Category Archives: Ensayo

EL PARAÍSO TERRENAL

Paraiso

Primer relato:

Génesis, 1,26: Y por fin dijo (Dios): Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra, para que domine los peces del mar, y a las aves del cielo, y a los ganados y todas las bestias de la tierra, y a todo reptil que se mueve sobre la tierra.

1,27: Creó Dios al hombre a imagen suya; a imagen de Dios lo creó; los creó varón y hembra.

Segundo relato:

2,7: Entonces Dios formó al hombre del lodo de la tierra. Y le inspiró en el rostro un soplo de vida, y quedó hecho el hombre, ser con alma viviente.

2,8: Había plantado Dios en Edén, a oriente, un jardín delicioso, en que colocó al hombre que había formado.

2,9: Y Dios había hecho nacer de la tierra toda suerte de árboles hermosos a la vista, y de frutos suaves al paladar; y también el árbol de la vida en medio del paraíso, y el árbol de la ciencia del bien y del mal.

2,10: De Edén salía un río para regar el paraíso, y de allí se dividía en cuatro brazos.

2,11: Uno se llamaba Fisón y es el que circula por todo el país de Hevilat, donde se halla el oro.

2,12: Y el oro de aquella tierra es finísimo; allí se encuentran el bedelio y la cornalina.

2,13: El nombre del segundo río es Guihón; este es el que rodea toda la tierra de Etiopía.

2,14: El tercer río tiene por nombre Tigris; este va corriendo a oriente de los asirios. Y el cuarto río es el Éufrates.

2,15: Tomó, pues, el Señor Dios al hombre, y lo puso en el paraíso de delicias, para que lo cultivase y guardase.

2,18: Dijo Dios, el Señor: No es bueno que el hombre esté solo; hagámosle ayuda que sea semejante a él.

2.21: Y el señor Dios infundió en Adán un profundo sueño, y mientras estaba dormido le quitó una de sus costillas y llenó de carne aquel vacío.

2,22: Y de la costilla que había sacado de Adán, formó el Señor Dios una mujer, la cual puso delante de Adán.

2,23: Y dijo el hombre: Esto es hueso de mis huesos, y carne de mi carne; llamarse ha, pues, varona, porque del varón ha sido hecha.

2,24: Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y estará unido a su mujer, y los dos vendrán a ser una sola carne.

He considerado indispensable transcribir algunos versículos de los dos primeros capítulos del Génesis, a fin de refrescar un poco nuestra memoria.

El relato bíblico, que en realidad son dos y que contienen notorias divergencias, nos da a conocer la existencia del paraíso terrenal o Edén, lugar en donde Dios colocó al hombre, en estado puro, para que,  a la vez que lo cultivara y cuidase, disfrutara de las delicias que en él había.

La palabra edén viene del hebreo eden, que significa “lugar de delicias”. Paraíso es originalmente voz irania, y nos viene del griego parádeisos, que quiere decir “parque”.

De los mitos que más han impresionado a la humanidad, el del paraíso terrenal ha sido uno de los más persistentes a los largo de siglos y milenios, y ha dado rienda suelta a la imaginación, tanto del pueblo, como de exégetas y otros estudiosos que lo han descrito, cada cual a su manera. Puede decirse que ha rivalizado, con éxito, con la leyenda del Santo Grial.

Y como la fantasía del hombre no conoce límites, toda clase de leyendas se han tejido alrededor del paraíso terrenal. Originariamente se lo ubicó en un remoto y siempre indefinido oriente, fuera del alcance del ser humano. Luego, se lo situó entre los ríos Tigris y Éufrates. A veces, en un hipotético círculo de la Luna, o en la montaña más alta de la Tierra. Cuando los conquistadores llegaron a América, se deslumbraron a la vista de la extraordinaria belleza de estas tierras; en consecuencia, creyeron que habían encontrado el paraíso terrenal en la selva amazónica. Por mucho tiempo se creyó que estaba en el Brasil. Nació entonces la leyenda de Eldorado, que durante siglos ha concitado el interés y la ilusión de la humanidad. El propio Voltaire, en su Cándido, se refiere también a esta fábula.

No es posible pasar por alto la quimera del Preste Juan, mítico personaje que supuestamente gobernaba un país que no era otro que el paraíso, en donde no existían los problemas que aquejan al hombre en cualquier lugar y época. Esta fábula llegó a enfervorizar tanto la imaginación del hombre medieval, que hasta se pensó en despachar embajadores que llevaran una carta del Papa dirigida al Preste Juan. Su reino se situaba, ora en Oriente Medio, ora en Etiopía. Había quienes sostenían que el mismo personaje gobernaba ya varios siglos, mientras otros afirmaban que eran sus descendientes (del mismo nombre, por supuesto) quienes lo hacían. Este tema fue muy bien tratado por Umberto Eco en su novela histórica Baudolino.

Por mucho tiempo se buscó el paraíso; pero, ante el innegable hecho de que no se lo pudo encontrar en lugar alguno, se llegó a la conclusión de que había desaparecido bajo las aguas, durante el diluvio universal. Sin embargo, hubo quienes no se conformaron con esta idea (¡cuánto cuesta deshacerse de las ilusiones!), y continuaron persiguiendo la inalcanzable quimera.

En cuanto a la naturaleza misma del paraíso terrenal, siempre hubo total consenso: se trataba de un lugar maravilloso, lleno de deleites, del que por su desobediencia había sido expulsada la primera pareja humana. Durante mucho tiempo se discutió acerca de la fuente que lo regaba, de la que nacían los cuatro ríos de que trata el Génesis, capítulo 2, versículos 10 al 14, inmortalizados por Bernini en su famosa fuente de los Cuatro Ríos, esculpida en mármol y situada en la plaza Navona de Roma.

Sobre el Tigris y el Éufrates no había discusión: eran muy bien conocidos desde la Antigüedad. Sobre los otros dos, la polémica subsistió largamente: a uno de ellos se lo identificaba con el Nilo; respecto del otro, se lo confundió con varios ríos conocidos antiguamente, entre los que, en tiempos más modernos, se mencionó al Danubio.

Hasta aquí, a muy breves rasgos, he descrito la leyenda del paraíso terrenal. Obviamente, la pregunta que surge espontáneamente es: ¿Por qué el ser humano, durante milenios, se ha aferrado a esta quimera, aun a sabiendas de que jamás la alcanzará? No solo el hombre de la Antigüedad o del Medievo la ha perseguido. Hoy, en nuestros días, es fácil reconocer la misma fábula, discretamente encubierta bajo otros nombres y otros ropajes. Ahí tenemos, como ejemplo, la sociedad sin clases y el sueño americano, dos ilusiones antagónicas que se enfrentaron durante décadas, y que al final no han sido sino eso: ilusiones. En un pasado reciente está Tomás Moro, el canciller injustamente sacrificado por Enrique VIII, con su Utopía (palabra creada a partir del griego , no, y topos, lugar: lugar que no existe), donde se describe un país con un gobierno tan perfecto, que incluso habría coartado la libertad de acción de los gobernados. Entre los cuentos más conocidos está Peter Pan, con su país del Nunca Jamás, y otros relatos infantiles que hemos escuchado desde la más tierna edad.

¿Será, acaso, este anhelo de regresar a una mítica edad de oro (subyacente en la memoria colectiva de la humanidad), el ansia de retornar al útero materno, donde todo era tibieza, seguridad y protección?

Buscamos en vano nuestro particular Eldorado; inútilmente perseguimos un paraíso lejano, en el futuro, sin darnos cuenta de que la felicidad no es sino un concepto, no una meta, sino, tal vez, solo tal vez, una travesía.

La felicidad, la única felicidad posible (si es que existe), está dentro de nosotros mismos, siempre en aquello que trasciende lo tangible.  Lo dice el sabio adagio: “Cultiva las macetas de tu ventana, en lugar de soñar con un mágico jardín lejano”.

Fina Crespo

Septiembre de 2008

 

LA MUJER

LaMujer2La mujer debe adorar al hombre como a un dios. Cada mañana debe arrodillarse nueve veces consecutivas a los pies del marido y, con los brazos cruzados, preguntarle: Señor, ¿qué deseas que haga?  (Zaratustra, filósofo persa, siglo VII a.C.)

Todas las mujeres que lleven al matrimonio a los súbditos de Su Majestad mediante el uso de perfumes, pinturas, dientes postizos, pelucas y rellenos en caderas y pechos, incurrirán en el delito de brujería, y el casamiento quedará automáticamente anulado. (Constitución nacional inglesa, siglo XVIII).

Aunque la conducta del marido sea censurable; aunque éste se dé a otros amores, la mujer virtuosa debe reverenciarlo como a un dios. Durante la infancia, una mujer debe depender de su padre; al casarse, de su marido; si éste muere, de sus hijos; y, si no los tuviera, de su soberano. Una mujer nunca debe gobernarse a sí misma. (Leyes de Manu,  libro sagrado de la India).

Cuando un hombre fuera reprendido en público por una mujer, tiene el derecho a golpearla con el puño o el pie, y romperle la nariz, para que así, desfigurada, no se deje ver, avergonzada de su faz. Y le está bien merecido, por dirigirse al hombre con maldad y lenguaje osado. (Le Ménagier de París, tratado de moral y costumbres, de Francia, siglo XIV).

Los niños, los idiotas, los lunáticos y las mujeres no pueden y no tienen capacidad para efectuar negocios. (Enrique VIII, rey de Inglaterra, siglo XVI).

Cuando una mujer tuviera una conducta desordenada y  dejara de cumplir sus obligaciones del hogar, el marido puede someterla y esclavizarla. Esta servidumbre puede, incluso, ejercerse en casa de un acreedor del marido; y, durante el período que dure, le es lícito al marido contraer nuevo matrimonio. (Código de Hammurabi, Babilonia, siglo XVII a.C.)

Los hombres son superiores a las mujeres, porque Alá les otorgó la primacía sobre ellas. Por tanto, dio a los varones el doble de lo que dio a las mujeres. Los maridos que sufrieran desobediencia de sus mujeres pueden castigarlas: abandonarlas en sus lechos e incluso golpearlas. No se legó al hombre mayor calamidad que la mujer  (El Corán).

Que las mujeres estén calladas en las iglesias, porque no les es permitido hablar. Si quisieran ser instruidas sobre algún punto, pregunten en casa a sus maridos. (San Pablo, año 67 de n.e.)

El hombre es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de su iglesia. (San Pablo).

La naturaleza hace mujeres sólo cuando no puede hacer hombres. La mujer es, por tanto, un hombre inferior e incompleto. (Aristóteles, siglo IV a.C.)

El peor adorno que una mujer puede querer usar es ser sabia. (Lutero, el Reformador, siglo XVI).

Dijo (dios), así mismo, a la mujer: Multiplicaré tus dolores en tus preñeces; con dolor parirás los hijos, y estarás bajo la potestad de tu marido, y él te dominará. (Génesis, 3, 16).

Dos hijas tengo, que todavía son doncellas; éstas os las sacaré afuera, y haced de ellas lo que gustareis, con tal que no hagáis mal alguno a estos hombres, ya que se acogieron a la sombra de mi techo. (Génesis, 19, 8. Palabras de Lot a los habitantes de Sodoma).

No codiciarás la casa de tu prójimo. No desearás su mujer, ni esclavo, ni esclava, ni buey, ni asno, ni cosa alguna de las que le pertenecen. (Éxodo, 20,17).

A quien dios quiso, varón lo hizo. (Refrán popular).

 

La Iglesia católica discutió durante varios siglos para dilucidar si la mujer tenía o no tenía alma.

La mujer sólo es apta para el servicio del vientre. (San Agustín).

La mujer casada, pierna quebrada y en casa. (Fray Luis de León).

Cuando el semen es fuerte, nace un varón. Cuando el semen está dañado, nace una mujer. (Santo Tomás de Aquino).

El hombre es cerebro; la mujer es corazón. La mujer no quiere ser persona, quiere ser mujer. (Cibercorreo con supuestas alabanzas a la mujer, tras de las cuales se agazapa el machismo). ¿Qué somos las mujeres? ¿Acaso no somos, ante todo, personas?

El sexo masculino es el más inteligente. (Sesudos estudios de hace cincuenta años o más).

Y así, ad infinitum.

Todas estas perlas, provenientes de la sabiduría milenaria y de la no tan milenaria, no demuestran otra cosa que el infinito desprecio que los hombres han manifestado hacia las mujeres. Nacer mujer nunca fue fácil, ni lo es, en cualquier cultura, en cualquier civilización, a lo largo de la historia.

Se trata de hacernos creer que en la actualidad hemos llegado a la igualdad respecto al varón. No es así. Basta ver el mundo laboral. No hace falta ser muy inteligente para darse cuenta de que a la mujer trabajadora le queda mucho por recorrer y luchar para equipararse al varón. Algo se ha conseguido, sí; pero seguimos rezagadas.

Hay una moral para el hombre; otra para la mujer. ¡Y lo peor de todo es que son muchas las mujeres que creen que las cosas tienen que ser así, porque así fueron desde hace siglos!

Mujer, ¡despierta! No hay argumento valedero para mantener un sistema patriarcal que no tiene razón de ser en este mundo. ¿Sabes, mujer, cuándo y por qué los hombres se apoderaron del gobierno de la sociedad, y esclavizaron y sometieron a la mujer? ¿Cuándo? Desde la división de las tareas, allá, hace unos diez mil años, al nacimiento de la agricultura. ¿Por qué? Pues… por increíble que parezca, porque nos temen. Y siempre se trata de combatir y aniquilar aquello que se teme.

¿Por qué nos temen? Porque somos poderosas; porque tenemos la vida en nuestro cuerpo; porque desde que vieron la luz por primera vez, unos brazos de mujer los mecieron, una voz de mujer los arrulló, unos pechos de mujer les dieron la savia de la vida, unas manos de mujer los acariciaron, una mente de mujer los formó y educó. Y eso marca para siempre. Más tarde, es una mujer la que posee la poderosísima atracción del sexo, la que da los hijos, la que hace que el hogar valga la pena.

Felizmente, estamos en una nueva era. Está por terminarse la primera década del siglo XXI, y un nuevo milenio espera ser escrito. Y este primer siglo debe ser escrito por las mujeres. Hoy por hoy, vemos que la lucha tenaz sostenida por el sexo femenino, que comenzó en Europa hace ya rato, está dando algún fruto. Ya no existen profesiones “masculinas”, vedadas a la mujer. Hemos demostrado que somos tanto o más inteligentes que los hombres, que podemos luchar en la vida con más valor que ellos, y que somos capaces de afrontar en mejor forma, tanto el triunfo como la adversidad, sin instalarnos en una nube ni hundirnos en el abismo, según sea el caso.

Sí, los tiempos han pasado y cambiado. Ya no es el matrimonio la meta de las mujeres. Ahora hay otro axioma: A mayor cultura en la mujer,  más tardío el matrimonio, o ningún matrimonio. Podemos elegir tener hijos o no tenerlos. Ya no tenemos que soportar ser tratadas como perpetuas menores de edad o como discapacitadas.

Las mujeres, en la época actual y en buena parte del mundo, hemos demostrado nuestra valía en el campo laboral, económico, político y científico. Pasaron ya los tiempos en que grandes escritoras tenían que firmar sus obras con nombres masculinos. Vale recordar que la primera médica de Inglaterra cubrió de vergüenza a sus padres por el delito de querer estudiar medicina, y soportó toda clase de vejaciones en la universidad. Concepción Arenal, la eximia escritora española, asistió a la universidad disfrazada de hombre. Y Emilia Pardo Bazán, otra excelente escritora, cuando fue catedrática, dictaba su clase a nadie, porque ningún varón quería asistir. Sor Juana Inés de la Cruz tuvo que sumirse en el silencio y no volver a escribir, pues la superiora no se lo permitía, y hasta la llevó ante el obispo para que éste “la hiciera entrar en razón y volver por el buen camino”. Las sufragistas de comienzos del siglo XX fueron a la cárcel por defender su derecho al voto. Son numerosos los ejemplos de la lucha sin cuartel sostenida por las mujeres para obtener justicia.

En la actualidad tenemos presidentas, primeras ministras, secretarias de Estado, aviadoras, médicas, abogadas, ingenieras, astronautas, sin que por ello estas magníficas mujeres hayan perdido su femineidad.

Ya no estamos en la época en que la mujer pertenecía al hombre. Todavía quedan unas tantas sometidas, desde las que dicen: “Deja que pegue, marido es”, hasta las que se quitan su propio apellido y, como si no lo hubieran tenido nunca, toman el del marido, como si hubieran sido engendradas por el viento. Y conste que lo hacen en un país como el nuestro, en donde la legislación manda mantener el apellido propio.

En esta época, en que los enemigos de los “buenos”, o sea los “malos”, han cambiado de raza, de religión y de patria, mucho se combate a quienes obligan a sus mujeres a llevar la burka, reprobable imposición, por cierto. Pero nadie se ha puesto a pensar en que esas burkas son de tela, que se las pueden quitar dentro de casa y que las abandonan definitivamente al morir. Tampoco se ha pensado en que las peores burkas son las mentales, que te las colocan al nacer, y que NUNCA, NUNCA, NUNCA, te las puedes quitar, ni en la hora de la muerte, a menos que, sea cual sea tu edad, hagas un gran esfuerzo para sacarte la chatarra mental con que te llenaron la cabeza desde la infancia, y te conviertas en una persona libre, dueña de su vida y su destino.

Esta pequeña charla no tiene pretensiones de ser dogmática e irrefutable. No. Son sólo unas cuantas reflexiones, que cada cual puede tomarlas o dejarlas, pero que sí quieren servir de ayuda para que las mujeres superen sus miedos y sus incertidumbres, y se animen a desempeñar un papel sobresaliente en cualquier actividad que escojan, porque disponen de la mejor capacidad para ello.

 

 

Fina Crespo

Junio de 2010

EL PERDÓN

PerdonPerdonar… perdonar… ¿Qué es realmente, perdonar? Si nos remitimos al origen de la palabra, vemos que per denota intensidad, totalidad. ¿Y donar? Pues no es otra cosa que dar. En su origen, por tanto, significa dar con intensidad, o dar en su totalidad.

Si queremos dar algo en su totalidad, no puede haber reservas. Y, para dar sin reservas, debemos actuar con una generosidad ilimitada, con grandeza de ánimo, con magnanimidad. No obstante, aquí  nos encontramos con un no pequeño problema: el hecho de perdonar nos puede llevar a sentirnos imbuidos de soberbia, a creer que somos tan maravillosos, tan macanudos, que, desde el pedestal de nuestra grandeza, miramos con misericordia a quien nos ofendió.

El perdón nunca es un acto de amor. Si realmente amamos al prójimo, debemos ponernos en su lugar, en sus zapatos, y analizar, desde el punto de vista del otro, si la ofensa fue realmente tal;  y, en caso de serlo, si amerita ese resentimiento arraigado y tenaz que llamamos rencor. Solamente en circunstancias muy excepcionales podrá darse ese caso. Generalmente, son pequeñas ofensas, que bien pueden pasarse por alto, sin que siquiera haya necesidad de perdonar.

Si pensamos bien, nos daremos cuenta de que jamás tendríamos esa necesidad, si comenzásemos por crecer interiormente cada día, al tenor de aquel sabio refrán: “Cualquier pena es grande para un corazón pequeño”.  Las ofensas, o lo que creamos que son ofensas, nos llegan, nos hieren, nos abruman y nos hacen sentirnos desdichados, únicamente cuando nuestro espíritu es tan pequeñito, pero tan pequeñito,  al punto de creer que somos tan importantes, que cualquier desliz del prójimo hacia nosotros es un delito de lesa majestad. Si nos fortalecemos interiormente, si eliminamos la absurda idea de que somos el “no va más”, si practicamos la psicagogia, ese arte de conducir y educar el alma, nos daremos cuenta de que prácticamente no hay nada que pueda ofendernos, nada que lesione nuestra autoestima. Además, tenemos que tomar en cuenta que nosotros, quizá muchas veces sin querer, agraviamos al prójimo. Nos gustaría, seguramente, que el otro no le diera tanta importancia al hecho, y que la paz, la concordia y la amistad continuaran sin mella.

Hay otro punto: el ofensor ¿querrá sinceramente ser perdonado? Pensemos en ello. Si la ofensa no  fue tan grave, lo más probable es que ni siquiera haya pensado en que deban perdonarlo. Si el agravio fue deliberado, tampoco querrá que lo perdonen, ya que quiere eso precisamente: injuriar, causar daño, sin remisión. Para ese caso, hay un sabio proverbio: “Bendito sea el tiempo, que cura todas las heridas”. Por otra parte, es posible que ni siquiera nos pidan disculpas. Cuando alguna vez nos las pidan, no procedamos con soberbia. Aceptémoslas humildemente y sin  aspavientos.

Por tanto, no nos preocupemos por las ofensas o presuntas ofensas que recibimos. No son hechos dignos de tomarse en cuenta. Pasémoslas por alto, como nimiedades circunstanciales en las que no debemos detenernos. Entendamos que solamente nos puede llegar una ofensa, cuando nosotros permitimos que nos llegue.

No hay que confundir el resentimiento con el odio, sentimiento tan dañino que puede conducirnos a la autodestrucción. Tratar este asunto merece capítulo aparte, aunque, como mínimo, puede decirse que el que odia sufre más que el odiado, pues este último, en muchas ocasiones, ni siquiera sabe que lo odian.

En cuanto al olvido… , habría que perder la memoria. Pero el recuerdo no significa rencor.

Fina Crespo

Febrero de 2009

¿SACAR EL PASILLO DEL BAR?

PasilloEcuatorianoCon sorpresa  he visto que se ha publicado una entrevista a cierto aspirante a figurar entre los cantantes de música ecuatoriana. Como es lógico, esta lectura provoca la indignación de quienes, durante décadas, nos hemos extasiado y deleitado con la auténtica música nuestra; y de ella, con nuestros maravillosos pasillos, en los cuales se conjugan, con magistral acierto, las letras aportadas por eximios poetas, y la música de compositores de primera categoría.

El aspirante en mención no pasa de eso: aspirante. En su afán de “innovar”, acaba de grabar un disco en el que trata de modernizar el pasillo ecuatoriano, “sacarlo de la cantina y de la asociación obligada con el trago y la borrachera, del festival de mala muerte, con el sonido del disco móvil barato”. ¿De dónde le viene la peregrina idea de que nuestro querido pasillo está asociado a semejantes compañeros? Lo que el alma del pueblo expresa, a través de sus compositores y poetas, es el sentimiento profundo de esa región de nuestro espíritu en donde residen las manifestaciones más elevadas de la sensibilidad de ser humano. El hecho de que ciertas personas escuchen pasillos mientras beben licor no significa que todos hacemos lo mismo: una inmensa mayoría nos deleitamos al escucharlos, sin necesidad de asociarlo con semejantes estímulos.

Y que no nos hablen de festivales de mala muerte, porque el pasillo ecuatoriano, esa bella melodía que hace alrededor de dos siglos  llegó de Colombia y arraigó en esta tierra con identidad propia, no anida solamente en bares y cantinas, sino, principalmente, en ámbitos de intelectualidad y refinamiento. Inolvidables noches de gala en su honor han tenido lugar en los mejores teatros de Quito, Guayaquil y otras ciudades. Compositores bien conocidos y afamados, como Nicasio Safadi, Enrique Ibáñez Mora, Francisco Paredes Herrera, Segundo Cueva Celi, Benigna Dávalos, Constantino Mendoza Moreira, Carlos Brito, Guillermo Garzón Ubidia, Jorge Araujo Chiriboga, Ángel Leonidas Araujo Chiriboga, Cristóbal Ojeda Dávila, Carlos Rubira Infante, Rubén Uquillas y muchos otros más; y poetas como César Maquilón Orellana, Augusto Arias, Medardo Ángel Silva, José María Egas (entre otros) hicieron honor a la literatura y a la cultura ecuatorianas, y sus nombres resuenan todavía, con toda la vitalidad que en su momento de gloria tuvo el pasillo ecuatoriano. Una obra de estos maestros, retocada y estilizada, carece de vigor y de carácter, pues, cuando se la altera y maquilla, aparece en su lugar un fantasma pálido e insípido, burda imitación del modelo original, indigno de considerarse el emblema de un pueblo.

Hablemos de una música que en su momento conquistó al mundo entero: el tango. Nació, como todos sabemos, en el mercado del Abasto, de Buenos Aires, hijo y heredero del candombe y la milonga, música de los negros esclavos del siglo XIX. Y, como bien dice un apologista de este ritmo, “mil voces lo elevaron a la categoría de canción”, y entró triunfalmente a los más elevados círculos de París y del mundo. Es verdad que Astor Piazzola modernizó y renovó el tango. Reconozcamos el genio de este hombre; sin embargo, nada iguala al sabor de los tangos compuestos entre 1880 y 1940. Las grandes orquestas de tango (Canaro, Troilo, por nombrar sólo dos) hicieron época; no obstante, muchas veces Gardel cantó acompañado sólo con la guitarra de Alfredo Lepera y la suya propia; y su éxito perdura hasta el día de hoy. No se han maquillado esos tangos; se los sigue grabando con el acompañamiento original.

Cada época produce las mentes necesarias para interpretar la idiosincrasia del pueblo, sus gustos, su sentido estético, su espiritualidad. Si a las nuevas generaciones, como ocurre muchas veces, no les gusta la música de épocas pretéritas, no hay por qué alarmarse, pues no se puede obligar a nadie a sentir, frente a un hecho cultural, lo mismo que sintieron personas ya desaparecidas o en trance de desaparecer. El canto gregoriano, la música medieval, las cantigas de Santa María, la música barroca (sacra y profana), la clásica, la ópera, la folclórica, no son del agrado de todo el mundo. Haríamos muy mal en intentar siquiera modificar esas bellísimas composiciones, porque perderían toda la pureza y hermosura que las caracterizan. Mutatis mutandis, lo mismo ocurre con nuestra querida música nacional. Los que sientan vergüenza de ella, allá con su vergüenza. Nosotros, los que desde que abrimos los ojos a la vida,  escuchamos a excelsos cantantes ecuatorianos interpretar las bellas canciones de compositores y poetas, las amamos y respetamos, tal como sonaron y suenan, sin adornos extraños y sin intromisiones en las sagradas páginas que se escribieron.

Es muy loable que quienes sienten inclinaciones artísticas quieran llegar a ser alguien. Pero, por favor, compongan su propia música, demuestren su talento y no adulteren lo que ya existe, lo que el pueblo atesora y es patrimonio de nuestra cultura.

 

Quito, junio de 2010

MADRE

MotherTan solo hay una cosa en este mundo que sea más hermosa y mejor que la mujer: la madre.

Leopold Schauffer

Delante de una mujer, nunca olvides a tu madre.

Si queréis conocer la ingratitud del hombre, oídlo hablar de la mujer.

José María Vigil

Yo alabo al Eterno Padre,/no porque las hizo bellas,/sino porque a todas ellas/les dio corazón de madre.

José Hernández

No hables mal de las mujeres: la más humilde te digo que es digna de estimación porque, al fin, de ellas nacimos.

Pedro Calderón de la Barca

Se cuenta que una mujer estaba dando a luz. Cuando nació el niño, preguntó a la enfermera: ¿Ya pasó lo peor? Ella, muy sabiamente, le contestó: No, señora; lo peor dura los próximos veinte años.

Dominio público

Mucho se ha escrito sobre la madre: en general, para alabarla, mostrarla como un ser perfecto, una persona llena de sabiduría, adornada con todas las virtudes y despojada de todo defecto. No es así.

No es preciso idealizar la figura de la madre para reconocer lo que ella significa en la vida de todos: su grandeza, su entrega a los hijos, no son patrimonio de todas las madres. Las hay de toda hechura.

Simone de Beauvoir dijo: No se nace mujer: se llega a serlo. Bien podemos parodiar esta  feliz frase y decir: No se nace madre: se llega a serlo.

En efecto, no se es madre por el hecho de concebir, gestar y traer un niño al mundo. El llegar a serlo es un trabajo diario, signado por la constancia y el esfuerzo; es un caminar por sendero escabroso, muchas veces a ciegas, sin una luz que lo ilumine y, por lo tanto, sin saber qué rumbo elegir, qué se está haciendo bien, y qué se está haciendo mal. Así como todas las personas, en general, adquieren sabiduría con la edad y la experiencia, así también las mujeres que son madres no tienen sabiduría infusa, sino que la van adquiriendo poco a poco, a medida que crían y enfrentan los problemas que la formación de los hijos presenta día a día. ¡Por eso, las madres viejas saben tanto! Y su sabiduría dejó el refrán: Hijos criados, trabajos doblados.

¿Hay, acaso, en la vida humana, tarea más importante que la de formar hombres y mujeres cabales, educar, inculcar buenos modales y mejores sentimientos, y enseñar todo cuanto necesita saber un adulto para encarar el mundo y ser un ciudadano útil a la sociedad?

¿Qué es una criatura recién nacida? Un ser indefenso, incapaz de sobrevivir por sí solo. ¿Quién lo acuna, le da calor, lo nutre con la savia de sus pechos, vela su sueño, le transmite el idioma (por algo se llama lengua materna), guía sus primeros pasos, lo cura cuando se lastima? ¿Quién pasa los primeros años de los hijos entre enfermedades infantiles, vacunas, altas temperaturas, caídas, raspones, revisión de deberes, desayunos al apuro, angustias para despertar y levantar a quien no quiere moverse de la cama? ¿Quién limpia dientes, narices y otras partes del cuerpo, consuela por la caída del primer diente, enseña a comer con la boca cerrada, a usar los cubiertos y la servilleta, a tender la cama, a bañarse diariamente y mudarse de ropa con la misma frecuencia? ¿Y quién mantiene limpia esa ropa?

¿Quién soporta la adolescencia y posadolescencia de los hijos? ¿Quién aguanta los exabruptos, las tiradas de puertas, los gritos de quienes, aunque su edad no va más allá de los catorce o quince años, se creen que son dueños del mundo y que lo saben todo?

Y, en tantísimos casos en que la mujer es padre y madre, por ausencia del hombre (vivo o muerto), ¿quién, además de efectuar todo lo antedicho, lleva el pan a la casa, procura que nada falte en el hogar, y su bolsillo está siempre listo para solucionar las necesidades de los hijos?

¿Quién? La madre.

La única persona que aguanta todo de los niños, adolescentes y adultos, es la madre. Y todos los hijos lo saben. Y por eso abusan de sus madres.

Es muy común escuchar a un hombre decir: Yo me he hecho solo (self-made man). Y siente una enorme satisfacción al imaginar (pues no es más que imaginación) que nadie lo ayudó a ser quien ha llegado a ser. Ese hombre olvida que, al inicio de su existencia, su corazón latió por primera vez en el seno de una mujer, que durante nueve largos y difíciles meses lo llevó en su vientre y lo nutrió con su vida misma, para que pudiera nacer. El padre puede morir después de engendrar un hijo; pero la madre no, porque el nuevo ser moriría con ella. Es, pues, indispensable para que alguien pueda existir. Sin ella, el “hombre que se hizo solo” no habría nacido.

La madre es lo que se ha dicho y mucho más. No es el ser sublime, etéreo, que nos han pintado. Es una persona de carne y hueso, con virtudes y defectos, con dudas y certezas, con tristezas y alegrías, con ilusiones y decepciones. Pero esa persona es la que nos dio la vida. El hijo resume todos los amores y dolores de una madre. Ella supera todas sus carencias y cumple su importantísima tarea en la mejor forma posible. Pero no todas lo hacen: hay mujeres que jamás deberían ser madres, porque son incapaces de hacer a un lado su egoísmo y comodidad en beneficio de la criatura que traen al mundo. Pero no es ese el tema de este artículo; aquí se trata de la madre buena, de aquella que la mayoría de las personas han tenido o tienen.

Si tú, lector, tuviste una madre como la que he descrito en párrafos anteriores, ¿cumples con el deber filial de amarla, respetarla y ampararla? ¿Has pensado en que esa mujer anciana que ahora demanda tus cuidados, fue una jovencita llena de vida, que tenía, como tú ahora, sueños, proyectos, ilusiones? ¿Te has puesto a pensar en que todo eso quedó a un lado cuando naciste tú? ¿Que tu gestación, crianza y formación se llevaron todo ello, y que cuando te hiciste adulto, de la jovencita quedó tan solo una mujer madura que no era ni la sombra de la de antaño? ¿Sabías que, después de la maternidad, una mujer jamás vuelve a ser la que fue? ¿Sabías que, mientras tú “te hacías solo”, triunfabas en tu profesión, formabas hogar y te olvidabas de tu madre, ella continuaba sintiéndote parte de su vida y te bendecía a diario? ¿Sabías que, al llegar a la vejez, ancianidad y olvido, darían los pocos días que les quedan de vida por recibir una visita, un beso de sus hijos? ¿Has pensado en que, cuando ella se vaya de este mundo, darías lo que tienes y lo que no tienes por escuchar su voz, por mirar la ternura de sus ojos, por recibir una caricia suya, una de esas caricias que, desde que llegaste a la adolescencia (y no se diga de adulto), rechazaste porque te restaban hombría frente a tus amigos? Y, aunque lo desees con todas tus fuerzas, ya nunca será posible.

Y tú, lectora, si a tu vez eres ya madre, comprenderás lo que ello significa en la vida de una mujer, y  amarás y cuidarás de tu madre hasta el fin de sus días.

Todos, hombres y mujeres, si todavía tienen la fortuna de que su madre esté viva, no dejen pasar el tiempo sin cumplir con sus deberes filiales, deberes que no son una carga pesada, sino una dulce obligación para  dar amor a aquella a quien le debemos tanto. La madre anciana merece el cariño y la solicitud de sus hijos, no solo en el aspecto económico (que es importante), sino, lo que es más trascendental todavía, merece tener un lugar preferente en el corazón de ellos.

Si el hombre ingrato con sus semejantes es, como dijo el poeta “un monstruo que da horror”, ¿qué calificativo debe aplicársele al hijo ingrato, al que no reconoce la labor de su madre, la abandona a su suerte y no ve por ella en su ancianidad? Ese individuo no es solo un monstruo: es alguien que merece desprecio y lástima, por haber olvidado el deber más sagrado que tenemos todos los nacidos de mujer, es decir, la humanidad entera.

La madre, con todos los errores que haya cometido (porque es humana y falible), debe ocupar un lugar preferente en nuestros sentimientos y en nuestra vida misma. Tú, que todavía cuentas con ella en este mundo, no la dejes a un lado. No la tendrás para siempre.

Fina Crespo

Enero de 2013

LOS TEMPLARIOS

TheTemplarsPara conocer las razones por las cuales se creó la Orden del Temple, es preciso hacer un poco de historia. Corría el año 1095, y reinaba sobre la cristiandad el papa Urbano II (Odon o Eudes de Lager, monje cluniacense, 1042-1099). En Clermont-Ferrand, ciudad francesa, capital de la provincia de Auvernia, se celebraba uno de los tantos concilios que a lo largo de los siglos se han convocado.

Escuchemos a Jean Duché, eximio historiador  francés de mediados del siglo XX:

“¡Oh, raza de los francos, raza querida y elegida por Dios! De los confines de Jerusalén, de Constantinopla, han venido noticias tristes: una raza maldita, abandonada de Dios, ha invadido las tierras de aquellos cristianos y las ha despoblado a fuerza de hierro, pillaje y fuego (…) El reino de los griegos ha sido desmembrado por ellos y se han robado territorios tan grandes que no podrían atravesarse en dos meses. ¿Sobre quiénes recae, pues, la tarea de vengar estos reveses y de librar aquellos países, sino sobre vosotros, vosotros a quienes Dios confirió más que a ningún otro la gloria de las armas, la bravura, la fuerza, los “largos cabellos” (…)? Ninguno de vuestros bienes debe reteneros, ni la preocupación por vuestras familias. Pues el país que habitáis, cerrado por el mar y por altas montañas, es ahora demasiado pequeño para vuestra numerosa población: apenas da para alimentar a vuestros cultivadores. Por eso os matáis y devoráis unos a otros (…) Poned término a vuestras discordias. Coged el camino del Santo Sepulcro, arrancad de aquel país a una raza inmunda y sometedlo. Jerusalén es tierra que da frutos antes que todas las demás, un paraíso de delicias (…) Conmoveos, comprometeos en este camino de remisión de vuestros pecados, seguros de una imperecedera gloria en el Reino de los Cielos”.

En medio de una multitud de obispos, abades, clérigos y barones, un frío día de noviembre de 1095, en su Auvernia natal, el papa Urbano II, cluniacense, se levanta para tomar la palabra. El concilio de Clermont se celebra en la catedral desde hace diez días, deliberando sobre asuntos corrientes: reforma del clero, excomunión del adúltero rey de Francia, tregua de Dios. Los dignos prelados se adormilan. Y un grito formidable despierta sobresaltados a todos los prelados del mundo; un inmenso clamor llena las pesadas bóvedas: “¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere!”. Y el papa entonces dice: “¡Hombres de Dios, que cada uno renuncie a sí mismo y cargue con la cruz!” ¡La cruz! Hace falta una cruz sobre el hombro. Traen tela roja y se arrojan sobre ella, en tiras; de noche, agotada la tela roja en Clermont, se ve a hombres que se hacen tatuar la cruz sobre el hombro derecho, y otros se la hacen marcar a fuego. Con la cruz, están marcados por el cielo, y participan ya del privilegio de los elegidos, los estigmatizados, de los cuales el máximo honor corresponderá a Francisco de Asís. Urbano II, con un solo golpe de sondaje, rompió la capa de sensibilidad acumulada por siete siglos de terror y de misticismo; y el géiser surgido de las profundidades inflamables va a fluir en río de fuego hasta Tierra Santa.

Este clamor que abre la carrera a la epopeya de las Cruzadas clama también, para quien sabe entenderlo, el destino de Occidente: he aquí el imperialismo misionero, la Biblia, británica, americana o marxista, pero siempre haz de armas en el puño de los hombres elegidos. En 1095, el Sol se levanta por el oeste; fenómeno notorio en más de un aspecto, en particular histórico, que dura aún en el siglo XX, a pesar de los profetas de la decadencia de Occidente. Pero ¿por qué y cómo, y por qué en aquel momento? En el discurso del papa está todo dicho.

O, más exactamente, en lo que los cronistas hacen decir al papa. El texto citado, de Roberto el Monje, no es exactamente la más fiel versión del discurso; pero es sin duda la más verdadera. Pues el papa fue instantáneamente desbordado, ahogado por el entusiasmo, y su discurso, metamorfoseado de boca a oreja hasta que fue total expresión del alma de su tiempo. En el discurso del papa está dicho todo, sí: todo lo que los clérigos creían haber oído, y que el pueblo tenía necesidad de oír.

En 1095 y en Clermont-Ferrand se decide, pues, la primera cruzada. El propio discurso de Urbano II y las palabras de Jean Duché nos relevan de buscar los verdaderos motivos. Basta señalarlos: codicia y ambición.

Conquistada Jerusalén y establecido el reino franco (normando, en realidad), era indispensable resguardar los caminos y proteger a los peregrinos cristianos, a la vez que defender las conquistas realizadas. Se crean entonces las órdenes militares.

La que nos ocupa, la del Temple, fue fundada en Jerusalén, en 1119 (los historiadores no se ponen de acuerdo en el año exacto), por un caballero champañés, Hugues de Pains, a quien se unieron algunos nobles, entre ellos, en lugar principal, Geofredo de Saint Omer. Los  canónigos del Temple les otorgaron luego, para sus necesidades domésticas y bajo ciertas condiciones, un terreno ubicado junto a dicho palacio.

El origen de la Orden fue sumamente modesto; al inicio, sus miembros se llamaban “los pobres caballeros de Cristo”. Los canónigos de Jerusalén les donaron un patio contiguo a lo que fue el templo de Salomón, donde los musulmanes habían construido una primorosa mezquita: Al-Aqsa. Poco después de 1120, “los pobres caballeros de Cristo” ocupan todo el antiguo palacio real (el Templo). Desde ese momento, la Orden se llama del Temple, y sus miembros, templarios.

Al principio, vivían de limosnas; pero pronto comenzaron a recibir beneficios, rentas y donativos de los prelados y barones del reino. Con el tiempo, llegarían a acumular una inmensa fortuna.

El abate Bernardo de Clairvaux (San Bernardo) redactó la Regla que habría de dirigir la Orden. El patriarca de Jersusalén, Esteban de Chartres, efectuó, entre 1128 y 1130, una nueva redacción, llamada Regla Latina, de cuyo texto se hará, en 1140, una versión francesa.

Según la Regla inicial, la función militar quedaba reservada única y exclusivamente a los nobles; los sargentos y escuderos podían reclutarse entre el pueblo o la burguesía, y son simples ayudantes. Los caballeros tenían derecho a poseer tierras, casas, criados y labradores. Todos estos principios constan en la bula Omne Datum, promulgada por Inocencio II en 1139. Conforme a esta bula, los templarios pueden tener sus propios sacerdotes y capellanes, sin injerencia del obispo local. Asimismo, estaban exentos de pagar diezmos. Esta prerrogativa favoreció el incremento de sus posesiones. Antes de los templarios, únicamente los cistercienses gozaban de esta exención.

San Bernardo, en De laude novae militiae, se expresa así de los caballeros templarios:

La disciplina es constante y la obediencia siempre respetada: se va y se viene a la señal de quien posee autoridad; se viste lo que él distribuye y no se va a buscar afuera alimentos ni vestiduras… Los caballeros llevan lealmente una vida común sobria y alegre, sin hijos ni mujer; no se les encuentra jamás ociosos o curiosos, y no conservan ninguna noción de superioridad personal; se honra al más valiente y no al más noble. Detestan los dados y el ajedrez, tienen horror a las cacerías, se cortan el pelo al ras, nunca se peinan, raramente se lavan, llevan la barba hirsuta y descuidada, están sucios de polvo y tienen la piel curtida por el calor y la cota de malla… Un caballero de Cristo es un cruzado permanentemente empeñado en un doble combate: contra la carne y la sangre, contra las potencias espirituales del cielo. Avanza sin miedo, alerta a la izquierda y a la derecha, con la cota de malla sobre el pecho y el alma armada con la fe. Con estas dos defensas no teme hombres ni demonios. ¡Avanzad con paso firme, caballeros, y obligad a huir a los enemigos de la cruz de Cristo: ciertamente, ni la muerte ni la vida os separarán de su caridad…! ¡Glorioso es vuestro retorno victorioso del combate, feliz vuestra muerte de mártires en la lucha!

Poco a poco se fueron instaurando las jerarquías. La Orden quedó integrada de la siguiente manera: caballeros (frates milites); capellanes (frates capellanis); sargentos o escuderos (frates servientes armigeri), y los criados y artesanos (frates servientes famuli et officii). El maestre de Jerusalén llegó a ser la máxima autoridad (que en principio no lo era), aunque en asuntos de primordial importancia debía reunirse el Capítulo para decidir. El hábito, aprobado por el papa Eugenio III, era un manto blanco en el que figuraba una cruz roja (según otros historiadores, era negra); este hábito se reservaba exclusivamente para los caballeros que habían hecho votos perpetuos.

Los historiadores Vignati y Peralta describen así a los templarios:

Los caballeros debían llevar el pelo corto y la barba hirsuta; podían comer carne tres días a la semana, y guardar abstinencia los demás. Comían dos a dos en cada mesa, reunidos en un mismo local y oyendo la lectura de las Escrituras; su cama consistía en jergón, sábana y cobertor, y el dormitorio debía estar siempre iluminado. Usaban, debajo de manto y armadura, camisa y calzoncillos que no podían quitarse ni para dormir. No podían tener llave en sus maletas, ni escribir ni recibir cartas, salvo con licencia del maestre. No podían llevar en su persona o en su cabello, joyas o adornos de plata u oro, excepto si las habían recibido como limosna.

La Orden podía tener hermanos casados, pero les estaba prohibido residir en las casas comunales. Tenían carácter de afiliados.

El ingreso de un caballero a la Orden iba acompañado de un ritual específico, que en ningún caso es el que se tomó como uno de los pretextos para el juicio por herejía que posteriormente les habrían de instaurar en 1307, en Francia, bajo el reinado de Felipe IV el Hermoso.

Maurice Druon, en su excelente obra Los reyes malditos, nos dice lo siguiente:

La Regla, recibida de San Bernardo, era severa. Les imponía castidad, pobreza y obediencia. No debían “mirar demasiado, rostro de mujer”, ni “besar hembra; ni viuda, ni doncella, ni madre, ni hermana, ni tía, ni ninguna otra mujer”. En la guerra, debían aceptar el combate de uno contra tres y  no podían ser rescatados con dinero. Solo les estaba permitida la caza del león.

Única fuerza militar bien organizada, estos monjes-soldados eran los cuadros permanentes de las hordas informes que se reunían en cada Cruzada. Colocados en la vanguardia de todos los ataques y en la retaguardia de todas las retiradas, embarazados por la incompetencia o las rivalidades de los príncipes que mandaban estos ejércitos improvisados, perdieron, en el lapso de dos siglos, más de veinte mil hombres en los campos de batalla, cifra considerable en relación con los efectivos de la Orden. Pero también cometieron, hacia el fin, funestos errores de carácter estratégico.

Con el tiempo, los templarios acumularon una fortuna inmensa. La Orden, aunque era de carácter religioso-militar, se inclinaba más por la actividad bélica. Empleó sus fabulosas riquezas en operaciones de banca y préstamos, que fuesen más rentables para sus fines. Llegaron a convertirse en los banqueros de la Iglesia y de los reyes, que tenían cuenta corriente con ellos.

Felipe IV el Hermoso (1268-1314), rey de Francia, es considerado por los historiadores como un gran estadista. No obstante, durante su reinado hubo serios conflictos con el papado. En Anagni, en 1302, hizo prisionero al papa Bonifacio VIII, anciano de ochenta y ocho años, que incluso fue abofeteado en su trono por Guillermo de Nogaret, enviado por el rey francés para prender al papa. Por este hecho, Nogaret fue excomulgado, y se necesitó de todo el ascendiente de Felipe IV sobre Clemente V, para levantar la excomunión. Bonifacio fue liberado por el pueblo de Anagni, pero falleció al mes siguiente. Luego de un breve reinado del sucesor de Bonifacio, Benedicto XI, Felipe impuso al cónclave el nombre del cardenal francés Bertrand de Got, o Goth, quien, al ser elegido en 1305,  tomó el nombre de Clemente V (se desconoce la fecha de nacimiento; murió en 1314). El nuevo papa trasladó su corte a Aviñón, en donde Felipe pudo influir conforme convenía a sus intereses.

Con el afán de apoderarse de las riquezas de los templarios, inició un juicio en su contra, en 1307. Mediante una gigantesca redada policial preparada con mucha anticipación, Felipe hizo detener a todos los templarios de Francia. A la misma hora del 13 de octubre de 1307, la gente del rey cayó sobre todas las casas que la Orden mantenía en el reino. El propio Guillermo de Nogaret (n. hacia 1265 y m. en 1314), legista francés al servicio de Felipe IV, apresó al gran maestre, Jacobo de Molay, y a los ciento cuarenta caballeros de la casa matriz. Se los acusó, en nombre de la Inquisición, de herejía. El interrogatorio a los acusados mide, en total, veintidós metros y veinte centímetros. Está lleno de los disparates propios de las creencias de la época; sin embargo, disparates y nada más, trajeron consecuencias terribles para los miembros de la Orden. En ese mismo año, 1307, Nogaret redactó el manifiesto contra la Orden.

El gran maestre y tres caballeros más fueron encarcelados durante casi siete años (1307-1314). Para obtener confesiones de herejía y sodomía, fueron cruelmente torturados. Entre otros padecimientos terribles, sufrieron el de los borceguíes y el de la garrucha. Aplicado este último, Jacobo de Molay no pudo resistir más y confesó todo lo que le pedían. En noviembre de 1312, fueron condenados a cadena perpetua; pero el consejo real, en marzo de 1314, los declaró relapsos. De Molay y el preceptor de Normandía, Godofredo de Chartres, fueron condenados a la hoguera. Ya en años anteriores, muchos templarios habían ardido en la hoguera.

En la hora suprema, Jacobo de Molay se retractó. Un hombre que, mezclado con el pueblo, se hallaba presente en el bárbaro espectáculo, tomó nota de las últimas palabras de Jacobo de Molay y las legó a la posteridad:

Es justo que, en un día tan terrible y en los últimos momentos de mi vida, descubra toda la iniquidad de la gran mentira y haga triunfar la verdad. Declaro, ante el cielo y la tierra, y confieso, aunque sea para mi vergüenza eterna, que he cometido el mayor de los crímenes, pero que me parece lo más conveniente para despejar la oscura niebla que rodea a nuestra Orden; yo certifico, y la verdad me obliga a certificar, que la Orden es inocente. Si hice una declaración contraria, fue para detener los dolores excesivos de la tortura y para enternecer a quienes me la hacían sufrir. Conozco los suplicios que han infligido a todos los caballeros que han tenido el coraje de revocar una confesión semejante; pero el terrible   espectáculo que se me presenta no es suficientemente capaz como para confirmar mi primera mentira con una segunda: bajo una condición tan infamante, renuncio, de todo corazón, a la vida.

No se había extinguido totalmente la hoguera en que perecieron de Molay y de Chartres, que ya comenzó a circular la leyenda que Maurice Druon recoge en su obra ya mencionada. Nos cuenta que,  en la hoguera, el gran maestre levantó un brazo y pronunció las siguientes palabras:

¡Papa Clemente!… ¡Caballero Guillermo de Nogaret!…¡Rey Felipe!… ¡Antes de un año yo os emplazo para que comparezcáis ante Dios, para recibir vuestro justo castigo!… ¡Malditos, malditos! ¡Malditos hasta la decimotercera generación de vuestro linaje!

Muchos historiadores coinciden en señalar que la famosa maldición no es sino una leyenda; pero la realidad histórica es que, en el año 1314, murieron Clemente V, Felipe el Hermoso y Guillermo de Nogaret. ¿Coincidencia?

Con la muerte del gran maestre se extinguió la Orden, que ya había sido abolida en el concilio de Vienne (1311-1312), convocado por Clemente V.

Después de Francia, otros países persiguieron a los templarios, con lo cual la Orden terminó por desaparecer por completo. Algunos de los sobrevivientes recibieron autorización para ingresar en otras órdenes. Los bienes, según el caso, quedaron en poder, ya sea de la corona, ya sea de la Iglesia, o de otras órdenes.

Maurice Druon, al hablar de las repercusiones de todo el proceso contra los templarios, nos dice lo siguiente:

El caso de los templarios nos interesaría menos, si no tuviera prolongaciones en la historia del mundo moderno. Es sabido que la Orden del Temple, inmediatamente después de su destrucción, fue reorganizada en forma de sociedad secreta internacional (…) Los templarios son el origen de las cofradías, institución que aún subsiste. (…) La Orden del Temple, por medio de las cofradías, se relaciona con los orígenes de la masonería, en la que encontramos las huellas de sus ceremonias de iniciación y sus emblemas, que no solo pertenecen a las antiguas compañías de obreros, sino que también, hecho mucho más sorprendente, se ven en los muros de ciertas tumbas de arquitectos del antiguo Egipto. Todo hace pensar, pues, que los ritos, emblemas y procedimientos de trabajo de ese período de la Edad Media, fueron introducidos en Europa por los templarios.

Druon asegura que se conocen los nombres de los grandes maestres secretos, hasta el siglo XVIII. Pero Vignati y Peralta discrepan de esta aseveración, pues afirman que el jesuita Bonanni compuso la famosa lista, que no es sino pura farsa, con el fin de relacionar con los templarios a las nuevas sociedades secretas.

En fin, el enigma de los templarios sigue concitando el interés de los estudiosos. De todos modos, lo que se saca en claro es que la codicia de Felipe el Hermoso, secundado por Clemente V, hizo posible la destrucción de una Orden que, en su momento, fue baluarte de la cristiandad.

 

Fina Crespo

Febrero de 2013

LA INQUISICIÓN

TheInquisitionLa historia negra de la Inquisición (ese baldón sempiterno del cristianismo)  se inicia en la Edad Media, al comienzo del segundo milenio de n.e. Durante los siglos XI y XII, se intensificó la actividad de los cátaros y albigenses, que proclamaban doctrinas altamente influenciadas por el maniqueísmo. La Iglesia había existido ya el suficiente tiempo como para tener sus propios herejes y comenzar las luchas intestinas, que habrían de culminar, siglos más tarde, en la Contrarreforma, derivada del concilio tridentino (1545-1563).

Los príncipes cristianos y el pueblo reaccionaron violentamente contra cátaros y albigenses, quienes propugnaban volver a los inicios del cristianismo, esto es,  a la vida sencilla y en pobreza. Se desató una violencia extrema, al punto de aplicar la pena de muerte por el fuego contra los herejes, pena dictada por algunos príncipes cristianos: así, el conde Raimundo V de Tolosa (1148-1194); Pedro II de Aragón, en 1197; Luis VIII y Luis IX  de Francia, en 1226 y 1228.

Durante algún tiempo, los papas consiguieron frenar la furia popular; pero Alejandro III, en el III concilio ecuménico de Letrán (1179), y Lucio III, en el gran sínodo de Verona (1184), que se celebró con la presencia del emperador Federico Barbarroja, incitaron a los príncipes a aplicar sanciones penales contra los cátaros y albigenses. Inocencio III y el IV concilio ecuménico de Letrán (1215) codificaron las leyes existentes y urgieron su cumplimiento. Ello condujo al genocidio del pueblo cátaro, crimen cometido con la mayor saña, al punto de que no quedó  vivo ni  uno solo de los seguidores de esta doctrina, incluidos los niños.

En 1231, el papa Gregorio IX aceptó para toda la Iglesia la ley publicada en 1224 por el emperador Federico II, por la cual se impuso la pena de muerte a los herejes. El pontífice tomó diversas medidas para asegurar el cumplimiento de la ley; la principal de ellas fue la creación del tribunal de la Inquisición, del que se encargó la entonces nueva orden de los dominicos.

También en 1231, se nombró inquisidor a Conrado de Marburgo, en Alemania; en Aragón se estableció el nuevo tribunal a instancias de san Raimundo de Peñafort y de Jaime I el Conquistador. Peñafort redactó un Manual práctico de inquisidores; en ese documento y en algunas cartas de Gregorio IX, se detalla minuciosamente el procedimiento que debían adoptar los recién establecidos tribunales: el inquisidor llegaba a una población y anunciaba el tiempo de gracia a sus moradores. Los considerados culpables que confesaban libremente su culpa eran perdonados, y se les aplicaban leves penitencias espirituales. Poco a poco, este método se endureció. Se estableció el interrogatorio sistemático y se dispuso de un abogado, que en un comienzo no había. El nombre de los testigos se mantenía en riguroso secreto, perversa modalidad que impedía la defensa del acusado. Durante el reinado del papa Inocencio IV (en 1252, concretamente), comenzó a utilizarse la tortura, refinado sistema que disponía de instrumentos que ocasionaban inmenso sufrimiento al reo.

Terminada la investigación, el inquisidor promulgaba la sentencia en los denominados autos de fe. Las penas menores eran la prisión perpetua o temporal, y la confiscación de bienes. Los reos de muerte eran entregados al brazo secular, es decir, a los tribunales ordinarios de justicia, porque la Iglesia, ¡sarcasmo cruel!, no podía manchar sus manos. La pena de muerte se aplicaba en la hoguera, porque la Iglesia detestaba derramar sangre y recomendaba el fuego. Los condenados a penas menores debían usar insignias y sambenitos que mostraban al mundo su afrenta. Y en las iglesias se exhibían los nombres de los condenados, a fin de infamar también a sus descendientes.

Pero la Inquisición no actuó solamente contra la herejía. Aunque en un principio ese fue su cometido, más  tarde la emprendió contra las brujas, infelices mujeres que cayeron en sus garras, y que, luego de extenuantes interrogatorios durante los cuales se las torturaba con una sevicia monstruosa (se detenía la aplicación del tormento cuando la infeliz torturada corría peligro de morir, para reanudarlo después), eran conducidas a la hoguera para su pública ejecución. Pierre de Lancre, (1553-1631), juez en los procesos por brujería, se jactaba  de haber enviado a la hoguera a centenares de estas desdichadas mujeres. También algunos hombres fueron condenados por brujos; pero la acción  más mortífera y cruel fue contra las mujeres.

En 1451, el papa Nicolás V concedió mayor autoridad a los inquisidores, de modo que pudieran intervenir en cualquier tipo de hechicería, aunque no “oliera claramente a herejía”. El Malleus Maleficarum (El martillo de las brujas), editado alrededor de 1486, es uno de los libros más famosos sobre brujería, obra de dos dominicos, Jakob Sprenger y Heinrich Kramer, inquisidores ambos. Este libro abrió las puertas a la locura inquisitorial. Su intención era poner en práctica la orden de la Biblia, en Éxodo 22, 17; “A la hechicera no la dejarás con vida”.

Para ilustrar esta locura, transcribo el siguiente párrafo, extraído de los tratados de brujería: “Consideramos que cualquier persona que tenga un lunar, quiste, juanete o cicatriz, posee una marca del diablo, y que, por lo tanto, debe ser ejecutada por brujería”. A tal punto llegó el horror, que, en 1592, un sacerdote y confesor católico clamaba desesperadamente: “Oh, religión cristiana, ¿hasta cuándo seguirán vejándote con esta horrenda superstición? (…) ¿Hasta cuándo arriesgarán la vida los inocentes que viven en tu seno?”

Ya en vigencia la Reforma, católicos y protestantes, por igual, persiguieron y castigaron la herejía y brujería, desde sus particulares puntos de vista. Hay muchos procesos célebres. Entre los más sonados, podemos citar el juicio y condena de Juana de Arco, el de Miguel de Servet,  el de Urbano Grandier, el de la peste de Milán y el de las brujas de Salem. En el tintero se quedan infinitos casos.

Mención aparte merece la Inquisición española, introducida en España por los Reyes Católicos. Su primer inquisidor general fue el dominico Tomás de Torquemada (1420-1498). Pese a que desde Roma se le enviaban advertencias, su rigor y crueldad llegaron a excesos terribles. Y ello se debió, especialmente, a la aprobación que recibía de los Reyes Católicos, principalmente Isabel.

La Inquisición española se dirigió, aparte de herejes y brujas, a perseguir y condenar a judíos y conversos (a estos últimos, con tal saña, que se los llegó a denominar “marranos”, nombre con el que pasaron a la historia). Con los primeros no se detuvo hasta conseguir su expulsión de tierras españolas, en 1492. Con los segundos la persecución fue horrenda: ardieron por miles en las hogueras. El Santo Oficio (otro nombre de la Inquisición española) fue suprimido y restaurado en 1808, 1813-1814 y 1820-1823. Se eliminó definitivamente en 1834.

Parece increíble que Occidente, que tanto pregona su civilización, haya caído durante siglos y hasta una época relativamente reciente en el devenir de la historia, en una insania tan espantosa como la creencia en hechizos, maleficios y otras artes malignas, así como en íncubos, súcubos, aquelarres y otras sandeces por el estilo. Pero así fue. Y no habrá pedidos de perdón que hagan olvidar este infame capítulo de la historia. Las víctimas de la Inquisición se cuentan por millones, pues fueron muchos los siglos en que la humanidad sufrió este azote. Su brazo alcanzó también las tierras americanas, en donde, según los historiadores, no se aplicó la pena de muerte por el fuego, sino la horca. En todo caso, nada puede atenuar el hecho de que seres humanos hayan tenido que padecer tortura  y  muerte cruel e infamante, por la aberración de otros seres humanos, que, paradójicamente, profesaban la misma religión que los sacrificados.

FINA CRESPO

Marzo de 2011

LA MADRE TRABAJADORA

MadreTrabajadoraUna joven se hallaba en plena labor de traer un nuevo habitante al mundo. Cuando al fin salió el bebé, la madre se volvió hacia la enfermera y le preguntó: “¿Ya pasó lo peor?” Esta, mujer madura y experimentada, le respondió: “No, señora. Lo peor dura los próximos veinte años”.

En efecto, la tarea de la madre no se circunscribe a la gestación y al alumbramiento: una vez nacido el niño, vienen muchos años de ardua labor, que se plasman en la educación y formación del hijo, para que en la vida adulta sea una persona de bien.

La madre dista mucho de ser ese personaje sublime, sabio, perfecto y maravilloso que nos ha descrito la literatura. Es un ser humano, con virtudes y defectos. Yerra y acierta, se llena de dudas e incertidumbres, y a veces no sabe por dónde dirigir sus pasos en la educación de sus hijos. La mujer que llega a ser madre no vuelve jamás a ser la que fue antes de ese acontecimiento. Su vida cambia para siempre.

No voy a repetir los lugares comunes que, una vez al año, se citan con motivo del Día de la Madre; no. Voy a hablar de una mujer en particular: la madre trabajadora. Todas las madres aquí presentes sabemos lo que ese calificativo significa: cumplir dos deberes a la vez, es decir, criar, cuidar y educar a los hijos, y ganar el sustento, sea parcial o total, de la familia. Ello quiere decir, por citar solamente unas pocas cosas, madrugar todos los días; efectuar a velocidad el cotidiano trabajo del hogar; despachar a los hijos a la guardería o al colegio, según sea el caso; salir rápidamente al lugar de trabajo, y presentarse en él tan fresca y descansada, como si nada hubiera hecho. Después de laborar durante ocho largas horas, de vuelta a casa, a continuar sus tareas, atender a los miembros de la familia, revisar deberes, disponer lo que más pueda para el día siguiente y, ya muy tarde, retirarse a descansar unas pocas horas, hasta la madrugada del otro día. Los fines de semana son poca cosa para completar el trabajo que no pudo hacer en días ordinarios. Y así, día tras día, año tras año, durante mucho tiempo. ¡Ah!, se prohíbe el cansancio y, menos aún, el padecimiento de alguna dolencia.

Sin embargo, este panorama no arredra a la madre trabajadora. Cumple su labor en la mejor forma posible, aunque a veces, como es un ser humano de carne y hueso, la acomete el desaliento y se permite algunos cambios de humor.

Y en este trajinar de años y años, deja su juventud y buena parte de su madurez. Deja también atrás, anhelos e ilusiones que alguna vez ocuparon sus pensamientos, y oportunidades que solo en la edad temprana se presentan. Pero todo se da por bien empleado.

Después, los hijos crecen, y la madre los deja a las puertas de la que Gibrán Jalil Gibrán llamó “la casa del mañana, en la cual ella, ni siquiera en sueños, podrá entrar”. Y los deja satisfecha, pues está segura de que, como dijo el sabio, la madre no es la persona que brinda apoyo, sino la que hace que ese apoyo sea innecesario. Sabe que ha educado bien, cuando sus hijos adultos no la necesitan para nada, y por ello, prudentemente, se retira de la casa del mañana. Sabe, en fin, que allá, fuera de los muros del hogar, quizá en otras latitudes del planeta, sus hijos son personas de bien y, a su vez, excelentes padres y madres de familia, porque llevan en sí el sello de la madre que los formó y educó.

 

Fina Crespo

Mayo de 2011

GÉNERO

Idioma

Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, en su última edición (2001), el sustantivo género, en el aspecto que nos interesa en este artículo, es decir, desde el punto de vista gramatical,  tiene las siguientes acepciones:

6. Clase a la que pertenece un nombre sustantivo o un pronombre, por el hecho de concertar con él una forma y, generalmente solo una, de la flexión del adjetivo y del pronombre. En las lenguas indoeuropeas estas formas son tres, en determinados adjetivos y pronombres: masculina, femenina y neutra.

7. Cada una de estas formas.

8. Forma por la que se distinguen algunas veces los nombres sustantivos, según pertenezcan a una u otra de las tres clases.

Género femenino: En los nombres y en algunos pronombres, rasgo inherente de las voces que designan personas del sexo femenino, algunos animales hembra y, convencionalmente, seres inanimados.

Género masculino: En los nombres y en algunos pronombres, rasgo inherente de las voces que designan personas del sexo masculino, algunos animales macho y, convencionalmente, seres inanimados.

Hasta aquí, el DRAE.

Género, en biología, es un grupo convencional, no susceptible de una definición tan precisa como la especie. Las especies que pertenecen al mismo género llevan el mismo nombre genérico. Los nombres del género, del subgénero y de la especie se escriben siempre en latín; por ejemplo, el género Canis engloba la especie C. lupus (el lobo), la especie C. aureus (el chacal) y la especie tan querida para el ser humano, C. familiaris (el perro). Varios géneros cercanos forman una familia; pero, cuando un género es rico en especies, a veces se lo divide en subgéneros, o se forman varios géneros. (He seguido la Enciclopedia Larousse).

Aquí calzan perfectamente otras definiciones del DRAE sobre la palabra género:

  1. Conjunto de seres que tienen uno o varios caracteres comunes.
  2. Clase o tipo a que pertenecen personas o cosas.

¿Y qué dice el DRAE del significado de  género en biología? La acepción que nos da es esta:

Taxón que agrupa a especies que comparten ciertos caracteres.

Interesa también la definición de sexo:

  1. Condición orgánica, masculina o femenina, de los animales y las plantas.
  2. Conjunto de seres pertenecientes a un mismo sexo.

En nuestro idioma, el género no marcado es el masculino; el marcado es el femenino. El término no marcado es el que tiene una distribución más amplia, un significado más general y, a menudo, también el que se obtiene por defecto en ausencia de morfemas específicos. Así, en la oposición entre el masculino y el femenino, dentro del paradigma de ciertos sustantivos, se suele señalar que la forma masculina es no marcada, ya que se emplea en los contextos genéricos y su significado incluye la designación de seres de ambos sexos: El hombre es mortal. La expresión no marcado se refiere al miembro de una oposición binaria que puede abarcarla en su conjunto, lo que hace innecesario mencionar el término marcado. En la designación de seres animados, los sustantivos de género masculino se emplean no solo para referirse a los individuos de ese sexo, sino también –en los contextos apropiados– para designar la clase que corresponde a todos los individuos de la especie, sin distinción de sexos:

El chimpancé comparte con el hombre un altísimo porcentaje de su ADN (más del noventa por ciento).

La historia de Jean Duché relata como pocas la gesta del hombre sobre la Tierra.

En las dos últimas décadas (al parecer, como consecuencia del movimiento feminista), se advierte una tendencia a construir series coordinadas constituidas por sustantivos de persona que manifiestan los dos géneros: los vecinos y vecinas, los ecuatorianos y ecuatorianas, los niños y las niñas, etc. Se supone que esta construcción expresa cortesía, pero no es así.  Se la acepta en señoras y señores, damas y caballeros; pero en otros contextos, semejante perífrasis no hace sino deturpar la expresión, puesto que es innecesaria, toda vez que el empleo del género no marcado es suficientemente explícito como para abarcar a los individuos de uno y otro sexo.

En algunos casos muy específicos, el uso del término masculino plural puede no contribuir a la claridad de la expresión; en ese caso, es preciso nombrar los dos géneros del sustantivo, o recurrir a un modificador restrictivo: Los afiliados, tanto hombres como mujeres, se jubilarán a la misma edad. Esta última forma es la mejor.

Queda, pues, claro, que son los sustantivos los que tienen género, ya sea masculino, femenino o neutro. Las personas (y también los animales) tenemos sexo, asimismo, masculino o femenino.

Para mayor precisión, he seguido a la RAE en todo lo posible. Esto es lo que la Academia dice; sin embargo, la lengua no la hace el gramático, sino el hablante. Por tanto, nada tendría de raro que, más tarde, la misma Academia incluya en el DRAE la palabra género para designar el sexo de las personas. Así se ha hecho con otros vocablos, antaño no admitidos, como, por ejemplo, ícono, pues la palabra castiza es icono, es decir, voz llana. Más ilustrativa es la palabra alternativa, que antes significaba únicamente “posibilidad de escoger entre dos cosas”, y ahora significa también “cada una de las cosas por las cuales se opta”. Y así, ad infinitum.

El lenguaje es patrimonio del hombre. Ningún otro ser vivo posee esta maravilla. Y nosotros, los hispanohablantes, tenemos la suerte de poseer uno de los idiomas que mayor belleza ostentan. La escritura, la radio, la televisión,  lo hacen volar de un lado a otro; cada región adopta su propia forma de expresarse, y ello lo hace variar de una latitud a otra;  pero también las lenguas que actúan como adstratos de la nuestra lo transforman día a día y lo enriquecen, aunque no siempre. Algunas veces lo afean. Esto es inevitable; no obstante, en la medida de lo posible, debemos conservar el tesoro que hemos heredado, y expresarnos con la mayor corrección que podamos, ya sea oralmente y no se diga por escrito.

A continuación, transcribo un fragmento de Aprecio y defensa del lenguaje, de Pedro Salinas (1891-1951):

“¿Tiene o no tiene el hombre como individuo, el hombre en comunidad, la sociedad, deberes inexcusables, mandatorios en todo momento, con su idioma? ¿Es lícito adoptar en ningún país, en ningún instante de su historia, una posición de indiferencia o de inhibición ante su habla? ¿Quedarnos, como quien dice, a la orilla del vivir del idioma, mirándolo correr, claro o turbio, como si nos fuese ajeno? O, por el contrario, ¿se nos impone, por una razón de moral, una atención, una voluntad interventora del hombre hacia el habla? Tremenda frivolidad es no hacerse esa pregunta. Pueblo que no la haga vive en el olvido de su propia dignidad espiritual, en estado de deficiencia humana. Porque la contestación entraña consecuencias incalculables. Para mí la respuesta es muy clara: no es permisible a una comunidad civilizada dejar su lengua, desarbolada, flotar a la deriva, al garete, sin velas, sin capitanes, sin rumbo.”

El idioma es la herramienta de que disponemos para comunicarnos con nuestros semejantes; es la luz que nos permite acabar con las tinieblas de la ignorancia; es el vehículo que nos lleva a todas las latitudes del planeta y hasta al universo mismo. Es importante amarlo, cuidarlo y defenderlo.

 

Fina Crespo

Octubre 8 de 2011

EL TIEMPO

ElTiempoLa palabra tiempo, por sí sola, tiene algunas acepciones; combinada con otras, forma locuciones con diverso significado. Así tenemos, entre otras, tiempo pascual, muerto, inmemorial, geológico, absoluto y unas tantas más. Para los propósitos de este artículo nos interesan principalmente estas tres:

1ª. Duración de las cosas sujetas a mudanza;

2ª. Magnitud física que permite ordenar la secuencia de los sucesos

estableciendo un pasado, un presente y un futuro; y

3ª. Época durante la cual vive alguien o sucede algo.

El hecho de vivir en un planeta sujeto a ciclos (orto y ocaso del Sol, período de lluvias y sequía, épocas de siembra y cosecha, sucesión de las estaciones, por ejemplo), han incidido en que, desde que la civilización tiene memoria, se haya considerado que el tiempo fluye homogéneamente desde un pasado a un futuro. Así lo conceptuaba Newton; pero varios científicos modernos han desechado esta idea ante la imposibilidad de demostrar que el tiempo verdaderamente fluye.

Nosotros, habitantes de un planeta que es menos que una partícula en el universo, nos hemos acostumbrado a ver el tiempo, en el sentido de duración de las cosas, como un elemento más de  nuestro diario vivir, como el aire y el agua. Pero no es así. Realmente, el tiempo no existe como elemento de la categoría de los dos nombrados, porque tan solo es un convencionalismo en el que nos hemos puesto de acuerdo para determinar la duración de nuestro paso por la vida y de lo que nos rodea. Miradas así las cosas, nosotros mismos somos el tiempo: lo tenemos mientras vivimos; se nos termina en el momento de morir. Es, en suma, una creación de la mente.

Nuestro tiempo… el personal, el que consideramos corto o largo según recordemos o esperemos; ese tiempo que en la niñez nos parece eterno, es menos que una ráfaga. Los científicos Marcelino Cerejido y Fanny Blanck-Cerejido nos dicen:

A escalas geológicas, que duran miles de  millones de años, la vida de un hombre, desde huevo fecundado hasta cadáver, parece poco menos que una explosión. Nos queda claro, entonces, que modas, muebles, aparatos, personajes, instituciones, imperios, ciudades, especies biológicas, montañas, continentes, sistemas planetarios, galaxias y el universo entero no son más que configuraciones más o menos pasajeras que va adoptando la materia. (…) Desde esta perspectiva, la historia de un organismo aparece como una serie de crisis y transiciones: en un huevo fecundado las células se dividen y forman una masa (mórula) que no se queda como tal, sino que luego se ahueca (blástula) y más tarde se invagina (gástrula), y pasa después por otros estadios que incluyen los de embrión, feto, niño, adolescente, adulto, anciano y cadáver.

También el organismo humano está sujeto a ciclos, lo cual, según parece, nos produce una ilusión: el sentido temporal, por el cual creemos darnos cuenta de que el tiempo transcurre, lo que nos lleva a la tesis ya expuesta, de que el tiempo somos nosotros mismos. Ese supuesto fluir del tiempo encuentra asidero en que lo medimos y en que para esa medición hemos creado máquinas llamadas relojes. La verdad es que esa medida se fundamenta en la duración de ciertas oscilaciones, cuyo transcurso se ha definido convencionalmente con la palabra segundo, transformada en unidad del tiempo como magnitud física, en el Sistema Internacional. El moderno avance de la ciencia le da una definición muy precisa, basada en conocimientos exactos; pero referirse a ello  no es el objetivo de este artículo.

La idea de medir los ciclos de la naturaleza, así como la duración de los seres humanos, de los animales y de los objetos, se pierde en la noche de los tiempos. Y ya, cuando empieza la historia (en Sumeria, por supuesto), la medición del tiempo es cosa corriente. Los caldeos, los asirios, los babilonios y los egipcios lo hacían. El Sol, nuestro astro, era el punto de partida para conocer la hora. Kidinnu, astrónomo caldeo del siglo VI a.C., calculó el movimiento del Sol con una exactitud tal, que solo fue superada en el siglo XX.  Hemos de recordar que los caldeos, los babilonios y los griegos no conocían el telescopio.

Con el avance del conocimiento, se dividió el tiempo en días, semanas, meses y años. La semana de siete días se la debemos a los caldeos. En Egipto, el ciclo anual empezaba el día en que la estrella Sirio aparecía en el horizonte.

Después de los relojes solares y los de agua, apenas en la baja Edad Media aparece el reloj mecánico. Poco a poco fueron perfeccionándose estas máquinas, hasta tener en la actualidad relojes de una precisión extraordinaria.

Aparecieron más tarde los calendarios. Los de los griegos eran lunisolares. Los primeros calendarios romanos que se conocen están grabados en piedra. El más antiguo es el de Antium, de mediados del siglo I a.C., y mencionaba las calendas, los idus y las fiestas. Más tarde, estos calendarios de piedra se sustituyeron por rollos de papiro, a los que se añadieron secciones de astronomía y astrología.

El calendario azteca descuella entre los de las culturas y civilizaciones precolombinas; el que se exhibe en el museo nacional de México tiene grabados numerosos datos de astronomía; en otros aparecen fechas, nombres de los dioses, de ciudades, de personajes, etc. Los mayas tenían el año de 365 días,  con un año bisiesto cada cuatro, mucho antes de que en Europa se regulara así el tiempo.

El calendario juliano lo implantó Julio César, en el siglo I a.C. En él se estableció el 1° de enero como el día inicial del año. El gregoriano reformó el anterior; esta reforma la ordenó el papa Gregorio XIII y es el que rige en la actualidad. Para corregir algunos defectos que tiene este calendario, se han propuesto varios proyectos de reforma, pero hasta ahora no han pasado de ser solo proyectos.

Muchas culturas han tenido sus calendarios, pero nos limitamos a mencionar aquí  únicamente los más importantes.

Todo lo anterior nos demuestra que el hombre ha dado enorme importancia al tiempo, al punto de preocuparse por medirlo. Todo ello no es cosa actual, sino que viene desde tiempos inmemoriales. Lo ha considerado un elemento que fluye,  que existe; ha querido aprisionarlo, regirlo, someterlo a normas, extenderlo a límites que antiguamente no podían ni imaginarse (se habla de vivir hasta ochocientos o mil años); sin embargo, esta creación de nuestra mente encuentra su final en nuestra mortalidad. La vida demasiado larga acarrea su propio fantasma: una dilatada ancianidad, que el que muere joven no llega a conocer.

Cerejido y Blanck-Cerejido nos dicen:

La senectud es enteramente artificial; es un producto de la civilización. Más aún: su duración es proporcional al grado de civilización, a la capacidad que tiene una cultura de remendar la vida de su gente y de sus animales. (…) Hoy los ancianos ya no son considerados como los depositarios de la sabiduría y de la historia, y la velocidad con que se producen los cambios tecnológicos, culturales y  geográficos tiende a dejarlos de lado. A su turno, los jóvenes se alejan de los ancianos, en virtud del temor y la culpa que inspiran la muerte y los que, virtual o concretamente, están cerca de ella. Así como para el niño la muerte es siempre la muerte de otro, para el adulto maduro la muerte de otro siempre refiere a la propia.

Por lo menos hasta el momento, pese a su incansable búsqueda, el hombre no ha encontrado la fuente de la eterna juventud. Así pues, a más tiempo sobre la Tierra, mayor período de ancianidad.

La siguiente anécdota se ha atribuido a varios personajes célebres: alguien muy famoso se jactaba de haber alcanzado una avanzada edad porque jamás había fumado ni bebido, siempre se había retirado temprano a descansar y jamás había caído en excesos en la comida o en su vida sexual. A todo ello, un colega le replicó: “Pero, mi querido amigo, usted no vive: usted dura”.

¿Qué es mejor? ¿Vivir o durar? La respuesta es obvia.

Cuando vemos, día a día, que se agota cada vez más nuestro capital de tiempo, lo mejor que podemos hacer es saborear la vida, aquilatarla en lo que vale y no desperdiciarla en tareas inútiles o en quejas más inútiles todavía. Ahora mismo estamos en el turno de vivir. Por tanto, ¡VIVAMOS!

Frases acerca del tema:

De autor desconocido: El primer error fue la invención del calendario. Ello condujo con el tiempo a la implantación de los lunes.

J. L. Borges: Estamos hechos, en buena parte, de nuestra propia memoria. Esa memoria está hecha, en buena parte, de olvido.

Angelus Silesius: Tú mismo haces el tiempo. Tu reloj son tus sentidos.

Cesare Pavese: No recordamos días, sino momentos.

Quevedo: Soy un fue, y un será, y un es, cansado.

Proverbio francés: La vida es una cebolla que uno llora mientras la va pelando.

Porchia: Uno vive con la esperanza de volverse una memoria.

Unamuno: Escapar a la muerte ha sido el núcleo de las religiones.

Cerejido: El deseo, podría decirse metafóricamente, es la presencia del futuro en el presente, de algo que aún no se ha realizado. Es la presencia de una ausencia.

Raoul Dufy: La naturaleza, mi querido señor, es solo una hipótesis.

Albert Einstein: El tiempo y el espacio son esquemas con arreglo a los cuales pensamos, y no condiciones en las que vivimos.

 

Fina Crespo

Mayo de 2011