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LA SERPIENTE SIN OJOS
La serpiente sin ojos es el tercer libro de una serie compuesta por William Ospina, escritor colombiano. El primer libro se titula Ursúa, nombre del conquistador español que, apenas cumplidos los diecisiete años, tomó parte en la conquista de América, y que murió a los treinta y cinco años de edad. Durante este período de dieciocho años, pasó como un huracán por estas tierras; realizó hazañas formidables, pero fue cruel y sanguinario con los indios, a los que mató en gran cantidad.
El segundo libro, El País de la Canela, relata la expedición de Gonzalo Pizarro y su desastroso fin, que devino en el viaje de Orellana y el descubrimiento del Amazonas.
En el tercero de la serie (del que trata este artículo), el autor nos lleva por el Amazonas, la inmensa serpiente sin ojos, en un viaje alucinante, lleno de episodios de aventura, crueldad y bravura, hechos estos, por lo demás, comunes a la historia de la feroz conquista de América. Los españoles no pensaban sino en el oro. Las guerras contra los aborígenes, y su expoliación, hicieron inmensamente ricos a hombres miserables, que venían del hambre y la pobreza extrema.
La acción se inicia en Panamá, con un muy breve relato de las arbitrariedades, hazañas y crueldades de Pedrarias (Pedro Arias de Ávila), que llegó a decapitar a Balboa, su propio yerno, y “ganó con mucho mérito fama de cruel e infame”.
Blas de Atienza, joven de veintitrés años, llegó en las carabelas de Ojeda, que zarparon de Cádiz; traían un buen número de aventureros atraídos por el deseo de hacer fortuna y adquirir fama. Participó en la conquista del Perú y se instaló en Lima; allí, de su unión con una india de la estirpe de Atahualpa, nació una niña, su hija mestiza, a quien llamó Inés. Esta joven, huérfana de madre a muy tierna edad, y de padre en plena adolescencia, heredó una buena fortuna. Se casó con Pedro de Arcos, y llevaba una vida de mujer digna y honorable. Pero esta vida no duró mucho: su marido murió a consecuencia de un duelo en el que enfrentó nada menos que a Francisco de Mendoza, sobrino del virrey Andrés Hurtado de Mendoza.
Entre tanto, Pedro de Ursúa (o Urzúa), luego de guerrear en el territorio que hoy es Colombia, pudo al fin cumplir su sueño de armar una expedición para recorrer el curso del río Amazonas y conquistar Eldorado y las fabulosas ciudades que, conforme a las leyendas que circulaban en esa época, estaban llenas de oro y de inconmensurables riquezas.
Ursúa estaba realmente obsesionado con su viaje de conquista. Superó innumerables problemas y afrontó las mil y una situaciones agobiantes que el armar semejante expedición ocasionaba. Al fin, consiguió ultimar todos los preparativos. En su mente afiebrada solo existía el ansia de cumplir su sueño, lo que anulaba todo otro pensamiento. Sin embargo, cuando los preparativos aún estaban en sus primeras fases, conoció a Inés de Atienza, de la cual se enamoró perdidamente. Esta circunstancia ocasionó una gran demora en la salida de la expedición, con la consecuente desorganización, y consumo anticipado de dinero y vituallas.
Inés acompañó a Ursúa en su viaje por el Amazonas. Para entonces, el conquistador no era ya el mismo de otros tiempos: había relajado su temple y no se conducía como un verdadero líder. Lope de Aguirre, facineroso que se había unido a la tropa de Ursúa, capitaneó la conjura que desembocó, en Machifaro, en el asesinato del conquistador, seguido, después de pocos días, del de Inés de Atienza.
Así terminó lo que Pedro de Ursúa soñó que sería la gran gesta de su vida. Pagó muy caro por los errores cometidos y la soberbia con que actuaba, amén del maltrato con que vapuleó y humilló a quienes lo acompañaron en el viaje. Sembró el descontento entre ellos, lo que originó un sinfín de conflictos.
Este libro, al igual que los que le precedieron, es de muy fácil lectura y fascina desde el primer párrafo. El lenguaje, del que volveré a ocuparme en páginas posteriores, es muchas veces poético y describe admirablemente lugares, personas y hechos.
Ya en el inicio del libro, Ospina nos muestra el deslumbramiento de los españoles frente al recién descubierto océano Pacífico, y nos da a conocer las bellas leyendas que se contaban sobre su origen. En cada oportunidad, se retrata estupendamente la hermosura de la naturaleza, la riqueza del suelo y la variedad de animales que para los europeos eran desconocidos.
La descripción de Ursúa, el líder a quien siguen todos los hombres; su sueño de conquista; su habilidad para convencer a inversionistas y aventureros, y para persuadir al relator para que vuelva a efectuar un viaje que había tratado de olvidar; todo ello queda plasmado en páginas inolvidables.
El mismo personaje de Ursúa cautiva la imaginación: la epopeya que fue su vida se reseña en pocas palabras, con una magnífica gradación: “…héroe a los diecisiete años, fundador de ciudades a los veinte, guerrero triunfal a los veintidós, un jinete incansable…” Pero este hombre deja de ser un soñador y se convierte en un individuo brutal y desalmado. Y el relator se pregunta: “¿En qué momento una aventura empieza a convertirse en un crimen? ¿En qué momento el héroe se convierte en bandido? ¿De qué manera una cruzada llena de ideales se despeña en una carnicería?” La respuesta a estas preguntas está en la deshumanización del hombre por la guerra.
La investigación hecha por Ospina es minuciosa y exhaustiva, tanto de hechos históricos, como de lugares y personajes (conquistadores y aborígenes), lugares de batallas y muchos otros datos de importancia. Todo esto redunda en una obra muy bien documentada.
Un tema recurrente en las obras de este autor es la masacre que hicieron los españoles, cuando fueron “capaces de asesinar, en una tarde en Cajamarca, aquella corte exquisita de príncipes y jerarcas de un imperio que todas las referencias le mostraban como un reino de civilidad y de trabajo”. ¡Y pensar que los europeos llamaron “salvajes” a los indios!
La violencia de la conquista se percibe a cada momento: “El viento que publicaba las órdenes del inca llevaba ahora un vuelo de campanas; los abismos ya eran obedientes al látigo; los pies indóciles eran del cepo, y los corazones humanos eran de la ley o del fuego. Había que hacer sentir el yugo del Dios verdadero desde las nieves del Cotopaxi hasta las últimas espumas del Arauco”.
En este libro no solo encontramos historia, sino también profundas reflexiones filosóficas que, en boca del relator, muestran su desencanto por el desastre en que terminó todo, y nos hablan de lo efímero de la gloria y el poder.
El autor contrapone la ninguna codicia de los indios, a la del “rey Felipe y su corte insaciable”. Nos habla de un mundo de riscos y ventisqueros que “los incas miraban con veneración, y los españoles, con una mezcla de avidez y espanto”. Nos hace notar que los verdaderos protagonistas de la historia son los seres humanos anónimos, “que no dejan ni frases brillantes ni actos deslumbrantes”, a quienes nadie toma en cuenta; y esto es muy cierto, pues los millones de hombres que a lo largo de la historia han muerto en los campos de batalla, son los que han dado la victoria a quienes dirigen la contienda desde la seguridad y la comodidad de sus palacios y escritorios, donde no llega la muerte en forma de armas de combate.
Nos demuestra que toda empresa de conquista es una realidad de oro y prosperidad para gobernantes, banqueros y altos jefes militares, capitanes y grandes burócratas, pero solo un espejismo para los humildes soldados. Y no se diga para los pueblos. Nos lleva a ver y a pensar en una realidad incontrovertible: “Por apacible que sea el jardín, tarde o temprano entra la serpiente”. Y también nos habla de la omnipresencia de la muerte: “…es verdad que la noche cae antes de que hayamos descifrado las líneas de nuestra mano”.
Al hablar del gran Amazonas (el primer río del mundo por su caudal y por la extensión de su cuenca), nos dice que el río no siente el peso de los tiranos, “ni puede preguntarse hasta cuándo navegarán por él los que juegan a ser dueños del mundo. Porque solo ellos pueden creer que son dueños del mundo: el manatí bosteza, la danta ríe, la boa se contrae indiferente”.
El lenguaje de la obra merece mención aparte, puesto que se caracteriza por su elegancia y hermosura, y está lleno de tropos y figuras literarias de gran calidad. Hay una notable belleza y armonía; excelentes símiles; magníficas descripciones de la selva y de las criaturas que la pueblan, y de la exuberante vida que alberga, donde “solo se salva lo que acepta pasar como pasan el viento y el río”.
Entre tantos giros del lenguaje, citaré algunos ejemplos: ironía en “…descendiente de santos prelados”; imposible en “…consolarse de las penurias del presente recordando los triunfos del futuro”; el mismo nombre del libro es una hermosa metáfora; la muerte de Ursúa se describe con una gradación: “Los aceros habían atravesado el cuerpo en todas direcciones: con odio, con envidia, con resentimiento, con desesperación, con celos, con codicia, con indignación, con orgullo herido, con ambición, con maldad”. Hay expresiones felices, de una gran belleza; obsérvese esta frase: “…donde talladores escondidos antes del tiempo martillaron un bosque de demonios de piedra”.
Los poemas que salpican el relato son exquisitos; entre ellos se destacan, por su extraordinaria belleza, La montaña, Alcatraces, Adiós, La memoria y El eco.
El propio autor nos dice que La serpiente sin ojos es, ante todo, una historia de amor. Con todo el respeto que merece el señor Ospina, debo expresar mi desacuerdo. Los amores de Ursúa e Inés de Atienza son una parte (y no la mayor) de la obra, que en realidad es una soberbia, exquisita y refinada novela histórica. La narración no se circunscribe a lo que no es sino un episodio más (importante, por cierto) del cúmulo de hechos que se relatan.
La Serpiente sin ojos es un libro fascinante, que nos lleva a una época de violencia y horror, pero también de grandeza y heroísmo. Considero que su lectura, al igual que la de los dos anteriores que integran la serie, es obligatoria para quienes quieran degustar una obra magníficamente escrita, documentada hasta el detalle, y que aúna historia y literatura en un relato que no decae en ningún momento y que pervivirá por siempre en la memoria.
Fina Crespo
Diciembre de 2013