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CATALINA DE ARAGÓN (1485-1536)

CatalinaDeAragonReina de Inglaterra por su matrimonio con Enrique VIII, Catalina de Aragón, princesa española, nació en Alcalá de Henares, en 1485. Hija de Fernando II de Aragón y de Isabel de Castilla (los Reyes Católicos), contrajo matrimonio, en 1501, con Arturo, primogénito de Enrique VII de Inglaterra y  heredero del trono. El joven falleció en 1502; apenas un año después, se comprometió con el futuro Enrique VIII, boda que se celebró en 1509, luego de un sinnúmero de dificultades, puestas por el propio Enrique VII.

El destino de Catalina de Aragón, al igual que el de muchas princesas europeas de todos los tiempos, fue trágico. Estas princesas no eran otra cosa que peones en el ajedrez en que competían los monarcas de turno, en el juego de la política y de la guerra.

En las postrimerías del siglo XV, España, en vísperas de terminar la Reconquista y de descubrir América, miraba ya un porvenir de gloria y poderío. Por su parte, Inglaterra curaba las heridas de la Guerra de las Dos Rosas, que enfrentó a los York y a los Lancaster, ramas de los Plantagenet, que así  dirimieron el conflicto suscitado por las pretensiones de ambas casas al trono. Esta guerra se llamó así porque el escudo de los York llevaba una rosa blanca, y el de los Lancaster, una roja. Después de victorias y derrotas de ambos bandos, emerge en el horizonte la figura de Enrique Tudor, quizá el menos indicado para acceder al trono: su prosapia, aunque por sus venas corría sangre real, no era precisamente la más apropiada para el caso, puesto que no provenía de reyes por línea directa.

Luego de la batalla de Bosworth, en la que vence a Ricardo III, se convierte en Enrique VII. Inglaterra, hasta entonces desangrada por una guerra tan desastrosa, se incorpora verdaderamente, con este monarca, al Renacimiento. Se abre al humanismo, se introduce en la política europea, desarrolla el concepto de nación e instaura una monarquía que, finalmente, eliminará los restos del feudalismo y entrará de lleno en la Edad Moderna. Este hombre es el padre de Enrique VIII, que llegó al trono por el resultado final de una guerra civil, y que al morir dejó repleto de dinero el tesoro del reino.

En marzo de 1489, en Medina del Campo, se celebraron las promesas de esponsales entre Catalina y Arturo. La infanta apenas tenía cuatro años, y el príncipe de Gales (título que desde 1301 ostentaba en Inglaterra el heredero del trono) aún no cumplía tres. Catalina pasó a ser princesa de Gales.  En 1497 se celebraron los esponsales oficiales en Woodstock, cerca de Oxford. Representó a la infanta, don Rodrigo Gonzalva de Puebla, embajador de España en Londres.

Bien es cierto que en ese entonces Inglaterra era conocida en Europa como país bárbaro, brumoso y glacial. La Guerra de las Dos Rosas y todos los antecedentes de la llegada de Enrique VII al trono se consideraban fases arcaicas de la historia de las naciones. Pero también se la consideraba como el último bastión del heroísmo legendario. Por ello, Catalina estaba feliz. Su futuro marido se llamaba así por otro Arturo, el de la leyenda de los caballeros de la Mesa Redonda. Y la princesa tenía también antepasados ingleses, por Blanca de Lancaster y por Constanza de Castilla, las dos primeras esposas de Juan de Lancaster.

En mayo del año de 1499, domingo de Pentecostés, se efectuó un casamiento por procuración, en el castillo de Bewdley, en Worcestershire. Hubo una ceremonia más en el castillo de Ludlow, cerca del país de Gales. El matrimonio definitivo se celebró el 14 de noviembre de 1501, en la catedral de San Pablo, de Londres.

Catalina se embarcó en La Coruña, en agosto de 1501. Había pasado la noche rezando en Santiago de Compostela. Llegó a Plymouth el 2 de octubre. En Richmond se encontró con el rey (su suegro) y con Arturo.

Hay una curiosa anécdota sobre este encuentro: Catalina llevaba el rostro cubierto por un grueso velo. El rey pidió que se lo quitara. Se opuso a ello doña Elvira Manuel, dama de compañía de la infanta. Al fin, se impuso el rey y, con satisfacción, pudo comprobar que la princesa tenía la piel sumamente blanca, que sus ojos eran casi verdes y  que el color de su pelo tiraba a rojo. Esta comprobación reviste especial importancia, puesto que en Inglaterra se tenía una tremenda obsesión por la blancura de la piel, no se diga si se trataba de la realeza. Y, toda vez que Catalina era española, se temía que fuera morena.

Arturo, débil, enfermizo, no bien desarrollado, no había podido consumar el matrimonio, pese a que la noche de su casamiento los novios fueron depositados en el lecho nupcial, en presencia de sus familiares y cortesanos. Todo hace parecer que el príncipe sufría de tuberculosis o de una debilidad congénita. El hecho es que falleció a los escasos cuatro meses y medio de su boda, el 2 de abril de 1502. Desde ese mismo mes, Inglaterra tuvo un nuevo príncipe de Gales (Enrique) y también una princesa con el mismo título (Catalina), joven y viuda.

Hay algún historiador que piensa que Catalina y Enrique se enamoraron a pesar de la diferencia de edad, pues ella tenía algunos años más que él, hecho que, con el correr del tiempo, pesó en contra de la que entonces ya era reina. El papa Julio II otorgó la dispensa necesaria para que pudiera efectuarse el matrimonio, lo que ocurrió el 11 de julio de 1509, poco después de la coronación de Enrique.

Aunque Catalina y Enrique procrearon seis hijos, de todos ellos solo sobrevivió María, que más tarde sería conocida como la Sanguinaria. El hecho de no tener un hijo varón que heredara el trono sumió al rey en profunda preocupación. La monarquía inglesa no estaba sujeta a la ley sálica, que prohibía el acceso de las mujeres al trono; sin embargo, la obsesión de Enrique era tener un hijo varón, pues no creía que una mujer pudiera llevar el gobierno. Así, desde 1525, comenzó a pensar en el divorcio, figura jurídica que no constaba en la legislación inglesa. Cuando se enamoró de Ana Bolena, acudió al subterfugio de la anulación de su matrimonio con Catalina; para ello, adujo que ambos habían cometido incesto. Por su parte, la reina reiteró que su primer matrimonio no se había consumado, y que, por tanto, no había incesto.

Según los historiadores, Catalina estuvo durante varios años sometida a presiones insoportables, pues opuso una resistencia solitaria y tenaz, y soportó sufrimientos tales, que su calvario constituye uno de los episodios más patéticos de la historia de Inglaterra. Mediante un ardid bien planificado, la reina logró enviar un mensajero a su sobrino, el poderosísimo Carlos V, a quien se le informó de la situación. El emperador luchó tenazmente para evitar la anulación del matrimonio de su tía y Enrique.

Cuando éste recurrió a la anulación, el papa entonces reinante, Clemente VII, se inclinó favorablemente a Enrique VIII; pero, después de la toma y saqueo de Roma por las tropas del emperador, el 6 de mayo de 1527, el papa cayó en poder de Carlos, que lo retuvo cautivo hasta diciembre del mismo año, en que recuperó su libertad, pero quedó sometido a sus amenazas, como una espada de Damocles sobre su cabeza.

Conforme transcurría la guerra entre Francisco I de Francia y Carlos, el papa vacilaba, ora a favor del uno, ora a favor del otro. Enrique esperaba el triunfo de Francisco, y su canciller, el cardenal Wolsey, esperaba lo mismo. Al respecto, el historiador escocés J. D. Mackie dice: El papa y el cardenal bailaban con solemnidad una cuadrilla diplomática, avanzando y retrocediendo, según el movimiento de las tropas francesas en Italia. Finalmente el emperador triunfó; pero los acontecimientos habían tomado ya otro rumbo.

Al fin, se inició el proceso de la reina, quien mantuvo una dignidad tan conmovedora, que impresionó al tribunal. Luego de apelar a Roma, la reina se negó a concurrir a una nueva sesión, y el proceso debía continuar sin ella. Nunca se efectuó la segunda sesión.

Tras varios años de trámite, sobrevino el cisma en Inglaterra. El rey consultó a Thomas Cranmer, arzobispo de Canterbury, acerca de su divorcio. Como este expresara argumentos a favor de la tesis de Enrique, fue convocado, con sus asistentes, a Dunstable, en Bedforshire, para proclamar allí la nulidad del matrimonio con Catalina de Aragón, al mismo tiempo que la validez del efectuado con Ana Bolena un tiempo antes.

Catalina fue obligada a dejar Londres. Después de varias etapas, se la confinó en el castillo de Amphill, en Bedforshire. Alli pasó sus últimos años, despojada de todos sus títulos. Jamás cedió en aquello de lo que estaba tan segura: era la verdadera reina de Inglaterra y su matrimonio era legítimo. Falleció en enero de 1536 (apenas cuatro meses antes de la ejecución de Ana Bolena, ocurrida el 18 de mayo). Al conocer el fallecimiento de Catalina, Enrique se vistió de gala, ordenó banquetes, bailes, justas y hasta una misa, pero no de Réquiem, sino una especie de Te Deum. Demostró exageradamente su alegría.

A grandes rasgos, es así como la historia relata la vida de esta infortunada reina. El destino torció todos los proyectos que para ella se concibieron cuando, apenas una niñita de cuatro años de edad, la prometieron en matrimonio al heredero del trono inglés. Fue una mujer de su tiempo y de su país de origen: católica devota y practicante; esposa fiel, digna y honrada; mujer de profundas convicciones, que ninguna concesión hizo, pese a los golpes que la vida le dio y al sufrimiento extremo al que fue llevada.

Los Reyes Católicos, que tanto poder acumularon, en quienes recayó la gloria de finalizar la Reconquista con la toma de Granada el mismo año en que se descubrió América (desgraciadamente, instituyeron la Inquisición en España, expulsaron a los judíos y quemaron a miles de personas), tuvieron una descendencia desdichada: su hijo Juan falleció prematuramente; su yerno, Felipe el Hermoso de Flandes, también murió en plena juventud; su hija Juana, viuda de Felipe, fue recluida en Tordesillas hasta su muerte; aunque era la legítima reina de Castilla después de la muerte de Isabel, su propio padre, Fernando II de Aragón, le escamoteó su derecho al trono y la privó de sus derechos; y Catalina también hubo de morir en reclusión, después de una vida desventurada.

El relato del príncipe y la princesa que se casaron y vivieron felices para siempre pertenece al reino de la fantasía, a los cuentos de hadas. La trayectoria de Catalina de Aragón es un ejemplo por demás elocuente de lo que son, o fueron, los matrimonios por razones de Estado. Las mujeres de la realeza o de casa noble,  utilizadas cual comodines en el juego de la política, tenían que someterse a la voluntad del rey, del duque, del conde o del señor, fuera este su padre, su hermano, su tío u otro pariente, y aceptar el matrimonio que se les imponía, sin siquiera conocer al marido al cual se las había destinado.

Trágico sino, que ninguna mujer se merece.

 

Fina Crespo

Diciembre de 2010

MIGUEL SÁNCHEZ ASTUDILLO, MAESTRO DEL LENGUAJE

Miguel SanchezEl eximio jesuita Miguel Sánchez Astudillo nació en Zaruma, provincia de El Oro, el 10 de enero de 1917, en el hogar formado por don Miguel Mardoqueo Sánchez Chiriboga y doña Felicia Astudillo Valarezo. Fue el octavo de diez hermanos. Falleció en Quito, el 28 de febrero de 1968.

Discípulo de otro eminente jesuita, Aurelio Espinosa Pólit, Sánchez Astudillo fue hombre de vastísima ilustración: humanista, crítico, ensayista, gramático y erudito. Tuvo una gran vocación para la enseñanza. Según sus propias palabras: “Lo poco que uno sabe tiene que comunicarlo a quien no lo sepa. ¿No proclamamos la función social de la riqueza? Pues proclamemos también la función social de la ciencia, del arte, de la técnica. En sociedad constituyó Dios al hombre, y solo por sus proyecciones sociales se justifican los dones particulares del individuo”.

Doctorado en filosofía por la Universidad Javeriana de Bogotá, obtuvo también la licenciatura en letras y se ordenó en 1951, después de estudiar teología en el Colegio Máximo de Bogotá y en Granada. Dominaba el inglés, el francés, el italiano, el latín y el griego. Sus viajes lo llevaron a distintos continentes y países. Fue miembro de la Academia Ecuatoriana de la Lengua y de la Casa de la Cultura Ecuatoriana.

Entre sus obras figuran “Del Cielo a la Tierra”, “El libro capital de Espinosa Pólit”, el poemario “Alma”, “El ser de Unamuno” e “Isaac J. Barrera, espécimen de letrado y de hombre”.

Múltiples fueron sus inquietudes intelectuales, como amplio su saber y exquisita su cultura clásica. Entre tantas disciplinas que llegó a dominar, una, importantísima en el diario vivir, fue la lengua castellana, de la que tuvo un profundo conocimiento.

Su inclinación a la enseñanza lo llevó a convertirse en colaborador del diario “El Comercio” de Quito, donde, entre el 1° de junio de 1966 y el 3 de enero de 1968, mantuvo la columna Cuide su lenguaje, en la que publicó 246 artículos sobre el tema.

Al presentar esta columna, la nota de la Redacción pone de relieve “la significación intelectual de Sánchez Astudillo, su profundo conocimiento del idioma, de sus orígenes y desarrollo, y la paciente observación que dedica a los usos populares, lo que da a sus comentarios una autoridad excepcional”.

Los artículos están escritos en forma clara y sencilla, de modo que pueda entenderlos perfectamente el lector interesado en el ir y venir del idioma. En cada uno de ellos, la introducción es un deleite para el espíritu. En esos párrafos, sin palabras rimbombantes ni incomprensibles, nos habla de filosofía, de historia, de ética, de costumbres. Deplora el hecho de tener que referirse únicamente a lo malo de nuestra habla, pero para ello es su columna: señalar los errores e indicar las formas correctas. Y lo hace con naturalidad, amenidad y humor, sin alardes. Cuando un alumno de cuarto curso de bachillerato se queja de que no conoce muchas de las palabras de sus artículos, el columnista le da las definiciones y le pregunta si está satisfecho con la explicación dada.

En una de esas introducciones rinde homenaje a Humberto Toscano, el inolvidable Vivián, fallecido trágicamente en España, que colaboró en “El Comercio”, en temas gramaticales, durante veinte años.

Por estos deliciosos renglones desfilan sustantivos, pronombres, preposiciones, verbos y más partes de la oración, en una banda sinfín que  nos lleva a mirar las dificultades de la sintaxis como  de solución fácil y asequible a todos.

Muchas de sus “profecías” respecto al lenguaje se han cumplido. A lo largo de las décadas transcurridas desde su muerte, la Real Academia Española de la Lengua ha venido aceptando multitud de vocablos que en la época de Sánchez Astudillo se consideraban erróneos. Respecto a muchos de ellos, predijo que la Academia terminaría aceptándolos, por ser necesarios al idioma, y criticó el hecho de que en algunas ocasiones hubiera tardado más allá de lo prudente en darles carta de naturalización en el castellano.

Los artículos de Miguel Sánchez Astudillo se publicaban tres veces por semana; los esperábamos con mucho entusiasmo; su lectura  no solamente nos hizo amar el idioma e interesarnos en él, sino buscar los libros y los temas que mencionaba en sus introducciones. Así, casi sin darnos cuenta, entramos en el maravilloso mundo del saber que él habitaba, o por lo menos lo atisbamos.

Creó y construyó la cárcel de papel, a la cual enviaba a todos aquellos que maltrataban el idioma, a cumplir penas que variaban, en tiempo, según el “delito” cometido. Para sus artículos, según dijo, se abasteció de sus alumnos y de los diputados de la República, que fueron mina inagotable de errores.

La muerte, esa única certeza de la vida, acechaba a Sánchez Astudillo cuando se encontraba en la cumbre de su quehacer intelectual. Llegó, como queda dicho, en febrero de 1968. Publicó su último artículo el 3 de enero de ese año. Y se llevó consigo todo aquel cúmulo de sabiduría que bien pudo habernos transmitido por muchos años más. Pero ya no hubo tiempo. De todos modos, nos dejó la inquietud por el bien hablar y mejor escribir, y un amor inmenso a nuestro idioma, labor encomiable, porque el lenguaje es el más importante instrumento que tiene el hombre para comunicarse con sus semejantes.

 

Fina Crespo

Abril de 2011