Hija de un misionero protestante, la autora vivió, desde su niñez, gran parte de su vida en China, en donde se interesó vivamente por el país, su gente y sus costumbres, en una época muy especial, puesto que se trata del período anterior a la Revolución. El Imperio había dejado de existir en 1911; luego, vino una etapa de gran conmoción: se formaron varios gobiernos a lo largo de esos años y sobrevino la guerra civil, hasta el triunfo de Mao en 1949. Fueron años de una gran transformación del país y un cambio radical de las costumbres. Pero es muy difícil erradicar un modo de vivir que había perdurado milenios, y eliminar el complicado ceremonial que había regido la vida de los chinos durante tan largo tiempo.
Justamente, el libro de Pearl S. Buck nos lleva a mirar ese mundo, en una ciudad que, por su situación geográfica, pudo mantenerse durante algún tiempo al margen de los cambios. De todos modos, era un mundo que se desmoronaba y que terminaría por desaparecer a mediados del siglo XX.
La obra es un excelente retrato de la vida y costumbres chinas, que ordenaban que las parejas se casaran por mandato de sus padres, con personas escogidas por ellos, y a quienes conocían tan solo el día de la boda. La principal misión de un matrimonio era producir el mayor número de hijos. Se preferían los varones; a las hijas, si así decidían sus mayores, se las podía eliminar sin remordimientos, ya que el infanticidio en estos casos era visto como un hecho normal.
Naturalmente, la más afectada por este sistema de vida era la mujer, que se convertía en una máquina de producir hijos a lo largo de toda su edad fértil, por avanzada que esta llegara ser. En tales circunstancias, la mujer no tenía libertad alguna y no podía dedicarse a su propia persona, por mucho que fuera su deseo de estudiar y formarse, en uno u otro campo. Además, al casarse, la mujer se desprendía totalmente de sus padres y más familia íntima, para asimilarse por entero a la de su marido. La suegra tenía total preeminencia sobre la nuera.
El ejemplo perfecto de mujer sumisa y cumplidora del papel asignado por la sociedad es Meng, casada con Liangmo, el mayor de los hijos de la pareja Wu. Esta joven vivía solamente para su marido, pendiente de satisfacer su más mínimo deseo y ansiosa por darle muchos hijos, pues así se convertiría en el instrumento de su inmortalidad. Llegaba al extremo de que, si tenía que dar una opinión, miraba a su marido para saber qué tenía que opinar.
En una sociedad así, incluso el niño no era tomado en cuenta por quién era, sino por lo que representaba: la continuación de la vida.
Este es el mundo en que vive la protagonista de la novela, Ailien, madame Wu, cuyo marido no tenía la inteligencia ni las aspiraciones de superación que tenía su mujer. Era un hombre que poseía una inmensa fortuna, a costa de sus siervos, sin haber trabajado jamás. Al ver por primera vez a su mujer el día de su matrimonio, se había sentido completamente satisfecho con ella y le había guardado total fidelidad a lo largo del tiempo.
Al cumplir cuarenta años, madame Wu decide terminar su vida sexual con su marido. Se traslada, pues, a otras habitaciones de la gran casa en que vive, y escoge una concubina para él, pese a que las leyes de entonces ya no lo permitían. La elección recae en una muchacha abandonada en sus primeros meses de vida, a la que da el nombre de Ch’iuming, que significa “Otoño Luminoso”.
El señor Wu no recibió bien el aviso de su esposa, de separarse de él. Hasta entonces, no había reparado siquiera en la existencia de otras mujeres; pero, dadas las circunstancias, comenzó a frecuentar las “casas de flores”, en donde conoció a una joven que entró definitivamente en su vida.
El propósito de la señora Wu era alcanzar su libertad, a fin de vivir para sí misma y evitar concebir hijos en una edad avanzada. Sabias son sus palabras cuando dice que “después de criar hijos, el resto de la vida es para cada mujer”. En sus reflexiones, que son muy profundas, llega a la conclusión de que jamás amó al señor Wu, pero que había cumplido su misión a cabalidad. Le había dado siete hijos, cuatro de los cuales habían sobrevivido. Lo había honrado y le había dedicado todo su ser y su tiempo. Ahora, había llegado el momento de ser libre y de recuperar su propia persona. Había pasado su vida dando vida; pero eso había terminado. Sentía que se había dividido una y otra vez, y que había llegado el tiempo de tomar todo lo que quedaba de ella para volver a convertirse en un ser completo, a fin de que la vida la satisficiese por lo que era, no solo por lo que daba, sino porque lo que obtenía.
Por ello decide dedicar el resto de su vida a integrar su mente y su cuerpo, no porque con él deba satisfacer a un hombre, sino porque ese cuerpo alberga su espíritu.
Rulan, su otra nuera, casada con Tsemo, el segundo hijo, busca la misma liberación que la señora Wu, pero de forma distinta, de acuerdo con los nuevos vientos que trae la Revolución. Anhela la igualdad del hombre y la mujer, y el derecho de esta a ser una persona, no un objeto de su marido.
Qué difícil debe haber sido luchar contra ideas tan arraigadas acerca de la inferioridad de las mujeres, a las cuales ni siquiera se les permitía comer en la misma mesa que los hombres, sino apartadas de estos. No podemos dejar de señalar que esas ideas no eran patrimonio exclusivo de China. Circulaban y circulan todavía por todo el mundo.
El Viejo Caballero, suegro de la señora Wu, al darse cuenta de cuán inteligente era ella, le había dicho, hacía mucho tiempo, que no estaba bien que el cerebro de una mujer se desarrollara más allá del cuerpo. Sin embargo, este hombre, pese a sus prejuicios sobre las mujeres, habla con sinceridad de esos mismos prejuicios y de la razón de ellos. Así, le dice que “Este asunto de la inteligencia… es un don muy grande, y una carga muy pesada. La inteligencia, más que la pobreza y las riquezas, divide a los seres humanos y los convierte en amigos o enemigos. La persona estúpida teme y odia a la persona inteligente. Por bueno que sea el hombre inteligente, debe también saber que no conseguirá el amor de aquel cuya mente es inferior a la suya”. Y añade: “Hija mía, no existe hombre capaz de soportar la sabiduría superior de una mujer que vive en su casa y duerme en su cama. Tal vez diga que la adora, pero la veneración es muy dura en la vida diaria. El hombre no puede convertir su casa en un templo, ni tomar una diosa por esposa. No es lo bastante fuerte”.
Aunque no lo sabía, la señora Wu estaba muy sola, pues nadie podía llegar al interior de su alma, la cual había dejado atrás su vida, puesto que había ido mucho más allá de las cuatro paredes en las que habitaba su cuerpo. Esa soledad la experimentamos todos los seres humanos; pero hay personas que creen, erradamente, no estar solas cuanta más gente vive con ellas.
Cuando el señor Wu va a verla para anunciarle el embarazo de Ch’iuming, la antigua pareja tiene un momento de solaz y de risas. En ese instante, la señora Wu percibe que jamás lo había amado, y que, por tanto, no podía odiarlo. Al darse cuenta de ello, siente que cae el último eslabón de las cadenas que una y otra vez había recogido para volver a ponérselas, pero que ya no había necesidad de ellas, pues se había liberado por completo de él. Poco tiempo más tarde, comenzó a darse cuenta de que era muy afortunada por no haber amado al señor Wu. Cuando era muy joven, casi había caído en ese amor, pero se había liberado a tiempo. Percibe también que jamás amó a nadie; pero, como la vida nos depara situaciones que ni siquiera las habíamos imaginado, más adelante amará intensamente a otro hombre.
Sus reflexiones la llevan muy lejos. Expresa sus conclusiones con sabias palabras. Al hablar con Rulan, su nuera, le dice: “Algún día, cuando esta separación [la de marido y mujer] esté clara y establecida por la costumbre, cuando hayan nacido vuestros hijos y estén creciendo, cuando vuestros cuerpos envejezcan y la pasión se haya ido, tal y como, por suerte, sucede, conoceréis el mejor amor de todos”. Más adelante agrega: “La mujer siempre tiene que liderar en secreto, y debe hacerlo porque la vida se apoya en ella, y solo en ella. Te lo advierto, mi hijo no te ayudará a lograr que vuestro matrimonio sea feliz”. Y, al referirse a la cópula entre hombre y mujer, le dice: “En esos momentos no piensa en ti. Piensa en sí mismo. Piensa tú también en ti”.
Todas estas reflexiones de la señora Wu (que son las de la autora), nos demuestran hasta qué punto esta última conocía la naturaleza humana, la forma distinta de ser de hombres y mujeres; y cómo, en realidad, ellas son las que forjan la estabilidad de la unión, las que educan a los hijos, las que hacen que una casa se convierta en un hogar. De ellas dependen, en esta vida, ya sea el cielo o el infierno. Y por eso se les exige demasiado, quizá más allá de la capacidad humana.
En cuanto a los demás personajes, los hay algunos muy interesantes. Por ejemplo, Ying, la criada, que por haber servido fielmente a la señora Wu durante muchos años, podía hablar abiertamente con ella (en una sociedad en la cual los criados “no existían” y eran tratados con dureza); expresa muchas veces sus opiniones sobre la vida en la gran casa, en donde “todos vivían de su señora como niños de teta”. Ying es la imagen viva del apego, cariño y fidelidad a su ama.
La hermana Hsia, occidental y monja, empeñada en convertir a la señora Wu al cristianismo, para lo cual, con inmensa unción, le leía pasajes de la Biblia. Nunca consiguió su objetivo. En su momento, la señora Wu celebró los funerales de la monja, como si hubiera sido alguien de su familia.
Un personaje que no podemos dejar de lado es la Vieja Dama, la madre del señor Wu. Había vivido toda su vida de conformidad con las normas prescritas y cumplía con dignidad el papel que la sociedad le había asignado. Había sido una mujer feliz; pero, al acercarse la hora de su muerte, sintió preocupación y quiso saber si había otra vida después de esta. Madame Wu no la puede engañar. Tampoco la Vieja Dama lo habría permitido. Así que le confesó que nada sabía al respecto. La anciana murió poco después. Madame Wu no lloró. Tenía los ojos secos, pues nunca lloraba. El cumplimiento de tantas y tan rígidas tradiciones secaban el alma.
Fengmo, el tercer hijo, comprende a su madre porque piensa como ella. Al hablar con su padre y con uno de sus hermanos, les dice que ninguno de ellos comprende a la señora Wu, y que él sí sabe cómo se siente: que tiene alas y que nunca se le ha permitido volar. Las preguntas de Fengmo son: “¿Por qué existimos? ¿Para qué me sirve [existir], si existo solo para crear a otro como yo, y a él solo para crear a otro como nosotros dos? Existe un yo que no tiene nada que ver contigo, madre, y nada que ver con el hijo que saldrá de mí”. Son preguntas y conclusión fundamentales, que derivan de un profundo razonamiento, y que no se las hace todo el mundo.
Y, finalmente, el hermano André, también occidental, ex sacerdote, hombre sabio, bondadoso y compasivo, ajeno a la ambición. No desea dinero, si no es el del fruto de su trabajo y que le sirve para sostener una casa de huérfanas, a las que educa, alimenta y, a su debido tiempo, les busca un destino digno. Explica a madame Wu que su religión está “En el pan y en el agua, en dormir y en caminar, en limpiar mi casa y arreglar mi jardín, en alimentar a las niñas perdidas que encuentro y en acogerlas bajo mi techo, en venir a enseñar a su hijo, en sentarme junto a los enfermos, en ayudar a los que van a morir a que puedan morir en paz”. En el pasado amó a una mujer e iba a casarse; pero entró en la soledad, y dejó de amarla y de necesitarla. Y para continuar con su soledad se hizo sacerdote. Dice que su fe está en el espacio y en el vacío, en el Sol y en las estrellas, en las nubes y en el viento. Y que su dios está en todo cuanto le rodea: en el aire y en el agua, en la vida y en la muerte, en el ser humano.
El hermano André muere asesinado por delincuentes. Después de su muerte, la señora Wu inicia “conversaciones” mentales con el difunto, recuerda sus palabras y cavila en ellas. Al fin, descubre la vida, que es inmensa, sin fronteras, y no se reduce al recinto de la casa, por grande que esta sea, ni a las tradiciones, costumbres, creencias y supersticiones. Ha comprendido. También se da cuenta de que por primera vez ha amado en la vida, y que la persona amada es el hermano André, aun cuando ya no existe. Sigue amándolo por el resto de su vida, y se convierte en una mujer sabia, a la que todos acuden para aprender de sus conocimientos. Encuentra la paz y el amor, todo gracias a un sacerdote tildado de hereje y expulsado de la Iglesia como renegado.
La obra del hermano André no se sustenta en dogmas, oraciones ni ritos: es una obra de amor, silenciosa y fructífera, que toca el alma de quienes tratan con él, y cuyo apostolado se diferencia inmensamente del que pretende efectuar la hermana Hsia. En realidad, el ejemplo es el más fecundo modo de predicar que existe.
Están, claro, los demás personajes; pero no es posible hablar de todos ellos, porque sería alargar demasiado este texto.
En este libro, de muy fácil lectura, hay interesantes descripciones, que la autora nos las entrega con espontaneidad, a medida que avanza el relato. “Vemos” a las personas, las casas, los campos, la sociedad misma. Nos damos cuenta de los sentimientos de cada uno de los protagonistas, desde los principales hasta los más pequeños, y del profundo arraigo de costumbres y tradiciones, además de un acendrado sentido de casta, que tiene su lado bueno, pero que, en un momento dado, constituye un dogal que no permite a la persona actuar con libertad y enderezar su vida por el mejor rumbo posible. El individuo queda anquilosado en un sistema que solo ve la continuidad de la familia y deja de lado las aspiraciones de cada uno de sus miembros.
Pero, sobre todo, como su propio nombre lo indica, es una obra dedicada a las mujeres; y no solo a las de un país y de una época, sino a las de todo el mundo y de todas las épocas; a las que, como dice Fengmo, tienen alas, pero nunca se les permite volar. Si bien es cierto que se han logrado importantes avances respecto al lugar que debe ocupar la mujer en la sociedad actual, falta aún mucho por conquistar. Esta novela, escrita hace casi setenta años, es un notable aporte para esa conquista. Es un acierto el haberla rescatado del olvido.
Fina Crespo
Julio de 2015