Monthly Archives: June 2016

MARÍA ANTONIETA

MariaAntonietaStefan Zweig, undécima edición, 2013

Stefan Zweig, prolífico escritor austríaco (1881-1942), cultivó diversos géneros: poesía, obras teatrales, novela, narraciones cortas y ensayos históricos y literarios. Se trata de una obra muy extensa, de la cual María Antonieta, excelente biografía de la trágica reina de Francia, nos muestra no solo la vida de este personaje, sino un formidable relato de una página de la historia. ¡Y qué página! Nada menos que la Revolución francesa, hecho fundamental de la historia de la humanidad, de capital importancia y de gran repercusión en la vida de los pueblos y de los individuos, así como en la constitución de los Estados y su forma de gobierno.

Con la convocatoria a Estados Generales, en 1789, se inicia la Revolución francesa, se cierra un larguísimo capítulo de la historia y se abre el mundo a la época contemporánea, la última de las eras en las que convencionalmente se han dividido los distintos períodos históricos que marcan el paso del hombre en la Tierra.

Personaje de singular importancia en esa época es la reina María Antonieta, nacida en Austria, hija de la emperatriz María Teresa y, por razones de Estado, casada a los catorce años de edad con el futuro Luis XVI.

Ya desde la introducción, Zweig nos entusiasma en la lectura de su obra: describe la personalidad de María Antonieta desde su temprana edad, y la califica de mujer corriente, de la medianía, que jamás sobrepasó la común medida, ni en lo bueno ni en lo malo. De no mediar la Revolución, esta princesa insignificante, al igual que muchas otras, habría pasado sin pena ni gloria, y su lápida sepulcral apenas habría aparecido en el GOTHA (almanaque: anuario genealógico y diplomático, en francés y en alemán, desde 1763. Se interrumpió en 1944. Desde 1961 se editó el GENEALOGISCHES HANDBUCH DES ADELS, solo en alemán).

Esta introducción nos permite vislumbrar el tono magistral en que está escrita la obra y que no decae en ningún momento. Asimismo, nos impele a admirar el trabajo del traductor, que todo el tiempo se halla a la altura del escritor, feliz coincidencia que no siempre ocurre con las traducciones.

La razón de Estado no tiene miramientos con nadie: María Teresa, en su afán de asegurar la paz de Europa y la consolidación de sus dominios, se empeñó en casar a su última hija con el delfín de Francia, de modo de fusionar la dinastía de los Habsburgo con la de los Borbones, y así garantizar una larga duración de estas casas. No tomó en cuenta la felicidad de su hija, aunque bien había sido advertida por su embajador acerca de las deficiencias del futuro Luis XVI.

Los preparativos de la boda (que fueron dos: una, en Viena, por procuración; y otra, en Versalles, con la presencia de los dos contrayentes) merecen una lectura detenida, tan solo para asombrarnos de la infinidad de detalles que se consideraban de vital importancia, cuando en la realidad no eran sino expresiones de frivolidad, asuntos de ninguna trascendencia. Lo de notar en esas páginas es la presencia de un muy joven Goethe, retratado excelentemente por Zweig.

Después de adquirida su calidad de delfina de Francia, María Antonieta inicia una vida insustancial, dedicada a la vanidad y a la diversión: fiestas, bailes, teatro, salidas nocturnas que terminan al amanecer, adquisición de vestidos y galas al por mayor, etc. La jovencita, casada a tan tierna edad, piensa que su posición le da derecho a gozar de todos los placeres posibles, sin cumplir ninguna de las obligaciones que su rango le impone, sin interesarse en lo absoluto por los asuntos de Estado, ni siquiera por conocer a su pueblo, pues jamás visita los lugares a los que debía haber ido para congraciarse con su gente, conocer sus necesidades y satisfacerlas en la medida de lo posible. Vive una vida de fatuidad, dedicada a la moda y a sus ridiculeces (como la de los estrambóticos peinados que exhibe). No sabe que, al proceder de esa forma, está labrando su terrible destino. Su hermano, José II, le dice: “¿Qué será de ti si vacilas más tiempo? Una mujer desgraciada y una reina más desgraciada todavía”.

Además,  hay una circunstancia muy grave: el matrimonio, por siete largos años, no puede consumarse, debido a un defecto físico del delfín (una fimosis) que le imposibilita la cópula. Solo después de esos penosos años, en que María Antonieta soportó habladurías, burlas y humillaciones, se pudo consumar el matrimonio y hubo descendencia de la real pareja.

La descripción del carácter de Luis XVI no puede ser mejor: indeciso, tímido, apocado a causa de su defecto, “no sabe presentarse en público de un modo libre y consciente de sí mismo, y mucho menos con majestad. Porque no sabe ser hombre en su dormitorio, tampoco logra presentarse ante los otros como rey”. Le gustaba la caza y las actividades rudas, “… pues precisamente el que no es hombre es aquel a quien, inconscientemente, le gusta más representar un papel viril, y a la debilidad secreta le agrada cabalmente triunfar ante los hombres bajo el aspecto de fuerza”. Y agrega el autor: “Hasta cuando Luis XVI llegó realmente a ser esposo y padre de familia, aunque debiera ser el dueño de Francia, continuó siempre como siervo de María Antonieta, sin voluntad propia, solo porque a su debido tiempo no pudo ser su marido”.

Sobre María Antonieta: “Con alegre y palpitante corazoncito y con sus sonrientes y curiosos ojos claros, cree ascender las gradas de un trono, cuando es un patíbulo lo que se alza al término de su vital carrera. (…) Sigue disfrutando del amor de veinte millones de criaturas como de un derecho propio, sin sospechar que el derecho impone también deberes, y que el amor más puro acaba por fatigarse si no se siente correspondido”.

Después de leer el retrato de Luis XVI, no podemos menos que pensar cómo es posible que personas incapacitadas para gobernar lo hagan, solamente por el privilegio de su nacimiento, mas no porque posean las condiciones para ello. Como dice el historiador, “Se hereda el trono, pero no la capacidad”.

En cuanto a la Revolución francesa, Zweig narra los hechos con una fuerza similar a la que debieron tener los acontecimientos desatados a partir del 5 de  mayo de 1789. El relato de los sucesos es vívido, real. Vemos el despertar de un pueblo entero que repudia a la monarquía, termina con el absolutismo y  aplaude el advenimiento de la república.

Bien es verdad que algunas ideas no son originales de quienes pusieron en marcha la Revolución: ya en 1689, justamente un siglo atrás, para el filósofo inglés Locke la monarquía francesa pertenecía ya al Antiguo Régimen (no olvidemos que, en 1649, Inglaterra había decapitado a su rey, Carlos I). En  palabras de Locke: “Los hombres nacen libres e iguales entre sí; los hombres se rigen por la razón, la cual les indica sus derechos naturales, como la vida, la libertad, la propiedad, la familia, la autoridad paterna; todos estos son derechos naturales y, por consiguiente, sagrados. Los ciudadanos delegan en el poder público, mediante un contrato social, el cuidado de protegerlos; si el poder público no cumple el contrato, entonces es justa la rebelión”. Y antes, en 1672, el jurista alemán Pufendorf había declarado en Suecia la carta de los deberes y los derechos del ciudadano. Y agrega el historiador: “Ahí estaban las ideas de la Revolución francesa lanzadas al público con más de un siglo de anticipación. ¡Quién lo hubiera creído!”

La Revolución avanzaba a pasos agigantados, pues, una vez iniciada, era ya imposible detenerla. El pueblo tomó la Bastilla, la odiada fortaleza, y más tarde se lanzó contra Versalles, donde residían el rey, su familia y la corte, y obligó su traslado a París, en donde, si bien no abiertamente, comenzó el cautiverio de Luis XVI, María Antonieta, sus hijos y la hermana del rey.

Los errores cometidos, uno tras otro, la frustrada fuga de la familia real y las intrigas de María Antonieta devinieron en el traslado de toda la familia a la prisión del Temple. Luis XVI se había visto obligado a jurar la Constitución, pero ello no fue suficiente para los revolucionarios. Llegó el momento en que lo depusieron y enjuiciaron. Fue sentenciado a muerte; el 21 de enero de 1793 se ejecutó la sentencia. Y quien fue archiduquesa de Austria, delfina y reina de Francia, se convirtió en la viuda Capeto.

María Antonieta quedó completamente sola. Le quitaron a sus hijos y la compañía de su cuñada, Mme. Elisabeth, hermana del rey (también murió en la guillotina), a la cual escribió una postrera carta, que jamás llegó a sus manos.

El 12 de octubre de 1793 se efectuó el primer interrogatorio a María Antonieta. El 14 de octubre comenzó la vista de la causa. Fue sentenciada a muerte, y  ejecutada el 16 del mismo mes.

Podemos decir que, en gran parte, el trágico destino de esta reina se lo labró ella misma. Apenas convertida en delfina de Francia, fue recibida por el pueblo con muestras de gran amor; pero su vida frívola, despreocupada, su indiferente actitud hacia sus súbditos, muy pronto la hicieron impopular y odiada por el pueblo. Aunque María Teresa le escribía constantemente y le advertía de los peligros a los que se exponía si no cambiaba de actitud, hizo caso omiso de tales advertencias. Y el cariño del pueblo (voluble siempre) se transformó en animadversión, en odio; llegado el momento terrible para ella, ninguna voz se alzó en su defensa. Los monarcas de Europa dijeron sentirse afectados por la situación de María Antonieta, pero no movieron un dedo para ayudarla; ni siquiera el emperador, consanguíneo suyo, lo hizo.

Sin embargo, en la hora negra, esta desdichada mujer se elevó sobre sí misma, y mostró una dignidad y una fortaleza inimaginables antes en ella. Sus respuestas al tribunal, su imperturbabilidad al conocer la sentencia y su entereza frente a la muerte, borran veinte y más años de errores, despilfarros y desaciertos.

Fue calumniada y vilipendiada con  mucha saña. Como nos dice Zweig, no fue una santa, como tampoco una Mesalina. Después de años de humillaciones, aceptó el marido que le habían impuesto y le dio cuatro hijos. Cuando por fin apareció el amor en su vida, en la persona de Fersen, liquidó su vida conyugal con Luis XVI, hecho que él  aceptó resignadamente. En fin, su trágico destino y su valerosa forma de enfrentarlo le dieron el derecho a ocupar un lugar en la historia.

En cuanto a la Revolución, como dijo un historiador, devoró a sus propios hijos: Robespierre, Danton, Desmoulins, por ejemplo, sucumbieron en la guillotina; igual destino tuvo el duque de Orleans, llamado Felipe Igualdad por sus coqueteos con la Revolución;  Marat fue asesinado por Carlota Corday;  y Hebert, el principal acusador de María Antonieta, autor de artículos infamantes contra ella, cayó bajo la terrible cuchilla, como también el fiscal acusador.

Sí, la Revolución francesa cambió el curso de la historia. Sus principios tuvieron (y tienen todavía) una gran influencia en la legislación de muchos países. Pero costó millares de vidas, corrió la sangre a torrentes y la guillotina hizo de las suyas durante algunos años. Sin embargo, después de la Asamblea, de la Convención, del Directorio y del Terror, acontecimientos sucesivos en Francia dieron lugar al imperio de Napoleón (más y más guerras), a la Restauración, a los movimientos de 1848 y al gobierno de Napoleón el Pequeño (llamado así por Víctor Hugo), antes de que se instalara definitivamente la república, que a lo largo del siglo XX se estremeció muchas veces, debido a una fuerte inestabilidad.

La Revolución francesa, su presencia en la historia, ha tenido y tendrá una larga vida.

Nos dice Zweig: “Solo la diosa de la Libertad, con sus soñadores ojos de piedra, ha permanecido inmóvil en su sitio, y contempla sin cesar, allá en lo remoto, una meta invisible. No ha visto ni oído nada. Severamente, columbra una eterna lejanía más allá de las salvajes y locas acciones de los hombres. No sabe ni quiere saber qué cosas se hacen en su nombre”.

Stefan Zweig nos ha dado un libro inolvidable; pues, aunque los hechos son bien conocidos, el relato que nos hace de ellos y el tono con que escribe son de tal altura, que es difícil que se borren de nuestra memoria.

Fina Crespo

Abril de 2016

 

NOTA: Ante el avance de las fuerzas hitlerianas, Stefan Zweig y su mujer se suicidaron en 1942.

CAÍN

CainJosé Saramago, 2009

Caín es el primer hijo de Adán y Eva (Gén. 4,1). En hebreo qanah, significa adquirir. Hay otra etimología: del hebreo qayin, lanza. Es hermano de Abel, vapor, soplo del viento; también del hebreo hébel, vanidad,  formado por hbl, que quiere decir soplo. Según la Biblia, Caín mató a Abel por envidia, toda vez que Yahvé gustaba de las ofrendas de Abel, pastor nómada, y no tomaba en cuenta las de Caín, agricultor.

Este mito quizá representa, según los estudiosos, el conflicto entre dos civilizaciones: la de los agricultores, representada por Caín, y la de los pastores nómadas, personificada por Abel. Una tablilla sumeria del segundo milenio A.C. nos muestra ese mismo conflicto entre un dios pastor y un dios agricultor, que tiene un curioso paralelo con la  leyenda bíblica. En Gén. 4,3-5, vemos que Yahvé recibía con agrado las ofrendas de Abel, no así las de Caín, de las que no hacía caso. Por ello, Caín llevó a su hermano al campo y lo mató.

Este personaje es el protagonista de la obra de Saramago, que pone en evidencia, uno por uno, los principales mitos del Antiguo Testamento; la figura emblemática del libro es justamente Caín, quien, según como se mire, representa, bien la maldad y el crimen, o bien al hombre pensante, que mira la vida objetivamente y es víctima de un rechazo que no merecía, puesto que nada malo había hecho para que sus ofrendas no fueran aceptadas por Yahvé, quien es, por antonomasia, la esencia misma de la justicia.

Saramago lleva a Caín a presenciar diferentes episodios del Antiguo Testamento, de modo que, como un atento espectador, puede mirar y juzgar cada uno de los hechos que pasan ante su vista. ¿Cuántos de nosotros hemos analizado también estas leyendas, y, pese a la inocencia de la primera edad, nos hemos asombrado de ellos y dudado de la misericordia, bondad y justicia de un Dios que muchas veces no desea otra cosa que venganza? ¿Cuántos de nosotros, ya en la edad adulta, hemos buscado fuentes de información para llegar al fondo de estos mitos?

Es posible que esta obra escandalice a algunas personas; es posible que la consideren lesiva a la sensibilidad y hasta a las creencias de algunos lectores. Sin embargo, nada tiene de perverso este libro, que es profundo, erudito, apegado a los textos sagrados (en ningún momento, Saramago se aparta del relato bíblico), ágil y lleno de humor, ese humor irónico tan propio de este autor.

Todo el libro es una inmensa metáfora, una alegoría si se quiere, sobre el origen de la humanidad, sobre sus civilizaciones, sus miedos y sus modos de disiparlos, sus guerras, sus avances y sus retrocesos.

Cuando Caín abandona la vivienda paterna, convencido de que su familia constituye la población total del mundo, sale de la fábula para encontrarse con caminos y ciudades llenas de gente que trabaja, comercia, ama y vive. Esto lo desconcierta, pero muy pronto se adapta a la civilización. Experimenta todo aquello que el ser humano tiene que probar en su vida, y después inicia su recorrido en el tiempo y el espacio, para mirar in situ los mitos bíblicos. Actúa con inteligencia y demuestra ser un hombre pensante y objetivo; así, por ejemplo, en Sodoma y Gomorra, y en el sacrificio exigido por Yahvé a Abraham, por nombrar solo dos casos, muestra Caín estas cualidades.

¿Quiénes eran todas esas personas que encontró Caín? Pues, nada más y nada menos que los descendientes de los homínidos evolucionados. Pero, por si quedara alguna duda, Saramago menciona su total exterminio en el Diluvio universal. Caín, que se halla también presente en este acontecimiento, asesina a todos los humanos que están en el arca, obliga a Noé a suicidarse y salva a todos los animales. En cuanto a él mismo, se va discutir con Dios; según el autor, quién sabe si hasta ahora sigue en esa discusión. Muy decidor, ¿verdad?

¿De dónde, en el caso propuesto por Saramago, venimos los seres humanos, si no procedemos de la evolución?

Aquí se me va a permitir una digresión: Las investigaciones y los estudios de tantos arqueólogos han probado hasta la saciedad nuestro origen; los yacimientos arqueológicos hablan de ello elocuentemente. Todos, sin excepción, provenimos de los mismos antepasados, a quienes el inolvidable Carl Sagan rindió homenaje en su maravilloso y muy documentado libro “Sombras de antepasados olvidados”.

Caín, la obra de Saramago, nos lleva a aprender algo de humildad para no creernos el  non plus ultra del universo, “la obra acabada de la creación”. La soberbia de creernos los reyes de la Tierra, y que hemos recibido nada menos que de Dios plena potestad sobre los demás seres vivientes, nos ha llevado a abusar de esta supuesta prerrogativa y, en uso de ella, a maltratar a los demás seres vivos, a matar sin límite y a destruir la naturaleza. Con toda razón, en uno de ciertos cuentos orientales, los animales, reunidos para deliberar quién es el más maligno de todos cuantos pueblan el mundo, llegan a la conclusión de que es “el hijo de Adán”.

La metáfora de Saramago (la salvación de los animales después del Diluvio) es un canto a la tenacidad de la vida, que siempre renace y renacerá, aunque se extingan muchas especies, lo cual, lamentablemente, ya ha ocurrido.

Y como la evolución no cesa sino que prosigue incansablemente su lenta acción, quién sabe si, en un lejano futuro, otros seres, con igual o mayor inteligencia que el autoproclamado homo sapiens sapiens, pero sin su soberbia, pueblen esta Madre Tierra y la traten mejor.

 

Fina Crespo

1° de febrero de 2010