Monthly Archives: September 2013
EL PARAÍSO TERRENAL
Primer relato:
Génesis, 1,26: Y por fin dijo (Dios): Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra, para que domine los peces del mar, y a las aves del cielo, y a los ganados y todas las bestias de la tierra, y a todo reptil que se mueve sobre la tierra.
1,27: Creó Dios al hombre a imagen suya; a imagen de Dios lo creó; los creó varón y hembra.
Segundo relato:
2,7: Entonces Dios formó al hombre del lodo de la tierra. Y le inspiró en el rostro un soplo de vida, y quedó hecho el hombre, ser con alma viviente.
2,8: Había plantado Dios en Edén, a oriente, un jardín delicioso, en que colocó al hombre que había formado.
2,9: Y Dios había hecho nacer de la tierra toda suerte de árboles hermosos a la vista, y de frutos suaves al paladar; y también el árbol de la vida en medio del paraíso, y el árbol de la ciencia del bien y del mal.
2,10: De Edén salía un río para regar el paraíso, y de allí se dividía en cuatro brazos.
2,11: Uno se llamaba Fisón y es el que circula por todo el país de Hevilat, donde se halla el oro.
2,12: Y el oro de aquella tierra es finísimo; allí se encuentran el bedelio y la cornalina.
2,13: El nombre del segundo río es Guihón; este es el que rodea toda la tierra de Etiopía.
2,14: El tercer río tiene por nombre Tigris; este va corriendo a oriente de los asirios. Y el cuarto río es el Éufrates.
2,15: Tomó, pues, el Señor Dios al hombre, y lo puso en el paraíso de delicias, para que lo cultivase y guardase.
2,18: Dijo Dios, el Señor: No es bueno que el hombre esté solo; hagámosle ayuda que sea semejante a él.
2.21: Y el señor Dios infundió en Adán un profundo sueño, y mientras estaba dormido le quitó una de sus costillas y llenó de carne aquel vacío.
2,22: Y de la costilla que había sacado de Adán, formó el Señor Dios una mujer, la cual puso delante de Adán.
2,23: Y dijo el hombre: Esto es hueso de mis huesos, y carne de mi carne; llamarse ha, pues, varona, porque del varón ha sido hecha.
2,24: Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y estará unido a su mujer, y los dos vendrán a ser una sola carne.
He considerado indispensable transcribir algunos versículos de los dos primeros capítulos del Génesis, a fin de refrescar un poco nuestra memoria.
El relato bíblico, que en realidad son dos y que contienen notorias divergencias, nos da a conocer la existencia del paraíso terrenal o Edén, lugar en donde Dios colocó al hombre, en estado puro, para que, a la vez que lo cultivara y cuidase, disfrutara de las delicias que en él había.
La palabra edén viene del hebreo eden, que significa “lugar de delicias”. Paraíso es originalmente voz irania, y nos viene del griego parádeisos, que quiere decir “parque”.
De los mitos que más han impresionado a la humanidad, el del paraíso terrenal ha sido uno de los más persistentes a los largo de siglos y milenios, y ha dado rienda suelta a la imaginación, tanto del pueblo, como de exégetas y otros estudiosos que lo han descrito, cada cual a su manera. Puede decirse que ha rivalizado, con éxito, con la leyenda del Santo Grial.
Y como la fantasía del hombre no conoce límites, toda clase de leyendas se han tejido alrededor del paraíso terrenal. Originariamente se lo ubicó en un remoto y siempre indefinido oriente, fuera del alcance del ser humano. Luego, se lo situó entre los ríos Tigris y Éufrates. A veces, en un hipotético círculo de la Luna, o en la montaña más alta de la Tierra. Cuando los conquistadores llegaron a América, se deslumbraron a la vista de la extraordinaria belleza de estas tierras; en consecuencia, creyeron que habían encontrado el paraíso terrenal en la selva amazónica. Por mucho tiempo se creyó que estaba en el Brasil. Nació entonces la leyenda de Eldorado, que durante siglos ha concitado el interés y la ilusión de la humanidad. El propio Voltaire, en su Cándido, se refiere también a esta fábula.
No es posible pasar por alto la quimera del Preste Juan, mítico personaje que supuestamente gobernaba un país que no era otro que el paraíso, en donde no existían los problemas que aquejan al hombre en cualquier lugar y época. Esta fábula llegó a enfervorizar tanto la imaginación del hombre medieval, que hasta se pensó en despachar embajadores que llevaran una carta del Papa dirigida al Preste Juan. Su reino se situaba, ora en Oriente Medio, ora en Etiopía. Había quienes sostenían que el mismo personaje gobernaba ya varios siglos, mientras otros afirmaban que eran sus descendientes (del mismo nombre, por supuesto) quienes lo hacían. Este tema fue muy bien tratado por Umberto Eco en su novela histórica Baudolino.
Por mucho tiempo se buscó el paraíso; pero, ante el innegable hecho de que no se lo pudo encontrar en lugar alguno, se llegó a la conclusión de que había desaparecido bajo las aguas, durante el diluvio universal. Sin embargo, hubo quienes no se conformaron con esta idea (¡cuánto cuesta deshacerse de las ilusiones!), y continuaron persiguiendo la inalcanzable quimera.
En cuanto a la naturaleza misma del paraíso terrenal, siempre hubo total consenso: se trataba de un lugar maravilloso, lleno de deleites, del que por su desobediencia había sido expulsada la primera pareja humana. Durante mucho tiempo se discutió acerca de la fuente que lo regaba, de la que nacían los cuatro ríos de que trata el Génesis, capítulo 2, versículos 10 al 14, inmortalizados por Bernini en su famosa fuente de los Cuatro Ríos, esculpida en mármol y situada en la plaza Navona de Roma.
Sobre el Tigris y el Éufrates no había discusión: eran muy bien conocidos desde la Antigüedad. Sobre los otros dos, la polémica subsistió largamente: a uno de ellos se lo identificaba con el Nilo; respecto del otro, se lo confundió con varios ríos conocidos antiguamente, entre los que, en tiempos más modernos, se mencionó al Danubio.
Hasta aquí, a muy breves rasgos, he descrito la leyenda del paraíso terrenal. Obviamente, la pregunta que surge espontáneamente es: ¿Por qué el ser humano, durante milenios, se ha aferrado a esta quimera, aun a sabiendas de que jamás la alcanzará? No solo el hombre de la Antigüedad o del Medievo la ha perseguido. Hoy, en nuestros días, es fácil reconocer la misma fábula, discretamente encubierta bajo otros nombres y otros ropajes. Ahí tenemos, como ejemplo, la sociedad sin clases y el sueño americano, dos ilusiones antagónicas que se enfrentaron durante décadas, y que al final no han sido sino eso: ilusiones. En un pasado reciente está Tomás Moro, el canciller injustamente sacrificado por Enrique VIII, con su Utopía (palabra creada a partir del griego oú, no, y topos, lugar: lugar que no existe), donde se describe un país con un gobierno tan perfecto, que incluso habría coartado la libertad de acción de los gobernados. Entre los cuentos más conocidos está Peter Pan, con su país del Nunca Jamás, y otros relatos infantiles que hemos escuchado desde la más tierna edad.
¿Será, acaso, este anhelo de regresar a una mítica edad de oro (subyacente en la memoria colectiva de la humanidad), el ansia de retornar al útero materno, donde todo era tibieza, seguridad y protección?
Buscamos en vano nuestro particular Eldorado; inútilmente perseguimos un paraíso lejano, en el futuro, sin darnos cuenta de que la felicidad no es sino un concepto, no una meta, sino, tal vez, solo tal vez, una travesía.
La felicidad, la única felicidad posible (si es que existe), está dentro de nosotros mismos, siempre en aquello que trasciende lo tangible. Lo dice el sabio adagio: “Cultiva las macetas de tu ventana, en lugar de soñar con un mágico jardín lejano”.
Fina Crespo
Septiembre de 2008
EDUARDO GALEANO – CARTA AL SEÑOR FUTURO
VEINTICUATRO HORAS EN LA VIDA DE UNA MUJER
En una novela tan corta como esta, el autor presenta toda una pintura de amor, de pasión, de locura y de muerte, que nos lleva a desentrañar el verdadero mundo interior de las personas, por encima de convencionalismos, de castas sociales, de edad, de cultura y de posición económica.
Se prepara la acción de la segunda parte de la novela, mediante el relato de la fuga de Madame Henrriette con un joven francés, aparentemente desconocido para ella; la realidad era que los amantes habían planificado minuciosamente su huida.
Aquí se desarrolla la primera tormenta entre los huéspedes del hotelito: unos acusan y otro defiende. Es muy fácil para quienes no han tenido la oportunidad de vivir una experiencia así, pontificar acerca de la dignidad y la virtud. Es fácil, mientras no sucede algo que rompa la monotonía, aparentar buena educación y respeto por la opinión de los demás; tan pronto como un acontecimiento especial quebranta ese delicado equilibrio, las personas se desbocan y proceden como jamás lo harían en circunstancias normales.
El narrador comprende a Madame Henrriette: prefiere comprender a los hombres antes que condenarlos. Y esta actitud decide a la señora C. a relatarle su experiencia. Esta señora, que había vivido una vida anodina, sin emociones, sin momentos excitantes, vive, en un lapso de apenas veinticuatro horas, toda una historia, al punto de que lo experimentado en ese cortísimo espacio de tiempo la marca para toda la vida. ¡Cuán cierto es que, en muchas ocasiones, unas pocas horas tienen mayor importancia que una larga existencia! Sintió amor, pasión, gozo, por haber salvado una vida; ilusión de irse con ese hombre a cualquier lugar, sin importarle su propio nombre y el de sus hijos, ni la memoria de su marido. Un hecho muy significativo es el de haberse quitado el luto y vestirse de color. Comprende que la vida sin una finalidad es una equivocación. Se da cuenta de que el sexo es la fuerza más grande que existe, que avasalla a todos los seres humanos, sea cual sea su origen, su educación o su posición social. En ese lapso mínimo aprendió de la realidad mucho más que en cuarenta años de vida burguesa. Ve que sus parientes, los que formaban parte de su círculo íntimo, no eran más que cadáveres dotados de palabra. ¡La vida no estaba allí, estaba en otra parte! Su “feliz” matrimonio no era nada frente a la arrolladora pasión que le inspiró un completo desconocido.
Después de lo experimentado en esas veinticuatro horas, dedicó toda su vida a ese único pensamiento. Hay que tomar en cuenta la época en que se desarrolla la obra: una mujer que cedía a la tentación quedaba estigmatizada para el resto de su vida. La señora C. tuvo la fortuna de no tener testigos de los hechos que tanto la avergonzaban. Y pasaba los días con su terrible secreto; solo cuando encontró a quien entregar sus confidencias, quedó en paz y se deshizo de su estigma. Es muy cierto que, cuando encontramos alguien que nos escuche, ese solo hecho es capaz de devolvernos la paz. La memoria, que en palabras del autor es “esa mágica facultad embriagadora que llamamos recuerdo”, puede ser nuestro ángel o nuestro demonio. Para la señora C. era esto último.
Esta hermosa novela nos enseña que no existe la persona de virtud inquebrantable. Nuestras pasiones, nuestros desvíos, solamente esperan el momento propicio para manifestarse. Por eso, tiene mucho de verdad lo que dijo el sabio: “Muchos se libran del pecado, porque no tienen el valor o la oportunidad de cometerlo”. La señora C. no fue más allá de lo ocurrido en aquellas veinticuatro horas, no por arrepentimiento ni por virtud, sino porque el hombre elegido estaba atrapado por la pasión del juego. Y como, según la propia señora C., “la vejez no significa más que dejar de sufrir por el pasado”, ni siquiera la conmovió en lo más mínimo el suicidio del jugador.
Al terminar de leer esta breve obra, admiramos el genio de su autor, que no necesitó de centenares de páginas para entregarnos todo un tesoro literario y un verdadero tratado sobre las pasiones y debilidades humanas.
Fina Crespo
Mayo de 2009
LA HERMANA
Como todas las obras de Márai, LA HERMANA es una novela que constituye todo un tratado filosófico.
Es una obra que se adentra en el ser humano y pone de relieve todos sus diversos aspectos: morales, físicos e intelectuales; pasiones, sentimientos, aberraciones y enfermedades. Sus distintos personajes, al desfilar, exhiben buena parte de la gama de individuos que conformamos la especie humana.
El personaje principal, Z., es el hombre dedicado al arte, que se deja arrastrar por una pasión correspondida solamente en el aspecto platónico, sin llegar a culminar la satisfacción de su deseo mediante la posesión de la mujer amada, E., la cual ama también intensamente a ese hombre, pero a quien su frigidez le impide entregarse por completo; solamente cuando cree que su entrega servirá para salvarle la vida, promete hacerlo.
El médico principal, hombre dedicado con amor a su profesión, no está exento de ciertos defectos, como, por ejemplo, el de sentirse superior a su paciente y desdeñar el saber de otro colega; cuando comprende al enfermo y se identifica con él, lucha por salvarlo de la terrible enfermedad que lo aqueja, aunque jamás le da el nombre de esta, cosa que, por lo demás, es costumbre de algunos galenos, pues, en el mejor de los casos, solamente dan una muy escueta información al paciente de turno.
El médico auxiliar, a quien se compara con un chamán, es quien cree firmemente en la capacidad del propio enfermo para curarse, además de admitir, sin ambages, que la vida personal influye en la salud. Por eso, en el momento preciso, pide a Z. que abandone a E., pues es ella y no otro factor, la que le produce la enfermedad.
Están las hermanas enfermeras, una de las cuales desempeñará un importantísimo papel. Ellas, con su rígido cumplimiento del deber, no se permiten descansos en su vida de dura disciplina. Trabajan sin quejarse y se desempeñan eficientemente, sin esperar recompensa alguna.
Todos estos personajes se mueven entre luces y sombras (más estas últimas), de acuerdo con el estado del paciente, el cual, desde la niebla que lo envuelve constantemente, siente el horror de su triste situación: ve su pasado como algo muy remoto, se abandona, deja de luchar y solamente desea morir.
Márai nos lleva por los meandros de la vida, en una novela llena de contrastes: la frialdad y la dedicación de los médicos, la esperanza y desesperanza de Z., el amor y el rechazo de ese mismo amor, la pasión por el arte y el voluntario olvido de todo lo que para él significó ese arte.
Ciertas descripciones son extraordinariamente elocuentes: la personalidad de Z., a través de los recuerdos del destinatario de su manuscrito; la unión del artista con el arte, en palabras del propio pianista; la pasión del médico por curar las enfermedades; la frialdad de los profesionales en el momento en que el paciente quiere algo de humanidad. Y, por sobre todo, está el dolor, descrito en múltiples ocasiones, con todo su horror y su saña contra un cuerpo enfermo; pero, junto a ese dolor, está el paliativo, la INYECCIÓN, así, con mayúsculas, que viene, no solo a calmar el dolor, sino a proporcionar placer, al punto de que Z. espera con ilusión la medianoche para tener su cita química. Un hombre que lo había sacrificado todo por el arte, que era mimado por su público, siente que todo queda a un lado cuando llega el dolor, el dolor físico, que lo avasalla y que reduce sus aspiraciones a tan solo sentir paz, aunque sea por pocos minutos.
Así, todos nosotros, que tanto luchamos por todo, en un momento dado nos hemos encontrado o nos encontramos con que todas nuestras aspiraciones se reducen drásticamente a querer un poco de alivio, un poco de sueño, un poco de paz.
Z. estaba convencido de que E. era la mujer de su vida, la que, al igual que otra mujer (la que lo trajo al mundo), le habría de devolver el precioso don, cuando realmente era quien le provocaba la enfermedad, hecho que el chamán, el médico auxiliar, lo supo muy pronto. Pero la vida le reservaba otra sorpresa a Z.: no era la voz de E. la que le llegaba a la medianoche, sino la de Carissima, la hermana enferma, la que estaba a punto de dar su vida por él. Era ella quien no quería que muriese, quien quería darle la salud; quien, al pensar que luchaba contra un imposible, se arriesgó a administrarle una fuerte dosis de morfina, quizá para fundirse con él en un mortal abrazo que los libraría a ambos del dolor de la vida. Y, al comprenderlo, Z. abandona a E. para siempre; no acude a la prometedora cita en Atenas, sino que regresa a casa, a Budapest, en donde olvida todo su pasado, su trayectoria de artista, la fama y todo cuanto esta conlleva, y, principalmente, a E., causante de sus males.
Esta novela, de amor, de vida, de enfermedad y de muerte, puede considerarse, en ciertos momentos, un largo ensayo filosófico que se presta a una profunda reflexión, de modo que, al igual que el protagonista, podamos replantear nuestra existencia, de suerte que aquilatemos como es debido lo que realmente vale, y dejemos de lado, por inútil, todo lo que de superfluo e innecesario llevamos a cuestas.
Sándor Márai, como siempre, nos ofrece un libro digno de leerse con fruición y cuya lectura debe recomendarse a todos cuantos piensan profundamente en las verdades inmanentes de la vida humana.
Fina Crespo
Octubre de 2008
LA MUJER
La mujer debe adorar al hombre como a un dios. Cada mañana debe arrodillarse nueve veces consecutivas a los pies del marido y, con los brazos cruzados, preguntarle: Señor, ¿qué deseas que haga? (Zaratustra, filósofo persa, siglo VII a.C.)
Todas las mujeres que lleven al matrimonio a los súbditos de Su Majestad mediante el uso de perfumes, pinturas, dientes postizos, pelucas y rellenos en caderas y pechos, incurrirán en el delito de brujería, y el casamiento quedará automáticamente anulado. (Constitución nacional inglesa, siglo XVIII).
Aunque la conducta del marido sea censurable; aunque éste se dé a otros amores, la mujer virtuosa debe reverenciarlo como a un dios. Durante la infancia, una mujer debe depender de su padre; al casarse, de su marido; si éste muere, de sus hijos; y, si no los tuviera, de su soberano. Una mujer nunca debe gobernarse a sí misma. (Leyes de Manu, libro sagrado de la India).
Cuando un hombre fuera reprendido en público por una mujer, tiene el derecho a golpearla con el puño o el pie, y romperle la nariz, para que así, desfigurada, no se deje ver, avergonzada de su faz. Y le está bien merecido, por dirigirse al hombre con maldad y lenguaje osado. (Le Ménagier de París, tratado de moral y costumbres, de Francia, siglo XIV).
Los niños, los idiotas, los lunáticos y las mujeres no pueden y no tienen capacidad para efectuar negocios. (Enrique VIII, rey de Inglaterra, siglo XVI).
Cuando una mujer tuviera una conducta desordenada y dejara de cumplir sus obligaciones del hogar, el marido puede someterla y esclavizarla. Esta servidumbre puede, incluso, ejercerse en casa de un acreedor del marido; y, durante el período que dure, le es lícito al marido contraer nuevo matrimonio. (Código de Hammurabi, Babilonia, siglo XVII a.C.)
Los hombres son superiores a las mujeres, porque Alá les otorgó la primacía sobre ellas. Por tanto, dio a los varones el doble de lo que dio a las mujeres. Los maridos que sufrieran desobediencia de sus mujeres pueden castigarlas: abandonarlas en sus lechos e incluso golpearlas. No se legó al hombre mayor calamidad que la mujer (El Corán).
Que las mujeres estén calladas en las iglesias, porque no les es permitido hablar. Si quisieran ser instruidas sobre algún punto, pregunten en casa a sus maridos. (San Pablo, año 67 de n.e.)
El hombre es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de su iglesia. (San Pablo).
La naturaleza hace mujeres sólo cuando no puede hacer hombres. La mujer es, por tanto, un hombre inferior e incompleto. (Aristóteles, siglo IV a.C.)
El peor adorno que una mujer puede querer usar es ser sabia. (Lutero, el Reformador, siglo XVI).
Dijo (dios), así mismo, a la mujer: Multiplicaré tus dolores en tus preñeces; con dolor parirás los hijos, y estarás bajo la potestad de tu marido, y él te dominará. (Génesis, 3, 16).
Dos hijas tengo, que todavía son doncellas; éstas os las sacaré afuera, y haced de ellas lo que gustareis, con tal que no hagáis mal alguno a estos hombres, ya que se acogieron a la sombra de mi techo. (Génesis, 19, 8. Palabras de Lot a los habitantes de Sodoma).
No codiciarás la casa de tu prójimo. No desearás su mujer, ni esclavo, ni esclava, ni buey, ni asno, ni cosa alguna de las que le pertenecen. (Éxodo, 20,17).
A quien dios quiso, varón lo hizo. (Refrán popular).
La Iglesia católica discutió durante varios siglos para dilucidar si la mujer tenía o no tenía alma.
La mujer sólo es apta para el servicio del vientre. (San Agustín).
La mujer casada, pierna quebrada y en casa. (Fray Luis de León).
Cuando el semen es fuerte, nace un varón. Cuando el semen está dañado, nace una mujer. (Santo Tomás de Aquino).
El hombre es cerebro; la mujer es corazón. La mujer no quiere ser persona, quiere ser mujer. (Cibercorreo con supuestas alabanzas a la mujer, tras de las cuales se agazapa el machismo). ¿Qué somos las mujeres? ¿Acaso no somos, ante todo, personas?
El sexo masculino es el más inteligente. (Sesudos estudios de hace cincuenta años o más).
Y así, ad infinitum.
Todas estas perlas, provenientes de la sabiduría milenaria y de la no tan milenaria, no demuestran otra cosa que el infinito desprecio que los hombres han manifestado hacia las mujeres. Nacer mujer nunca fue fácil, ni lo es, en cualquier cultura, en cualquier civilización, a lo largo de la historia.
Se trata de hacernos creer que en la actualidad hemos llegado a la igualdad respecto al varón. No es así. Basta ver el mundo laboral. No hace falta ser muy inteligente para darse cuenta de que a la mujer trabajadora le queda mucho por recorrer y luchar para equipararse al varón. Algo se ha conseguido, sí; pero seguimos rezagadas.
Hay una moral para el hombre; otra para la mujer. ¡Y lo peor de todo es que son muchas las mujeres que creen que las cosas tienen que ser así, porque así fueron desde hace siglos!
Mujer, ¡despierta! No hay argumento valedero para mantener un sistema patriarcal que no tiene razón de ser en este mundo. ¿Sabes, mujer, cuándo y por qué los hombres se apoderaron del gobierno de la sociedad, y esclavizaron y sometieron a la mujer? ¿Cuándo? Desde la división de las tareas, allá, hace unos diez mil años, al nacimiento de la agricultura. ¿Por qué? Pues… por increíble que parezca, porque nos temen. Y siempre se trata de combatir y aniquilar aquello que se teme.
¿Por qué nos temen? Porque somos poderosas; porque tenemos la vida en nuestro cuerpo; porque desde que vieron la luz por primera vez, unos brazos de mujer los mecieron, una voz de mujer los arrulló, unos pechos de mujer les dieron la savia de la vida, unas manos de mujer los acariciaron, una mente de mujer los formó y educó. Y eso marca para siempre. Más tarde, es una mujer la que posee la poderosísima atracción del sexo, la que da los hijos, la que hace que el hogar valga la pena.
Felizmente, estamos en una nueva era. Está por terminarse la primera década del siglo XXI, y un nuevo milenio espera ser escrito. Y este primer siglo debe ser escrito por las mujeres. Hoy por hoy, vemos que la lucha tenaz sostenida por el sexo femenino, que comenzó en Europa hace ya rato, está dando algún fruto. Ya no existen profesiones “masculinas”, vedadas a la mujer. Hemos demostrado que somos tanto o más inteligentes que los hombres, que podemos luchar en la vida con más valor que ellos, y que somos capaces de afrontar en mejor forma, tanto el triunfo como la adversidad, sin instalarnos en una nube ni hundirnos en el abismo, según sea el caso.
Sí, los tiempos han pasado y cambiado. Ya no es el matrimonio la meta de las mujeres. Ahora hay otro axioma: A mayor cultura en la mujer, más tardío el matrimonio, o ningún matrimonio. Podemos elegir tener hijos o no tenerlos. Ya no tenemos que soportar ser tratadas como perpetuas menores de edad o como discapacitadas.
Las mujeres, en la época actual y en buena parte del mundo, hemos demostrado nuestra valía en el campo laboral, económico, político y científico. Pasaron ya los tiempos en que grandes escritoras tenían que firmar sus obras con nombres masculinos. Vale recordar que la primera médica de Inglaterra cubrió de vergüenza a sus padres por el delito de querer estudiar medicina, y soportó toda clase de vejaciones en la universidad. Concepción Arenal, la eximia escritora española, asistió a la universidad disfrazada de hombre. Y Emilia Pardo Bazán, otra excelente escritora, cuando fue catedrática, dictaba su clase a nadie, porque ningún varón quería asistir. Sor Juana Inés de la Cruz tuvo que sumirse en el silencio y no volver a escribir, pues la superiora no se lo permitía, y hasta la llevó ante el obispo para que éste “la hiciera entrar en razón y volver por el buen camino”. Las sufragistas de comienzos del siglo XX fueron a la cárcel por defender su derecho al voto. Son numerosos los ejemplos de la lucha sin cuartel sostenida por las mujeres para obtener justicia.
En la actualidad tenemos presidentas, primeras ministras, secretarias de Estado, aviadoras, médicas, abogadas, ingenieras, astronautas, sin que por ello estas magníficas mujeres hayan perdido su femineidad.
Ya no estamos en la época en que la mujer pertenecía al hombre. Todavía quedan unas tantas sometidas, desde las que dicen: “Deja que pegue, marido es”, hasta las que se quitan su propio apellido y, como si no lo hubieran tenido nunca, toman el del marido, como si hubieran sido engendradas por el viento. Y conste que lo hacen en un país como el nuestro, en donde la legislación manda mantener el apellido propio.
En esta época, en que los enemigos de los “buenos”, o sea los “malos”, han cambiado de raza, de religión y de patria, mucho se combate a quienes obligan a sus mujeres a llevar la burka, reprobable imposición, por cierto. Pero nadie se ha puesto a pensar en que esas burkas son de tela, que se las pueden quitar dentro de casa y que las abandonan definitivamente al morir. Tampoco se ha pensado en que las peores burkas son las mentales, que te las colocan al nacer, y que NUNCA, NUNCA, NUNCA, te las puedes quitar, ni en la hora de la muerte, a menos que, sea cual sea tu edad, hagas un gran esfuerzo para sacarte la chatarra mental con que te llenaron la cabeza desde la infancia, y te conviertas en una persona libre, dueña de su vida y su destino.
Esta pequeña charla no tiene pretensiones de ser dogmática e irrefutable. No. Son sólo unas cuantas reflexiones, que cada cual puede tomarlas o dejarlas, pero que sí quieren servir de ayuda para que las mujeres superen sus miedos y sus incertidumbres, y se animen a desempeñar un papel sobresaliente en cualquier actividad que escojan, porque disponen de la mejor capacidad para ello.
Fina Crespo
Junio de 2010
CORAZÓN TAN BLANCO
Todo comienza con un suicidio: el de la joven que acababa de llegar de su viaje de bodas. Para la familia, éste es un hecho inexplicable. ¿Qué razones impulsaron a la recién casada a tomar tan fatal decisión? Al narrar este acontecimiento, el autor se explaya al mostrarnos la escena y todos sus detalles: desde el aspecto de la víctima hasta la tarta deshecha (la que se iba a servir a los postres), sin dejar de de pasar por la llegada del marido y cuñado, la reacción de la familia, la actitud de la doncella y hasta el color de la toalla con que la hermana menor enjugó las lágrimas de la difunta.
En esta parte de la historia, apenas empezado el libro, se detiene el relato, para reanudarse con sucesos ocurridos muchos años más tarde, narrados siempre en primera persona por Juan, el protagonista, cuyo nombre se conoce bastante más tarde, casi al terminarse la obra.
La acción se desarrolla alrededor de la pareja conformada por Luisa y Juan, traductores e intérpretes, que generalmente trabajan para notabilidades de la política mundial y para organismos internacionales. Se inicia con el matrimonio de ellos y culmina con la revelación del secreto celosamente guardado durante cuarenta años, pero que, desde la oscuridad, gravita sobre los principales personajes.
Si bien es cierto que hay una intriga que mantiene en permanente interés la mente del lector, no es menos cierto que este libro es, fundamentalmente, de corte filosófico. Por sus páginas desfilan no menos de quince personajes, y todos ellos tienen algo que decirnos, incluso los que no tienen nada interesante que hablar, como, por ejemplo, el alto cargo español que se entrevista con su homóloga británica. Y también nos dicen algo los que no pueden hablar ya, porque están muertos.
El protagonista comienza por hablar de su propio nacimiento, que habría sido totalmente improbable si no se hubiera suicidado su tía y, por tanto, su padre no se hubiese casado con su madre, la hermana menor de la suicida.
Parte muy importante del relato es la boda de Luisa y Juan. Al hablar de su matrimonio, Juan comienza con la aterradora frase: “¿Y ahora, qué?” Ella resume la angustia que lo acomete al ver que, por el solo hecho de cambiar de estado, desaparece lo que llama su futuro abstracto, tan deseado por todo ser humano, ya que a sus ojos se abre únicamente su futuro concreto. Piensa que, al casarse, ha desaparecido su individualidad, y esa circunstancia lo desespera. Todo se vuelve plural: nuestra cama, nuestra almohada, nuestra casa, etc. Habla de los “cuatro pies que caminan juntos y resuenan a destiempo”; de la imposibilidad de pensar en el futuro, “que es uno de los mayores placeres concebibles para cualquier persona, si no la diaria salvación de todos”. Ya en el mismo viaje de bodas toma conciencia de la pérdida de ese futuro abstracto; habla de la mutua abolición o aniquilación que se exigen los contrayentes al “contraerse”, según sus propias palabras; se refiere también al arreglo artificioso de la nueva casa, que ya no es la suya, sino la “nuestra”. Desde el día de su matrimonio le fue cada vez más difícil pensar en Luisa, “cuanto más corpórea y continua, más relegada y remota”. Ya no tendrá deseo de verla, porque la tendrá todo el tiempo. Sabe que llegará el momento, no muy lejano, en que su mujer, al vestirse o desvestirse, no se dará cuenta de que él esté delante, o bien, él mismo ya no será alguien. Y así, como en desbordante cascada, vienen interesantes disquisiciones que nos llevan a pensar más y más en nosotros mismos y en nuestras acciones. ¿Hasta dónde llega la vida interior de cada ser humano, y desde dónde empieza la que conocen quienes lo rodean?
Apenas recién casado, es testigo de un encuentro, en La Habana, en el mismo hotel en que pasa su luna de miel, entre un hombre español y una mulata cubana, su amante (Guillermo y Miriam). Todo lo que sucedió y lo que se dijeron los amantes lo recordará más tarde, y percibirá la probabilidad de que a él mismo, en algún momento de su futuro concreto, le ocurra lo propio. Guillermos abundan en el mundo, y él bien puede ser uno de ellos.
La incertidumbre campea a lo largo de la narración: ¿Sucedió o no sucedió? ¿Se transforman los recuerdos y suplantan la realidad? ¿Pueden desvanecerse los hechos reales después de transcurrido mucho tiempo, y parecer como nunca acaecidos? Todo es igual: lo que sucede y lo que no sucede, lo que existe y lo que no existe, pues, con el correr del tiempo, lo que ocurrió y lo que no ocurrió se funden en la misma nada, porque “los minutos que van llegando no sustituyen tan sólo, sino que niegan a los que se fueron”. Todo es pasado, hasta lo que está ocurriendo en el momento actual de cada uno.
En sus largos soliloquios, Juan llega a la conclusión de que “querer es una costumbre”; que “nadie sabe lo que quiere, y menos, lo que no quiere”; que “una pareja que depende y vive de sus obstáculos se deshará cuando ya no los haya, si es que antes no la deshacen esos mismos obstáculos”; que “el mundo entero se mueve, a menudo, sólo para dejar de ocupar su lugar y usurpar el de otro”; que el tiempo, inexorablemente, “nos somete a la anulación”.
Las descripciones son minuciosas, exactas e inmejorables. El retrato que hace de Ranz, su padre, casado tres veces y viudo otras tantas, es muy completo y nos da una idea cabal de su personalidad y de su aspecto físico. En plena fiesta de bodas, da a su hijo un consejo que tiene mucha razón de ser: hay cosas que debe guardar para sí y no confiárselas a su mujer. Le habla de que todo cambiará en su vida y que ya nada volverá a ser como antes, y que de ello se dará cuenta el mismo día posterior al de su boda. Y también pronuncia la aterradora frase: “¿Y ahora, qué?”
Tangencialmente, el narrador toca el punto del dinero y del poder, cuando obliga a los músicos que actuaban en su esquina a trasladarse a otra parte, para que no lo fastidiaran. Porque tenía dinero, dispuso de la libertad de otras personas y les impuso su voluntad.
Son tantos los aspectos de la vida que el autor trata por boca de su protagonista principal, que la lectura de este libro se convierte en un deleite. Nos lleva, por ejemplo, a constatar que las fotografías usurpan el lugar de las personas, y cómo los rasgos de éstas se difuminan cuando ya han fallecido; o que las obras maestras de la pintura, para que se conviertan en tales, dependen sólo del énfasis y convencimiento con que los expertos emitan su veredicto.
La crítica al tipo de conferencia llamada “cumbre” y a los organismos internacionales está llena de verdades y salpicada de un humor finísimo: desde la aseveración de que los grandes políticos, cuando se reúnen, no tienen nada que decirse, hasta el hecho tan cierto de que son los asesores los que preparan los documentos y “hacen” la reunión en cada caso, sin dejar de mencionar que dichas “cumbres” no sirven para nada. La sátira de la traducción del inglés al inglés no puede ser mejor.
Sus razonamientos acerca de lo que es la verdad son muy interesantes; llega a la conclusión de que ésta no puede resplandecer jamás, y que permanece intacta únicamente cuando nada se dice respecto de tal o cual hecho. Afirma, no sin razón, que el engaño es parte de la verdad, como la verdad forma parte del engaño. Pero “el secreto que no se transmite no hace daño a nadie”. Y, al referirse a los celos, asegura, también con mucha razón, que nadie ha estado exento de la duda, de la sospecha, y que quién más, quién menos, ha sentido su mordedura, por más confianza que tenga en el otro.
Las palabras de Luisa acerca de la actitud de tantas mujeres que viven sólo para el otro y pendientes de él, nos mueven a reflexionar sobre el papel secularmente desempeñado por la mujer en la sociedad, situación que, si todas las mujeres formaran conciencia de ello, tendría que finalmente desaparecer.
Un episodio que no se puede pasar por alto es la experiencia que Juan vive en casa de Berta, en Nueva York, en la cual, por razones de trabajo, hubo de alojarse. La tragedia de Berta, si así puede llamarse su situación, es la de muchas mujeres que incansablemente persiguen el amor, esa quimera inalcanzable y esquiva. Sin aprender de sus matrimonios fracasados, Berta se hunde en el mundo virtual, en donde busca desesperadamente un amor, un hombre; su angustia por conseguirlo la lleva a pedir a Juan que la ayude con la filmación de un vídeo de su cuerpo, para enviar la cinta al posible amante. El relato de la filmación impacta fuertemente en el lector, porque parece inconcebible que sucedan hechos como ése; y, sin embargo, cuántas veces ésa será la realidad de mucha gente. En el caso de Berta, el encuentro con el amante se produce; pero sólo uno, que pronto pasa al olvido, y se reanuda la interminable búsqueda.
Y así, luego de muchas reflexiones filosóficas de primera categoría, llegamos al final de la obra, en donde se desvela el secreto: Ranz, el padre de Juan, había matado a su primera mujer, la cubana, por amor a la que luego fue su segunda mujer, la cual, sin siquiera pensar en el acontecimiento que sus palabras habrían de desencadenar, le dice a su entonces amante: “Nuestra única posibilidad es que un día muriera ella, y con eso no puede contarse”. Esas palabras, pronunciadas sin intención maligna, fueron la incitación para que Ranz cometiese el crimen, que, como vemos, quedó impune, y que, ¡ironías de la vida!, llevó a Teresa al suicidio, desembocó en el tercer matrimonio del asesino y, finalmente, en el nacimiento de Juan, que, de otra manera, no habría tenido la menor posibilidad de existir, como él mismo lo manifiesta. Así, a veces, grandes sucesos o hechos insignificantes conducen a consecuencias inimaginables.
Libro excelente en muchos aspectos, Corazón tan blanco nos conduce, de la experta mano de Javier Marías, al mundo de la duda, de las posibilidades, de los hechos fortuitos, del “si hubiera hecho esto o lo otro, si no hubiera pasado tal o cual cosa”; en fin, a un mundo en que todo puede suceder, hasta un crimen. Pero ese mundo es el nuestro, es la noria que en su eterno rodar repite muchas veces idénticos sucesos, en los que únicamente cambia el nombre de los personajes.
Fina Crespo
Marzo de 2010
EL PERDÓN
Perdonar… perdonar… ¿Qué es realmente, perdonar? Si nos remitimos al origen de la palabra, vemos que per denota intensidad, totalidad. ¿Y donar? Pues no es otra cosa que dar. En su origen, por tanto, significa dar con intensidad, o dar en su totalidad.
Si queremos dar algo en su totalidad, no puede haber reservas. Y, para dar sin reservas, debemos actuar con una generosidad ilimitada, con grandeza de ánimo, con magnanimidad. No obstante, aquí nos encontramos con un no pequeño problema: el hecho de perdonar nos puede llevar a sentirnos imbuidos de soberbia, a creer que somos tan maravillosos, tan macanudos, que, desde el pedestal de nuestra grandeza, miramos con misericordia a quien nos ofendió.
El perdón nunca es un acto de amor. Si realmente amamos al prójimo, debemos ponernos en su lugar, en sus zapatos, y analizar, desde el punto de vista del otro, si la ofensa fue realmente tal; y, en caso de serlo, si amerita ese resentimiento arraigado y tenaz que llamamos rencor. Solamente en circunstancias muy excepcionales podrá darse ese caso. Generalmente, son pequeñas ofensas, que bien pueden pasarse por alto, sin que siquiera haya necesidad de perdonar.
Si pensamos bien, nos daremos cuenta de que jamás tendríamos esa necesidad, si comenzásemos por crecer interiormente cada día, al tenor de aquel sabio refrán: “Cualquier pena es grande para un corazón pequeño”. Las ofensas, o lo que creamos que son ofensas, nos llegan, nos hieren, nos abruman y nos hacen sentirnos desdichados, únicamente cuando nuestro espíritu es tan pequeñito, pero tan pequeñito, al punto de creer que somos tan importantes, que cualquier desliz del prójimo hacia nosotros es un delito de lesa majestad. Si nos fortalecemos interiormente, si eliminamos la absurda idea de que somos el “no va más”, si practicamos la psicagogia, ese arte de conducir y educar el alma, nos daremos cuenta de que prácticamente no hay nada que pueda ofendernos, nada que lesione nuestra autoestima. Además, tenemos que tomar en cuenta que nosotros, quizá muchas veces sin querer, agraviamos al prójimo. Nos gustaría, seguramente, que el otro no le diera tanta importancia al hecho, y que la paz, la concordia y la amistad continuaran sin mella.
Hay otro punto: el ofensor ¿querrá sinceramente ser perdonado? Pensemos en ello. Si la ofensa no fue tan grave, lo más probable es que ni siquiera haya pensado en que deban perdonarlo. Si el agravio fue deliberado, tampoco querrá que lo perdonen, ya que quiere eso precisamente: injuriar, causar daño, sin remisión. Para ese caso, hay un sabio proverbio: “Bendito sea el tiempo, que cura todas las heridas”. Por otra parte, es posible que ni siquiera nos pidan disculpas. Cuando alguna vez nos las pidan, no procedamos con soberbia. Aceptémoslas humildemente y sin aspavientos.
Por tanto, no nos preocupemos por las ofensas o presuntas ofensas que recibimos. No son hechos dignos de tomarse en cuenta. Pasémoslas por alto, como nimiedades circunstanciales en las que no debemos detenernos. Entendamos que solamente nos puede llegar una ofensa, cuando nosotros permitimos que nos llegue.
No hay que confundir el resentimiento con el odio, sentimiento tan dañino que puede conducirnos a la autodestrucción. Tratar este asunto merece capítulo aparte, aunque, como mínimo, puede decirse que el que odia sufre más que el odiado, pues este último, en muchas ocasiones, ni siquiera sabe que lo odian.
En cuanto al olvido… , habría que perder la memoria. Pero el recuerdo no significa rencor.
Fina Crespo
Febrero de 2009
SOLDADOS DE SALAMINA
Esta excelente obra se divide en tres partes: Los amigos del bosque, Soldados de Salamina y Cita en Stockton.
En la primera, acompañamos a Cercas en su peregrinaje para interrogar a las diferentes personas que de algún modo tuvieron que ver con el fusilamiento de Rafael Sánchez Mazas. Su interés por este asunto se despertó a raíz de una entrevista que efectuó, en julio de 1994, a Rafael Sánchez Ferlosio, hijo del anterior.
La segunda parte, Soldados de Salamina, es el relato de un hecho real, tal como Cercas se propuso realizar. Ya tenía a su haber tres novelas sin terminar y mucho tiempo sin escribir nada de importancia.
En la tercera y última parte, vemos a Cercas investigar el paradero del soldado que perdonó la vida a Sánchez Mazas. No descansa hasta encontrar a Miralles, que, ¿quién sabe?, puede ser ese soldado.
Una vez documentado y ya con la plena decisión de relatar un hecho real, Cercas nos entrega a su personaje, Rafael Sánchez Mazas, el hombre que, contra toda probabilidad, logró escapar del fusilamiento en masa de prisioneros nacionalistas, decidido en los agónicos días de la República española.
Si es extraordinario el haber escapado del fusilamiento, más extraordinario todavía es lo ocurrido inmediatamente después: el fugitivo se hallaba oculto en un agujero, en donde lo descubrió uno de los soldados encargados de su búsqueda para rematarlo; lo encontró, le apuntó con su fusil, fijamente lo miró por algunos segundos, a la pregunta que le hicieron sus compañeros contestó que no había nadie por ahí, dio media vuelta y se fue. El soldado era un hombre muy joven y, pese a los horrores que seguramente había vivido, quizá al ver al fugitivo acorralado sintió compasión y no lo ejecutó.
Sánchez Mazas, ideólogo y uno de los fundadores de la Falange, íntimo amigo de José Antonio Primo de Rivera, buen poeta y mediano escritor, despreciaba la política, no obstante lo cual se vio inmerso en ella y por algún tiempo fue ministro sin cartera del régimen de Franco. Mostró agradecimiento a quienes lo ayudaron a permanecer oculto después de su fuga e hizo todo lo posible por salvar del pelotón de fusilamiento a algún condenado a muerte, aunque no siempre pudo evitar las ejecuciones. En los días en que permaneció con los amigos del bosque, prometió escribir la historia vivida con el título de Soldados de Salamina, seguramente para equiparar el valor de los nacionalistas con el de los griegos que vencieron a Jerjes frente a Salamina, en el año 480 a.C. Sin embargo, nunca la escribió. Décadas más tarde, Cercas tomó la posta y lo hizo. Algún tiempo después del triunfo del franquismo, Sánchez Mazas se retiró de la vida pública. A tal punto quiso permanecer en el anonimato, que sus colaboraciones en la prensa las firmaba con tres asteriscos. Falleció en 1966.
El autor, tomando como punto de partida el fusilamiento en masa en aquel ya lejano mes de enero de 1939, nos lleva al pasado y, en una sucinta narración, nos presenta la Guerra civil, trágico episodio de la historia de España, que desató odio y muerte, y que, fusilado José Antonio Primo de Rivera y muerto José Sanjurjo en accidente aéreo cuando se dirigía a liderar el alzamiento de julio de 1936, llevó al poder (en palabras de Cercas) a “aquel general decimonónico que fue Franco”, a quien describe también como “militarote gordezuelo, afeminado, incompetente, astuto y conservador”, que usurpó los ideales de los fundadores de Falange y los utilizó como simple marco decorativo de su gobierno autócrata y despiadado (firmaba las sentencias de muerte mientras desayunaba). Por muchos años, el régimen de Franco sumió a España en el ostracismo. Su retrógrada visión del mundo aisló al país y postergó su desarrollo, pues, tan sólo después de su muerte pudo integrarse verdaderamente a la comunidad internacional. Gobernó con mano férrea y con manifiesta crueldad. Como ejemplo, cabe mencionar que, apenas dos meses antes de morir, cuando sabía que su vida terminaba, ratificó la sentencia de muerte de cinco jóvenes opositores. Ni siquiera frente a la hora suprema tuvo un rasgo de piedad. Por ello, durante la muy larga agonía de Franco, gran número de manifestantes desfilaban frente a su residencia y proferían un estentóreo grito: “Un día de agonía por cada año de tiranía”.
El relato que nos da Javier Cercas es apasionante; en ningún momento decae el vigor de la narración; cada página está llena de historia, y muchas de ellas son conmovedoras; particularmente patéticas son las que describen el transcurso de la noche anterior al fusilamiento en masa y el recorrido del vehículo que conducía a la muerte a un buen número de prisioneros. No interesa a qué bando pertenecen los acosados, los perseguidos: siempre su historia es desgarradora.
En este libro, Javier Cercas se consagra como un magnífico escritor. Demuestra un gran conocimiento de la historia de su país, y nos la relata con palabras vibrantes, en una obra de corta dimensión y de muy fácil lectura.
La guerra es el monstruo que ha atormentado a la humanidad a lo largo de los milenios transcurridos desde el Neolítico. La primera está datada hace unos nueve mil años. Era de esperar que, a medida que avanzase la civilización, el entendimiento entre las personas y los pueblos habría de llegar a un estado óptimo. Lamentablemente, no es así. Las guerras son una constante para la que se invocan motivos supuestamente válidos; pero, al mirar críticamente los hechos, encontramos siempre la misma razón: la económica. La ambición, la codicia, han llevado a los gobernantes (de la Antigüedad, del Medievo y de la actualidad) a fomentar guerras que sólo dejan muerte y destrucción. Y todo, como dijo el inolvidable Carl Sagan, para ser dueños de una parte del planeta y de sus riquezas, por un pequeño período de tiempo; luego, ese mismo tiempo barre imperios y reinos, y la muerte se encarga de enviar al olvido a reyes, emperadores y gobernantes. ¿Dónde está ahora Franco? Lo cubre el mismo polvo que cayó sobre tantos y tantos opositores que eliminó. Su poder, por muy cuarenta años que lo disfrutó, fue efímero y se esfumó con el soplo de la muerte. ¿Y Sánchez Mazas? La piedad del soldado que le perdonó la vida solamente retrasó la hora: también yace entre los muertos.
Ojalá algún día el hombre pudiera tomar plena conciencia de su condición de mortal. Si así fuera, los gobernantes trabajarían por el bienestar de los pueblos, y no perseguirían con tanto ahínco la riqueza y el poder.
¿Será posible? Quién sabe. Mientras tanto, como nos dice Javier Cercas, no importa el camino, siempre que la marcha sea hacia delante, hacia delante, hacia delante, siempre hacia delante.
Fina Crespo
Febrero de 2011
¿SACAR EL PASILLO DEL BAR?
Con sorpresa he visto que se ha publicado una entrevista a cierto aspirante a figurar entre los cantantes de música ecuatoriana. Como es lógico, esta lectura provoca la indignación de quienes, durante décadas, nos hemos extasiado y deleitado con la auténtica música nuestra; y de ella, con nuestros maravillosos pasillos, en los cuales se conjugan, con magistral acierto, las letras aportadas por eximios poetas, y la música de compositores de primera categoría.
El aspirante en mención no pasa de eso: aspirante. En su afán de “innovar”, acaba de grabar un disco en el que trata de modernizar el pasillo ecuatoriano, “sacarlo de la cantina y de la asociación obligada con el trago y la borrachera, del festival de mala muerte, con el sonido del disco móvil barato”. ¿De dónde le viene la peregrina idea de que nuestro querido pasillo está asociado a semejantes compañeros? Lo que el alma del pueblo expresa, a través de sus compositores y poetas, es el sentimiento profundo de esa región de nuestro espíritu en donde residen las manifestaciones más elevadas de la sensibilidad de ser humano. El hecho de que ciertas personas escuchen pasillos mientras beben licor no significa que todos hacemos lo mismo: una inmensa mayoría nos deleitamos al escucharlos, sin necesidad de asociarlo con semejantes estímulos.
Y que no nos hablen de festivales de mala muerte, porque el pasillo ecuatoriano, esa bella melodía que hace alrededor de dos siglos llegó de Colombia y arraigó en esta tierra con identidad propia, no anida solamente en bares y cantinas, sino, principalmente, en ámbitos de intelectualidad y refinamiento. Inolvidables noches de gala en su honor han tenido lugar en los mejores teatros de Quito, Guayaquil y otras ciudades. Compositores bien conocidos y afamados, como Nicasio Safadi, Enrique Ibáñez Mora, Francisco Paredes Herrera, Segundo Cueva Celi, Benigna Dávalos, Constantino Mendoza Moreira, Carlos Brito, Guillermo Garzón Ubidia, Jorge Araujo Chiriboga, Ángel Leonidas Araujo Chiriboga, Cristóbal Ojeda Dávila, Carlos Rubira Infante, Rubén Uquillas y muchos otros más; y poetas como César Maquilón Orellana, Augusto Arias, Medardo Ángel Silva, José María Egas (entre otros) hicieron honor a la literatura y a la cultura ecuatorianas, y sus nombres resuenan todavía, con toda la vitalidad que en su momento de gloria tuvo el pasillo ecuatoriano. Una obra de estos maestros, retocada y estilizada, carece de vigor y de carácter, pues, cuando se la altera y maquilla, aparece en su lugar un fantasma pálido e insípido, burda imitación del modelo original, indigno de considerarse el emblema de un pueblo.
Hablemos de una música que en su momento conquistó al mundo entero: el tango. Nació, como todos sabemos, en el mercado del Abasto, de Buenos Aires, hijo y heredero del candombe y la milonga, música de los negros esclavos del siglo XIX. Y, como bien dice un apologista de este ritmo, “mil voces lo elevaron a la categoría de canción”, y entró triunfalmente a los más elevados círculos de París y del mundo. Es verdad que Astor Piazzola modernizó y renovó el tango. Reconozcamos el genio de este hombre; sin embargo, nada iguala al sabor de los tangos compuestos entre 1880 y 1940. Las grandes orquestas de tango (Canaro, Troilo, por nombrar sólo dos) hicieron época; no obstante, muchas veces Gardel cantó acompañado sólo con la guitarra de Alfredo Lepera y la suya propia; y su éxito perdura hasta el día de hoy. No se han maquillado esos tangos; se los sigue grabando con el acompañamiento original.
Cada época produce las mentes necesarias para interpretar la idiosincrasia del pueblo, sus gustos, su sentido estético, su espiritualidad. Si a las nuevas generaciones, como ocurre muchas veces, no les gusta la música de épocas pretéritas, no hay por qué alarmarse, pues no se puede obligar a nadie a sentir, frente a un hecho cultural, lo mismo que sintieron personas ya desaparecidas o en trance de desaparecer. El canto gregoriano, la música medieval, las cantigas de Santa María, la música barroca (sacra y profana), la clásica, la ópera, la folclórica, no son del agrado de todo el mundo. Haríamos muy mal en intentar siquiera modificar esas bellísimas composiciones, porque perderían toda la pureza y hermosura que las caracterizan. Mutatis mutandis, lo mismo ocurre con nuestra querida música nacional. Los que sientan vergüenza de ella, allá con su vergüenza. Nosotros, los que desde que abrimos los ojos a la vida, escuchamos a excelsos cantantes ecuatorianos interpretar las bellas canciones de compositores y poetas, las amamos y respetamos, tal como sonaron y suenan, sin adornos extraños y sin intromisiones en las sagradas páginas que se escribieron.
Es muy loable que quienes sienten inclinaciones artísticas quieran llegar a ser alguien. Pero, por favor, compongan su propia música, demuestren su talento y no adulteren lo que ya existe, lo que el pueblo atesora y es patrimonio de nuestra cultura.
Quito, junio de 2010