacer).

La vida no es un permanente jardín de delicias. Cuando se hallaba en su mejor momento respecto a su negocio, el Perú invadió la provincia de El Oro, y nuestro padre lo perdió todo. Tuvo que establecerse con su familia (entonces constituida por su mujer y sus dos hijas mayores) en Quito, y comenzar de  nuevo. Su juventud y el apoyo de nuestra madre le permitieron trabajar con ahínco y rehacer su situación económica.

Hombre afable, dotado de un exquisito sentido del humor, generoso con los pobres (ayudaba a familias y personas solas sin recursos económicos), honrado al extremo, marido proveedor y padre sacrificado, jamás descuidó su hogar ni la educación de sus hijas. Le gustaba cantar (lo hacía muy bien) y discutir civilizadamente sobre política (nacional e internacional) con sus amigos. Escribía poemas que jamás traspusieron la puerta de su casa, pues eran para consumo interno. De muy aguda inteligencia, sopesaba los problemas y encontraba la solución adecuada.

Lector infatigable, quiso que también nosotras adquiriésemos ese hermoso hábito. Así, se preocupó de que nos iniciáramos en la lectura desde tempranísima edad, mucho antes de que entrásemos a la escuela. Y en cuanto aprendimos a leer, su primer regalo fueron veinticinco cuentos para cada una. Ese fue el comienzo: más tarde, a medida que avanzábamos en edad, los libros llegaban con nuevos y distintos temas. Y cuando nos premiaba por algún logro, lo hacía siempre con libros.

Muy bien informado acerca del acontecer político del país y del mundo, además de otros muchos temas producto de sus lecturas (era autodidacta), estableció la costumbre de las sobremesas después del café de la tarde; al principio, él hablaba, y nosotras escuchábamos y preguntábamos; poco a poco, sabiamente, redujo sus intervenciones para que nosotras tomáramos parte muy activa en las conversaciones y expusiéramos nuestros propios puntos de vista. Así, nos alentó a leer y a estudiar por nuestra cuenta, aparte de la instrucción formal que paralelamente recibíamos.

No existe el ser humano perfecto: como todos, también Numa Crespo tenía sus defectos; pero, frente a su calidad humana, a su solidaridad con el prójimo, a su honradez y a sus múltiples virtudes, esos defectos quedaban minimizados.

Hoy, al conmemorar el centenario de su nacimiento, sus hijas queremos rendir un cálido y tierno homenaje a la memoria de un hombre íntegro, que enfrentó con valentía los avatares de la vida y que aceptó su muerte con entereza, valor y resignación.

Fina Crespo