En esta obra, la autora, insigne escritora francesa, nos muestra la historia de tres mujeres de edades comprendidas entre los cuarenta y tres, y sesenta años, casadas en su juventud y que tienen una buena situación económica.
La vida (más bien, un tramo de la vida) de cada una de ellas se narra en una secuencia de tres relatos: La edad de la discreción, Monólogo y La mujer rota.
La edad de la discreción
La primera es una mujer de alrededor de sesenta años, cuyo marido, un científico que tiene unos pocos años más que ella, es el centro de su vida. Es una intelectual de izquierda, que ha educado a su hijo, Philippe, con sus mismas ideas, y que espera de él un comportamiento adulto acorde con su formación. Sus firmes convicciones no admiten el más ligero desvío de la línea de conducta por ella trazada. Está convencida de que André, su marido, es todavía el brillante científico de otra épocas, aunque no es así, toda vez que son los jóvenes que trabajan en su laboratorio los que generan todas las ideas y proyectos nuevos, según lo confiesa el propio André.
La narración está en primera persona. Por tanto, la protagonista es quien habla de su entorno, de su matrimonio, de su hijo, de sus vivencias.
Es una mujer jubilada: el retiro se había producido un año atrás. Siente que jubilarse es como si la persona fuera tirada a la papelera, idea que la deja helada. Se consuela pensando en que ahora dispone del tiempo que no tenía cuando trabajaba, y que puede hacer sus cosas sin apremio, sin tomar en cuenta el transcurso de las horas. Pero ese consuelo es magro: se fija en los ancianos, que solo tienen pocos años más que ella, y ve cómo será después de poco tiempo. Rememora su vida: siempre la misma rutina en su matrimonio: risas, lágrimas, abrazos, cóleras, confesiones, silencios, impulsos. Y en esa vida, día tras día, había llegado la jubilación (que en otro tiempo le pareció tan lejana como la muerte), de pronto, sin aviso. Siente que el mundo se ha descolorido y que la perpetua juventud de este le corta el aliento. Observa a los jóvenes, que estarán en el mundo cuando ella ya se haya ido. Y casi todas las personas le parecen jóvenes. Recuerda que, niña o adolescente, los libros la salvaron de la desesperación, y con ello se persuadió de que la cultura es el más alto de los valores, y no logra considerar esa convicción con mirada crítica.
Su vida ya no era la misma: su hijo había dejado de pertenecerle; ese hijo, educado tan esmeradamente para seguir los pasos de sus padres, se había “desviado del camino”, al contraer matrimonio con una joven de ideas diferentes, muy esnob y elegante; además, había abandonado sus estudios, su tesis, para aceptar un trabajo ofrecido por su suegro. No le perdona el haber adoptado un modo de vida distinto del que, según la educación recibida, debía seguir. Sus firmes convicciones la vuelven intransigente; no se resigna a perder a su hijo de ese modo. Más tarde, cuando Philippe le ruega que lo reciba nuevamente y le suplica que deponga su actitud de enojo, se manifiesta inexorable, inconmovible. No puede admitir la idea de que su hijo haya cambiado de manera de pensar, y se siente traicionada.
André, hombre tolerante, no mira la actitud de Philippe con los mismos ojos que su mujer: califica de aberrantes sus ideas; y, en cambio, comprende la situación, pasa por alto el problema (aunque le duele la actitud del hijo), y se ve y se comunica con Philippe, a espaldas de su mujer, quien, al darse cuenta de la situación luego de una dura conversación con André, se siente devastada, pues, según su opinión, no solo ha perdido a su hijo, sino también a su marido.
Se cuestiona su maternidad: “Necesito volver a convencerme de que perdí a Philippe. Debí haberlo sabido. Me dejó desde el instante en que me anunció su casamiento; desde su nacimiento, una nodriza hubiera podido remplazarme. ¿Qué imaginé? Porque él era exigente, yo me creí indispensable. Porque él se dejaba influir fácilmente, creí haberlo creado a mi imagen (…) y él elegía apartarse de mí, romper nuestras complicidades, rechazar la vida que al precio de tantos esfuerzos le había edificado. Se volverá un extraño.” Es la actitud de la madre que no se resigna al hecho de que ya no es lo más importante en la vida de su hijo. Su inflexible posición, pese a las súplicas de Philippe, lleva a este a contestarle que su conducta (la del hijo) le indigna (a la madre), “… porque contradice tus proyectos. Sin embargo, no iba a obedecerte toda mi vida. Eres demasiado tiránica. En el fondo, no tienes corazón, solamente voluntad de poder.”
Por otra parte, André estaba en crisis: había llegado la vejez. En su trabajo, sabe que ya no produce nada nuevo. En casa, la sola idea de una discusión le fatiga. Ya no le gusta salir, pasear, ir al teatro, a exposiciones, a conciertos. Todo lo agobia. Opina que ver cambiar el mundo es, al mismo tiempo, milagroso y desolador, y que, al envejecer, lo desolador no está en las cosas, sino en la propia persona; que al perder la juventud se ha perdido todo. Y se remite a lo dicho por el filósofo Bachelard: “Los grandes sabios son útiles a la ciencia en la primera mitad de su vida; dañinos en la segunda.”
La protagonista es escritora. Había obtenido un muy halagador éxito en sus obras anteriores. Pero la última, la que escribió ya jubilada, fue un rotundo fracaso, hecho que la sumió en la más amarga decepción. Su libro había recibido duras críticas. Se sentía aniquilada y se preguntaba cómo se logra vivir todavía cuando no se espera más de sí.
Su marido viaja a visitar a su madre, Manette, y algún tiempo después se le une su mujer; en el encuentro, se da cuenta de que André no la había echado en falta para nada; parecía rejuvenecido y estaba de muy buen talante.
Manette es una mujer vital, pese a su edad. Lee mucho, escucha la radio, cuida el jardín. Cuando su hijo le propone comprarle un televisor, se niega a que lo haga y le responde: “No dejo entrar a cualquiera en mi casa.” En opinión de André, está en el mejor período de su vida. Esta mujer es un ejemplo de cómo debe vivirse la vejez. Es muy distinta de su nuera, la cual piensa que, cuando llegue a los ochenta años, no va a parecerse a su suegra, pues no llamará libertad a su soledad, ni aprovechará tranquilamente cada instante; piensa que la vida le va a quitar poco a poco todo lo que le había dado, y que esa tarea ya estaba en curso. Recuerda a todos sus muertos: padres, cuñado, suegro, amigos. Piensa que la persona debe sentirse muy extraña cuando es el último testigo de un mundo abolido. Analiza su situación con André: ¿Era preciso que la pareja continuara unida sin otra razón que la de haber comenzado, y que les esperaran quince o veinte años más, cada cual en su mundo, con sus problemas y sus fracasos personales?
Al final, vuelven a encontrarse marido y mujer. Aceptan que sí, que la vejez existe, pero que pueden encarar el porvenir “sin mirar demasiado lejos”. La mujer se pregunta si podrá volver a escribir, si superará el rencor contra Philippe, si el avance de la vejez la angustiará. Pero no quiere mirar más allá, a las enfermedades, la invalidez, el estancamiento mental, la soledad y el cambio del mundo, que continuará su marcha insensiblemente. Ve que André y ella no tienen opción, no pueden elegir. No les queda más que continuar la vida sin mirar hacia adelante.
Monólogo
Es un relato muy corto sobre una mujer de cuarenta y tres años, neurótica por excelencia, dos veces divorciada, que cuenta, además, con un romance después de su último divorcio. Tuvo una hija en su primer matrimonio y un varón en el segundo. Su hija, de apenas diecinueve años, se suicida con una sobredosis de droga. Su segundo marido consigue la custodia del niño, por lo cual queda completamente sola y siente que todo el mundo la maltrata. Se enfurece con la fiesta que se desarrolla en el piso superior, pues no soporta la bulla; pero cuando esta se termina, se desespera por el silencio en que queda la casa. Tiene obsesión por la limpieza y la exaspera la suciedad de los demás.
En su soledad, espera con ansia que su marido regrese. Se angustia pensando en que la muerte la sorprenderá sola, sin que nadie lo sepa, y que se pudrirá sola. Es narcisista: aunque el dolor de enterrar a su hija es terrible, la tacha de ingrata, y hasta en ese momento tan doloroso se siente la protagonista de la tragedia. Se cree perfecta: todos deben escuchar sus peroratas y darle la razón en todo cuanto dice. Odia al mundo y a la humanidad. Es egocéntrica: piensa que el mundo gira a su alrededor, y que el suicidio es la única vía de escape de una vida consumida por la neurosis. Desea fervientemente que haya un dios, un cielo y un infierno, para pasear en el cielo con sus hijos y ver cómo se consumen en las llamas y sufren los seres que odia.
Esta mujer sufre de obsesiones terribles, al punto de que en su mente ha llegado a considerar a todos como sus enemigos; a creer que Dios y el mundo le deben mucho, y que es merecedora de la reverencia general. Su sufrimiento es auténtico, dado el estado de histeria al que ha llegado. Una vida así está desperdiciada y será muy difícil su rehabilitación; la única solución es, quizá, la muerte.
La mujer rota
El relato se presenta en forma del diario que lleva una mujer de cuarenta y cuatro años, que hasta entonces había vivido tranquila, segura en su matrimonio con Maurice, médico e investigador; su vida transcurre en una rutina exenta de sorpresas desagradables.
La ausencia de su marido, que se halla en Roma, en donde participa en un congreso médico, la inquieta y empieza a pensar en un “antes”, cuando Maurice aún no había experimentado ese cambio que fue notando poco a poco, día a día: desde un tiempo atrás se mostraba lejano, indiferente a las actividades de su mujer; ya no paseaba por París y sus alrededores en su compañía, ni conversaba con ella. Ya no escuchaban música juntos.
El cambio de Maurice empieza a convertirse en una idea fija en Monique. No tardará en volverse una obsesión. Los silencios entre la pareja, que ocurren muy a menudo, la atemorizan: después de veintidós años de matrimonio, conoce muy bien que el silencio es peligroso. Supone que, porque ella no le prestaba la atención debida (por ocuparse demasiado de sus dos hijas), su marido se ha sumergido en el trabajo. No sospecha todavía cuál es la realidad. Siente su indiferencia. Después de años de haber sido inseparables, la atormenta el alejamiento de él.
Poco a poco, la verdad se abre paso en su cerebro. Con el terrible presentimiento en su corazón, Monique pregunta a Maurice si hay otra mujer en su vida, y él, sin poder ocultarlo, le responde afirmativamente y le da su nombre: Nöellie Guérard, abogada joven, bonita y, según Monique, embaucadora. Maurice confirma haberle mentido, porque temía que ella muriese de pena, toda vez que, quince años atrás, Monique le había dicho: “Si tú me engañaras, no tendría necesidad de matarme. Moriría de pena.”
Y comienza la obsesión, acompañada del dolor, la angustia, los celos. Le pesa la alegría de los demás. No acepta que Maurice le haya mentido: “¡A mí, no! No soy una madre a la que se miente. Orgullo imbécil. Todas las mujeres se creen diferentes; todas piensan que ciertas cosas no pueden sucederles, y todas ellas se equivocan.” Comprende que, cuando Maurice le confesó que había otra mujer en su vida, armó el tinglado a propósito, pues hizo mucho ruido al entrar y llevaba un vaso de whisky en la mano, es decir, la tramoya estaba hecha para confesar su infidelidad.
Monique imagina la intimidad de Nöellie con Maurice. Desde que confesó que había otra mujer en su vida, su marido se siente en libertad de pasar noches enteras con su amante, al tiempo que se despreocupa de su mujer, a la que ni siquiera ha vuelto a darle un beso en la boca.
Monique piensa en sus hijas: en Lucienne, emigrada a Estados Unidos, y en Colette, casada con alguien que, según su criterio, no es el marido que conviene a su hija. Reflexiona: “Un hombre al que no se ama es difícil que baste para colmar una vida.” Y no se da cuenta de que el hombre amado tampoco basta.
En sus largos soliloquios transcritos al diario, Monique se convence de que debía poner un “pare” desde el principio; pero que, en su afán de recuperar a su marido, aceptó desempeñar un papel humillante, situación de la que no puede salir. Acude a sus amigas, indaga, pregunta. Quiere saber. ¡Ah, qué terrible es saber! Al fin, se entera de todo: Maurice ha tenido varias aventuras amorosas, sin mayor importancia, desde hace unos tantos años; el romance con Nöellie no es una de esas aventurillas: es algo muy serio, que dura ya dieciocho meses. Todos lo sabían, menos ella. Empieza a espiar a Maurice, con lo que no obtiene otra cosa que atormentarse más todavía. Siente que es nadie sin él, porque nunca se había visto a sí misma sino a través de los ojos de él. Este problema afecta a muchas mujeres. No tienen verdadera autoestima, sino que emocionalmente y en forma total, dependen del marido.
Comienza a recordar detalles a los que en su momento no les dio importancia, pero que ahora, a la luz de todo lo que sabe, no eran otra cosa que indicios de que su matrimonio se deterioraba. ¡Tan segura estaba del amor de su marido! Pero en la vida nunca hay seguridad. Nada se nos garantiza: ni el amor, ni el dinero, ni la vida misma. Su amiga Isabelle la anima en su empeño de recuperar a Maurice, pero también le advierte que no es posible para un hombre guardar una fidelidad de veinte años.
Para saber si todavía es atractiva para los hombres, llama a Quillan, un admirador, y sale con él una noche; no llega a nada, porque su estado de ánimo y su obsesión no se lo permiten. Empieza a tener pesadillas. Llora, sucumbe al dolor. Lo llama; pero no a Maurice, sino al otro, al anterior, al que la amaba.
Después de conversar con Marie Lambert, una desconocida que pretende ayudarla, Monique se da cuenta de que, si se hubiera preparado, si hubiera tenido actividades propias, realmente una vida privada, habría estado mejor armada para resistir una ruptura.
Sigue aferrada a la idea de que Maurice todavía la quiere; sin embargo, poco a poco la verdad se impone. Entiende que esa presencia familiar como su propia imagen, su razón de ser (¡qué absurdo!), su alegría, es ahora un extranjero, un juez, un enemigo. Le reprocha el no haberla estimulado para trabajar; pero la verdad es que Maurice, en varias oportunidades, le insistió para que trabajara, a lo que Monique siempre se negó. Los pretextos no faltaron: el cuidado de sus hijas; el amor de él, que llenaba su vida… ¿No sería, quizá, comodidad, el saber que hay quién se responsabiliza por la parte económica, y que no es agradable salir a luchar por la vida?
Ya no sabe quién es. Pierde su propia imagen. Su salud se deteriora. Sus amigas se cansan de escuchar el mismo discurso todo el tiempo. Por sugerencia de Maurice, acude a un psicólogo; tampoco este la cura, porque ella misma no quiere curarse. Se descuida de su persona: no lee, no se asea, no escucha música, no come. Intenta trabajar, pero se rinde al poco tiempo y renuncia.
Al fin, acepta ir a visitar a Lucienne, en Nueva York. Su hija la recibe muy bien. Llega el momento de hablar del tema principal, y Lucienne demuestra poseer un criterio bien formado y tener los pies bien puestos sobre el suelo. Monique no cree en nada de lo que le dice su hija. Piensa que hay maldad en la joven, cuando lo que hay es un buen conocimiento de la realidad.
Regresa a París; pide que Maurice no vaya a recibirla. La verdad es que se ha ido ya de la casa. Monique llega, pues, a lo que fue su hogar: una casa vacía, en donde las puertas cerradas (su dormitorio y el despacho de Maurice) prefiguran el porvenir. Sabe que está sola y que nadie acudirá en su ayuda. No obstante, por mucho que sea su miedo, sabe también que tendrá que abrir esas puertas y enfrentarse a su vida futura… o aniquilarse definitivamente.
***
El caso de la primera mujer es el típico de una persona de convicciones muy fuertes, muy sólidas, que, al ver avanzar los años y acercarse la vejez, se encuentra vulnerable, desvalida, abatida y anonadada. Es un hecho que las convicciones demasiado fuertes acarrean mucho dolor. La protagonista del primer episodio es una reconocida escritora e intelectual; pero ni esas características la salvan, porque no acepta la realidad: no podemos ser perpetuamente jóvenes. La jubilación le llegó cuando menos lo pensaba, pese a que debía haber sabido muy bien en qué año se terminaría su ciclo laboral. Se había amparado en su trabajo, y creía que al llegar el retiro (tan temido por mucha gente), iba a bastarle el amor de su marido; además, estaba segura de continuar como la excelente escritora que había sido, merecedora de los comentarios más elogiosos por sus obras. No se daba cuenta de que tras ella desfilaban oleadas de escritoras tan buenas o mejores todavía, que ahora ocupaban su lugar de antaño. No percibió el paso del tiempo y no pensó en lo que había que hacer para retirarse con dignidad. Era muy sencillo: colmar de hermosas flores el sendero que media entre la jubilación y la tumba. Es tarea no difícil para quien tiene una rica vida interior y ha cultivado desde la juventud el arte de la introspección y la reflexión.
La situación de las otras dos mujeres no es solo asunto de novela: es de la vida real. Y no se crea que, porque la obra fue escrita hace casi cincuenta años, esos hechos han dejado de producirse. En la época actual, cuando ya ha transcurrido más de una década del siglo XXI, suceden cosas parecidas. ¿Por qué? Por la educación que secularmente han recibido las mujeres. Desde muy niñas se las ha preparado para esperar al Príncipe Azul. Esta etapa de la vida de las jóvenes debe ser superada.
Hay un axioma poco conocido: “A mayor cultura de la mujer, mayor edad para el matrimonio, o ningún matrimonio.” Lamentablemente, estas sencillas palabras no calan en muchas jóvenes. Sí, algo se ha conseguido, porque ya las mujeres no se casan a muy tierna edad. Ya no se trata con burla ni compasión a la “solterona”. No obstante, podemos apreciar, hasta el día de hoy, que en películas, novelitas, telenovelas, revistas, artículos diversos y publicaciones de todo tipo, se estimula a las mujeres, abierta o subliminalmente, a casarse, con lo que se propala una fórmula única para la felicidad: conseguir un hombre y casarse con él, porque es el mayor premio de la vida. Se les vende la idea de que sin un compañero la vida no tiene sentido, y que la única realización de la mujer está en el matrimonio y la maternidad.
La principal lección que se saca de la lectura de este magnífico libro es que la mujer, sea casada, soltera, viuda o divorciada, debe tener su vida propia, de modo que no se convierta en el apéndice de un hombre, sin su yo, sin su personalidad, sin su identidad. Una pareja no puede ser una sola carne (por más que lo diga el evangelio), porque ello significa la anulación de una de las dos personas (más frecuentemente la mujer, aunque también se dan casos en que el hombre es el aniquilado). Si ha de efectuarse la unión de un hombre y una mujer, ha de ser sobre la base de un respeto mutuo, sin el apocamiento ni la postración espiritual y física de uno de los dos integrantes de la pareja. Si este requisito no se cumple, es mejor deshacer la unión.
Para ello, para no convertirse en el apéndice de nadie, la mujer tiene que empezar por estudiar, trabajar, adquirir una cultura sólida, cultivar la lectura y el hábito de pensar y reflexionar. Y, sobre todo, aprender a amarse a sí misma, de modo que, ya sea emocional o psicológicamente, no necesite de nadie para vivir. Tiene que comprender que solo ella misma es la razón de su vida, de tal suerte que, cuando el compañero desaparezca (vivo o muerto) y cuando los hijos se vayan, continúe siendo una persona entera y no viva a través de hijos o nietos, que tienen sus propias vidas, de las que ella ya no forma parte, pues, como dijo Gibran Jalil Gibran, preparó a sus hijos para que habitasen la casa del mañana, en la cual ella ni siquiera en sueños podrá entrar.
Debe comprender que nadie la ayudó a nacer, nadie la ayuda a vivir (aunque ilusamente piense que es así) y nadie la ayudará a morir. La vida de cada mujer es única y no la puede ni debe desperdiciar; no puede ni debe convertirse en la sombra de otro, ni en su prolongación o suplemento.
Solamente así podrá vivir una vida plena y arribar a una vejez (que siempre nos alcanza, nos guste o no nos guste) digna, de modo que llegue a ser, como dijo el sabio, “una obra de arte”.
Y nunca es tarde para empezar.
Fina Crespo
Enero de 2014