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LAS CRUZADAS

 

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Para hablar de las cruzadas, es necesario referirse a la Edad Media, época en que estas se desarrollaron. Este período histórico se inicia en el año 476 de nuestra era, con la caída del Imperio romano de Occidente, una vez depuesto el último emperador romano, Rómulo Augusto, llamado por burla Rómulo Augústulo, un niño de apenas catorce años, y finaliza en 1453, con la caída del Imperio romano de Oriente en poder de los turcos. El último emperador bizantino fue Constantino IX.

La Edad Media se divide en dos períodos: alta, que corresponde a los primeros siglos, y baja, a los siglos del gótico. En los primeros, Europa empieza a configurarse: se forman las nacionalidades; poco a poco, las lenguas vernáculas se estructuran y, finalmente, adquieren supremacía, y el latín se subdivide en unos tantos dialectos que, varios siglos después, se convierten en idiomas perfectamente formados que aportarán al mundo una literatura excelente, y más tarde serán los idiomas de la ciencia; los bárbaros, los que vivían allende el Rin –que delimitaba la frontera del Imperio–, ocupan España, la Galia, Italia. La baja Edad Media corresponde a los siglos del gótico, a las catedrales, esos  monumentos que hasta el día de hoy nos deslumbran con su hermosura y grandeza; a la formación de los gremios y al ulterior ascenso de la burguesía, y la última etapa es la antesala del Renacimiento. En la baja Edad Media tienen lugar las cruzadas.

Los príncipes y señores feudales guerreaban entre sí; no había paz para los pueblos, pues a una guerra seguía otra, sin que la gente tuviera un respiro.

La Iglesia había adquirido ya todo su poder: su sombra cubría toda la Europa occidental, pues hacía ya siglos que los invasores bárbaros se habían cristianizado, pues sus jefes habían comprendido que “fuera de la Iglesia no hay salvación”, lema que no solo se refería a la salvación eterna, sino, principalmente, a recibir el reconocimiento de la propia Iglesia y del mundo. “En todos los países, todo iba a la Iglesia, como los ríos van a  la mar”.

Hacía ya tiempo que el papa Urbano II (Odón o Eudes de Lager, 1042-1099) quería emprender la conquista de Tierra Santa, que se hallaba en poder de los musulmanes, a fin de llevar a la práctica un proyecto del papa Gregorio VII. Así pues, en el concilio celebrado en Clermont, Francia, en el mes de noviembre de 1095, encontró la oportunidad de predicar su cruzada, a fin de convencer a los señores sobre la necesidad de llevar adelante la guerra. Escuchémoslo:

“Oh, raza de  los francos, raza querida y elegida por Dios. De los confines de Jerusalén, de Constantinopla, han venido noticias tristes: una raza maldita, abandonada de Dios, ha invadido las tierras de aquellos cristianos y las ha despoblado a fuerza de hierro, pillaje y fuego. […] El reino de los griegos ha sido desmembrado por ellos y se han robado territorios tan grandes que no podrían atravesarse en dos meses. ¿Sobre quiénes recae, pues, la tarea de vengar estos reveses y de librar aquellos países, sino sobre vosotros, vosotros, a quienes Dios confió más que a ningún otro la gloria de las armas, la bravura, la fuerza, los largos cabellos? […] Ninguno de vuestros bienes debe reteneros, ni la preocupación por vuestras familias. Pues el país que habitáis, cerrado por el mar y por altas montañas, es ahora demasiado pequeño para vuestra numerosa población: apenas da para alimentar a vuestros cultivadores. Por eso os matáis y devoráis unos a otros. […] Poned término a vuestras discordias. Coged el camino del Santo Sepulcro, arrancad aquel país a una raza inmunda y sometedlo. Jerusalén es tierra que da frutos antes que todas las demás, un paraíso de delicias. […] Conmoveros, comprometeros en este camino de remisión de vuestros pecados, seguros de una imperecedera gloria en el Reino de los Cielos”.

Un inmenso clamor se levantó. El grito era: “¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere!” Y el papa dice: “¡Hombres de Dios; que cada uno renuncie a sí mismo y cargue con la cruz!”

En ese mismo momento traen tela roja, la cortan en tiras, forman cruces con esas tiras y las cosen en su ropa. Cuando se acaba la tela, se hacen tatuar la cruz sobre el hombro, y algunos se la marcan a fuego. Este discurso caló tanto en Europa entera, que el papa se vio obligado a prohibir a los españoles que participaran en estas cruzadas, a fin de no dejar sin guerreros la cruzada contra los musulmanes de Al-Ándalus.

Había otra razón para tan calurosa respuesta: el siglo había transcurrido en medio de licencia y corrupción de las costumbres, de las que no escapó la Iglesia, como tampoco los monasterios; una y otros acumularon riquezas inmensas y no precisamente observaban sus votos. “Lo difícil para los que están imbuidos del espíritu de Dios, nos dice Duché, no es huir del mundo, sino de los claustros demasiado dulces”. Por otro lado, una serie de desgracias se abatieron sobre la población; estaban convencidos de que todo ello era castigo por sus pecados, y la cruzada les ofrecía la oportunidad de redimirse.

No es posible hablar de las ocho cruzadas catalogadas históricamente. Por ello, me concentraré en las más emblemáticas.

Algunos antecedentes: Aunque el reino latino de Jerusalén se ha dado en llamar franco, en realidad era normando, pues este pueblo se había lanzado sobre Europa Occidental hacía ya tiempo y había ocupado gran parte de su territorio. Los escandinavos se habían adaptado muy bien a sus súbditos. Habían olvidado que fueron daneses y olvidaron su idioma, el danés, para asimilarse a la lengua de los francos. Casi todos los términos marineros y marítimos son, en Francia y en otros países europeos, de origen escandinavo.

Uno de esos normandos, Roberto el Diablo, se enamoró de una muchacha franca, Arlette y la convirtió en su amante; de esa unión nacerá Guillermo el Conquistador.

Las cruzadas

Vamos a la primera cruzada (1095-1099). La multitud bramó “¡Dios lo quiere!”, y el juramento a la cruz puso en marcha a los ejércitos. Se fijó una fecha para la partida, esto es, el 15 de agosto de 1096, y se les pidió a los cruzados que se concentraran en las proximidades de Constantinopla. En Italia, Bohemundo de Tarento, hijo de Roberto Guiscard, reunió en el sur un ejército numeroso; Génova envió una flota. Roberto II, conde de Flandes; el duque Roberto de Normandía; el conde Eustaquio de Bolonia;  el conde Esteban de Blois; Hugo de Vermandois, hermano del rey francés Felipe I, y el hermano de Eustaquio de Bolonia, Godofredo de Bouillon, duque de Lorena y vasallo de Enrique IV, enemigo político de Urbano II, tomaron la cruz. Nunca podremos saber con exactitud cuántos hombres fueron a esta cruzada, si bien se calcula que llegaron a cien mil; entre deserciones y pérdidas, únicamente sesenta mil se reunieron en la ciudad de Nicea, cerca de Constantinopla; siete mil de ellos eran caballeros.

Antes de que la primera cruzada entrara en acción, se puso en marcha la “cruzada popular”, nombre con el que se conoce a las expediciones que la precedieron y que terminaron en desastre. Merece mencionarse a la de Pedro el Ermitaño, cuyas huestes llegaron a Constantinopla el 1° de agosto de 1096. Se enfrentaron a los selyúcidas, que los derrotaron el 21 de octubre. La desorganización los llevó a semejante extremo.

Una vez que la cruzada tomó cuerpo, “ricos y pobres, acaparadores y miserables, liquidaban sus bienes a bajo precio. Nadie quería ser el último en el ‘camino de Dios’. Con los convencidos de que Dios los necesita para luchar en Tierra Santa, se mezclan los aventureros de alto vuelo y los eternos errantes, los inadaptados, los ladrones de las grandes rutas, los clérigos en ruptura con sus conventos, los traficantes y una enorme cantidad de rufianes. En los desordenados ejércitos, unos van cantando cantilenas; otros, canciones obscenas”. Años más tarde, San Bernardo dirá estas palabras: “Admirad los abismos de su misericordia: ¿no es una invención admirable y digna de Él admitir a su servicio a los homicidas, a los adúlteros, a los perjuros y tantos otros criminales, y ofrecerles por este medio una ocasión de salvación? Tened confianza, pecadores. Dios es bueno”.

Esta primera cruzada fue una sucesión de ejércitos que emprendieron el viaje a Constantinopla por su cuenta y riesgo. Godofredo de Bouillon siguió el camino de las huestes de Pedro el Ermitaño y llegó a su destino, Constantinopla, en la Navidad de 1096. Hugo de Vermandois, en noviembre del mismo año, no sin antes haber naufragado poco después de su salida de Bari, Italia. El conde de Tolosa partió de la Provenza en diciembre de 1096, y en febrero de 1097 llegó a Dyrrachium, Albania. Bohemundo salió de Avlona, al sur de Dyrrachium, en noviembre de 1096; llegó a Constantinopla a principios de abril de 1097. Roberto de Flandes, Roberto de Normandía y Esteban de Blois partieron a fines de 1096; llegaron a Bizancio en mayo de 1097. En Constantinopla se reunieron, al fin, todos. Y nos dice el historiador: “Los oficiales bizantinos se esforzaban por canalizar, por colocar la tumultuosa muchedumbre fuera de las murallas de Teodosio; los barones entraban con inquietantes escoltas. Franqueada la Puerta de Oro, avanzaban, con la boca abierta, por la vía triunfal, pavimentada de mármol, bajo arcos de triunfo; por plazas estrelladas, rodeados de estatuas del arte antiguo; columnas, altas como torreones, coronadas por estatuas de plata; baños públicos, fuentes de las que brotaban grandes chorros de agua llevada hasta allí por canalizaciones subterráneas, y mujeres de cabellos rojos, exquisitamente vestidas, y cúpulas de oro, y frescos de oro…  Los asombrados barones no cometían la ingenuidad de preguntar, como los pobres cruzados de Pedro el Ermitaño ante Colonia, si estaban en Jerusalén; y lo era, sin embargo, a los ojos de los bizantinos, que habían querido hacer de su ciudad la encantadora Jerusalén celeste descrita en el Apocalipsis. […] El basileus había pedido ayuda, y la respuesta había superado todas sus esperanzas y las convertía en terror”.

A los ojos de los bizantinos, los cruzados eran bárbaros. Uno de ellos, Bohemundo de Tarento, llamó la atención de Ana Comneno, hija del emperador. No nos confundamos, porque no hay ninguna historia de amor. Escuchémosla:

“Este hombre no tenía igual, tanto entre los extranjeros, como entre los helenos; su nombre inspiraba terror y su aspecto era un regalo para los ojos. Vientre y caderas estrechas, anchas espaldas, con una profunda caja torácica, brazos musculosos, era mucho más alto que todos los suyos. En lo que se refiere al estado general de su cuerpo, no era demasiado grueso ni demasiado delgado, y sus carnes estaban perfectamente repartidas y formadas según el canon de Policleto. Sus manos eran grandes; su paso, regular. […] De cuerpo muy blanco, su rostro era ligeramente sonrosado, y sus amarillos cabellos no caían sobre su espalda, como en los otros bárbaros, cuya moda ridícula él no compartía, sino que los llevaba cortados a la altura de las orejas. No sé el color de su barba, pues su cara estaba siempre muy afeitada, y el mentón, liso como un jade. […] A veces, algo parecido a la dulzura pasaba por él, pero en medio de cualidades deprimentes, pues la grosería y la brutalidad seguían prendidas a todo su cuerpo. Su espíritu […] era pérfido, dispuesto a cualquier ataque. […] Y con todo ello no era inferior al mismo emperador, ni en elocuencia ni en sus otros dones naturales.”

Cristianos y bizantinos pusieron sitio a Nicea el 14 de mayo de 1097, y duró hasta el 19 de junio, fecha en que los turcos, muy debilitados por el asedio, pidieron negociar la rendición.

La batalla de Dorylacum, en la que vencieron los cruzados, les abrió las puertas del Asia Menor. Pusieron, pues, sus miras en Antioquía, y allá se dirigieron después de tomar algunas ciudades que, como su población era mayoritariamente griega, los recibieron con las puertas abiertas. Mandada por Bohemundo, la vanguardia de los cruzados llegó ante Antioquía el 24 de octubre. Oigamos al historiador:

“Aquella ciudad, muy bella, noble y deliciosa, tenía unas murallas tan enormes, que los cruzados tuvieron que renunciar a un bloqueo efectivo. Y el sitio duró ocho meses, a lo largo de los cuales los turcos reavituallaron varias veces la ciudad, y los francos morían en su campo, de hambre y de las frías lluvias de invierno; algunos encontraron consuelo masticando unas cañas llamadas zucra: de esta manera Occidente probó por primera vez el azúcar y aprendió a extraerlo de la caña; en los jardines del Oronte, otros encontraron dulzuras menos revolucionarias: un amable arcediano fue muerto por los turcos cuando reposaba en un vergel, cerca de su concubina siria. A las prostitutas se mezclaban espías musulmanes disfrazados de armenias; Bohemundo, al que su valor y prestigio habían llevado a ser jefe supremo, se encargó de limpiar el campamento. Capturó unos cuantos, y ordenó al cocinero que los aliñase para la comida. Les cortaron el cuello, dice el cronista, los ensartaron y los prepararon para asar. Sin embargo, Bohemundo convidó graciosamente a los barones al festín; todos los cruzados corrieron para ver a los turcos, bien engrasados, dar vueltas en la parrilla. Al día siguiente, no quedaba en el campamento un solo espía”.

Los barones, que habían partido a Tierra Santa a salvar el Santo Sepulcro, olvidaron su propósito y fueron presa de la codicia. La gran marcha hacia los Santos Lugares se convirtió en una carrera para conseguir feudos y hacerse con tierras y  riquezas. Balduino, el hermano de Godofredo de Bouillon, llegó al extremo de obtener de un príncipe armenio que lo adoptara por hijo. A su muerte, ocurrida poco después, ocupó el trono.

La toma de Antioquía fue difícil. El sitio se prolongó por algún tiempo, y los cruzados ya desesperaban de apoderarse de la ciudad. Afortunadamente para los sitiadores, “los príncipes turcos de Antioquía, de Damasco y de Alepo se querellaban como vulgares barones de Occidente. En escala superior, los califas fatimitas de El Cairo no reconocían a los califas de Bagdad”.

Según se supo, doscientos mil turcos se dirigían a Antioquía para auxiliar a los sitiados. Durante la noche del 2 al 3 de junio, los hombres de Bohemundo escalaron la torre en donde los esperaba un armenio renegado que había ofrecido entregarles la ciudad. De madrugada, ya los cruzados se habían apoderado de la plaza; al mismo tiempo llegaba el ejército turco, de modo que los sitiadores pasaron a ser sitiados. El sitio fue terrible, pues el hambre y las enfermedades diezmaban a los sitiados, los cuales, desfallecidos y al borde de la inanición, no cuidaban las murallas. Bohemundo los obligó a salir de las casas cuando incendió los barrios en que se habían refugiado. Al salir, vieron frente a frente “a su terrible jefe, que, espada en mano, los empujó a las defensas”.

En una época en que los milagros abundaban, sucedió uno: “San Andrés se le apareció a un pobre cura de Provenza, y le reveló que la lanza que había atravesado el costado de Cristo estaba enterrada bajo las losas de una iglesia. La sacaron, en efecto, y fue el delirio. Pero algunos escépticos exigieron que el inventor de la lanza pasara por la prueba del fuego. Atravesó las llamas, en efecto, pero tuvo alientos para no morir hasta unos días después. Bohemundo sospechó que la superchería había sido organizada por Raymond de Saint-Gilles, pero la masa de cristianos creyó en la Santa Lanza, dura como el hierro, y se sintió galvanizada por ella.- El  28 de junio, víspera de la fiesta de los apóstoles Pedro y Pablo, los cruzados confesaron sus pecados, y después, atravesando las puertas de la ciudad, desplegaron sus escuadrones. La Santa Lanza, llevada por delante y sostenida por la hábil táctica de Bohemundo, derrotó, puso en fuga y aplastó a los turcos”. Era el año 1098.

En enero de 1099, Raymond de Saint-Gilles salió para Jerusalén, solo; pero Godofredo de Bouillon y Roberto de Flandes se apresuraron a reunirse con él. Después de unos meses, el 7 de junio, los soldados avistaron las cúpulas de la ciudad. El cronista nos dice: “Cuando oyeron este nombre, Jerusalén, no pudieron retener sus lágrimas y, postrándose de rodillas, dieron gracias a Dios por haberles permitido alcanzar la meta de su peregrinación, la Ciudad Santa donde Nuestro Señor quiso salvar al mundo. ¡Qué emocionante, entonces,  oír los sollozos de toda aquella muchedumbre! Avanzaron hasta que las murallas y las torres de la ciudad se divisaron más claramente. Y entonces levantaron las manos humildemente en acción de gracias y besaron humildemente la tierra”.

Pero Jerusalén había caído, desde el 26 de agosto de 1098, en manos de los árabes de Egipto, que se la habían arrebatado a los turcos. Pasado el entusiasmo y enjugadas las lágrimas, examinaron la plaza y pudieron comprobar que estaba defendida por fuertes murallas. Los barones tenían que lanzarse al ataque, pues, de lo contrario, todo el esfuerzo realizado habría sido en vano.

Una escuadra genovesa desembarcó víveres y material en Jaffa. Con este apoyo, los cruzados se lanzaron al asalto, que se produjo el 14 de julio de 1099, sin resultado favorable. La operación se reanudó al día siguiente, por la mañana. Era un viernes, día de la muerte del Salvador; el furor de los cruzados, multiplicado por el furor religioso, obró el milagro: una vez escaladas las rampas, pasaron las murallas y se extendieron por las calles de Jerusalén. “Entonces, cuenta el clérigo Raymond de Agiles, que estaba allí, se vieron cosas maravillosas. Fueron decapitados gran número de sarracenos; otros, atravesados con flechas u obligados a saltar de las murallas; algunos fueron torturados durante varios días y, por último, quemados vivos. En las calles se veían montones de cabezas, de brazos, de pies”.

Raimundo de Aguilers relata la caída de Jerusalén y celebra la carnicería que los cruzados hicieron de la población musulmana; como no podía ser de otra manera, la interpreta como una venganza de Dios hacia los que habían afrentado a la llamada Ciudad Santa. He  aquí el relato: “Baste decir que en el templo de Salomón (la mezquita de al-Aqsa) y la explanada que hay junto a él, la sangre llegaba a las mismas bridas de los caballos que montaban los cruzados. En mi opinión, era una muestra de poética justicia, que el templo de Salomón recibiera la sangre de los paganos que habían blasfemado contra Dios durante tantos años. Jerusalén se hallaba recubierta de cuerpos sin vida y sangre por todos lados. […] Todos cantamos para celebrar aquel nuevo día, aquella nueva alegría, aquella nueva y duradera felicidad, aquella culminación de nuestro denodado esfuerzo y amor”.

Además, los cruzados quemaron la sinagoga con los cientos de judíos que se habían refugiado en ella, aunque a algunos los capturaron para pedir rescate.

Después de la toma de Jerusalén, Tancredo, sobrino de Bohemundo, había accedido a ofrecer su protección a un grupo de musulmanes que se habían cobijado bajo el techo de la mezquita de al-Aqsa; pero no tuvo tiempo de pedir rescate por ellos, porque llegaron los cruzados y los masacraron.

No hay que olvidar que, durante las primeras cruzadas, se efectuaron salvajes persecuciones antisemitas en Francia y Alemania. Actor principal de estas barbaridades fue el monje Radulfo, que predicaba, lleno de violencia, el asesinato de judíos, en el norte de Francia y en la región del Rin. El arzobispo Enrique de Maguncia pidió a Bernardo de Claraval que ordenase a Radulfo volver a su monasterio y así terminar con la violencia.

Dos meses después de la toma de Jerusalén, el legado papal Daimbert, Raymond de Saint-Gilles y Godofredo de Bouillon escribieron al papa lo siguiente: “Si vuestra Santidad desea saber lo que se ha hecho con los enemigos encontrados en Jerusalén, sabed que en los pórticos de Paloma y en los templos, los nuestros cabalgaron entre la sangre inmunda de los sarracenos, y que nuestra monturas estaban teñidas hasta las rodillas”.

Se organizó el reino de Jerusalén. Godofredo de Bouillon fue elegido rey, pero no aceptó el título, pues, según dijo, “no quería ceñir corona de oro allí donde Jesús la había llevado de espinas”. Aceptó el de protector del Santo Sepulcro. Trabajó en la defensa y organización del reino, para lo cual tuvo que solicitar la ayuda de las ciudades italianas; en reciprocidad, les concedió títulos, bienes y privilegios económicos, que fueron la base de la penetración de los mercaderes italianos en los Estados Latinos de Levante. En cuanto a la defensa de Jerusalén, rechazó a un poderoso ejército egipcio, cinco veces más numeroso que el suyo, y los expulsó al mar, el 12 de agosto de 1099.

Godofredo había adquirido un muy grande prestigio, como hombre fuerte y piadoso: “Un león en el combate y un monje en la paz”. Estableció excelentes relaciones con los señores del desierto. Los ascetas musulmanes del desierto se maravillaban al encontrar un hermano en aquel caballero también asceta. A los jeques que le llevaban, como tributo, pan, aceitunas, higos, uvas secas, los recibía en su tienda, sentado en el suelo. Dice el cronista: “Al verlo así, se quedaron asombrados: ¿Cómo aquel príncipe temible, que había llegado de tan lejos para cambiar todo su país; que había destruido tantos ejércitos y conquistado tantos países, se contentaba con algo tan modesto, sin tapices ni telas de seda, sin vestidos reales ni guardias? Puesto al corriente por el intérprete, el defensor del Santo Sepulcro le hizo contestar con el versículo de la Escritura: El hombre no debe olvidar que solo es polvo y que en polvo se ha de convertir”.

Godofredo, alcanzado por la peste, murió el 18 de julio de 1100. Le sucedió su hermano Balduino, luego del cual vinieron varios otros gobernantes. Durante este período, importantes acontecimientos ocurrieron: la orden del Hospital, fundada en 1070 para los peregrinos pobres, se transformó en una milicia de caballeros monjes dedicados a la defensa del Santo Sepulcro. En 1119, se creó la orden de los Templarios, monjes guerreros, que suministró al reino un ejército permanente. Se acuarteló en el recinto del otrora templo de Salomón; de ahí su nombre: orden del Temple.

Hacia 1146, el reino franco de Jerusalén estaba muy mal. Había caído Edesa; Antioquía se hallaba amenazada, y Jerusalén estaba en manos débiles, pues Foulques de Anjou, su rey, había muerto en 1146, en un accidente de caza; sus herederos eran dos niños de muy corta edad. Era la oportunidad para que San Bernardo, encargado por el papa Eugenio III, predicara la segunda cruzada (1147-1149). El famoso discurso que pronunció en Vezelay dejó ver que aún subsistía el entusiasmo de Clermont. El éxito de su sermón fue tan grande, que escribió al nuevo papa, Pascual II: “Ciudades y castillos están vacíos; no queda un hombre por cada siete mujeres, y por todas partes hay viudas de maridos aún vivos”.

En esta cruzada los reyes iban a la cabeza de sus ejércitos. El emperador Conrado marchaba al frente de los alemanes, y se puso en camino en la Pascua de 1147; el rey Luis VII de Francia –entonces casado con Leonor de Aquitania, célebre inventora del amor cortesano y futura reina de Inglaterra por su matrimonio con Enrique Plantagenet, luego de su divorcio de Luis– se puso en marcha en Pentecostés; ambos siguieron la ruta del Danubio. Oigamos al historiador: “…los grupos saqueaban los campos, y las ciudades cerraban sus puertas al conocer la proximidad de los cruzados, y solo los abastecían desde lo alto de las murallas. Habían pasado por allí Pedro el Ermitaño, Godofredo de Bouillon y muchas otras peregrinaciones… Hay que decir que si alguien no estaba contento, en el siglo XII, con las cruzadas, eran los campesinos del Danubio.- Tampoco lo estaban los bizantinos. ¡Otra nube de langosta! ¿Es que no podían aquellas gentes quedarse tranquilas en sus países? Después de discutir el precio del transporte a Asia, riñas entre cruzados y oficiales de policía: el joven Federico de Suabia, que aún no era Barbarroja, deploró que su espada tuviera que mancharse en sangre cristiana para tener el privilegio de ir a encontrar infieles. El basileus Manuel Comneno, muy por encima de la ingenuidad alemana, había hecho, al sentir la proximidad de los cruzados, la paz con los turcos de Asia Menor, y supo dar a los infieles secretas informaciones para permitirles verter sangre cristiana”. La marcha de los cruzados tuvo dificultades que los superaron y esta segunda cruzada terminó en un completo fracaso.

En 1168, a raíz de un tratado de alianza entre El Cairo y Amaury (también Amalrico), hermano y sucesor de Balduino III, rey de Jerusalén, una tropa de Hospitalarios marchó hacia El Cairo para “proteger” al califa fatimita. Al mismo tiempo, Nur ed-Din, también llamado Nur al-Din Mahmud, envió a El Cairo un ejército de ocho mil hombres al mando de un kurdo, Sirkú. Con él iba su sobrino, “llamado Yusuf, y más tarde al-Malik al-Nasir ed-Din Yusuf ibn Ayyub –el Rey, el Defensor, el Honor de la fe, José, hijo de Job–; en una palabra, Saladino”.

En pocas palabras, Duché nos describe al personaje: “Saladino había nacido en 1138. Había hecho estudios devotos, era casto, solo bebía agua, usaba telas de lana basta, y nadie había oído hablar de él. Su fin iba a ser siempre desprenderse de los bienes de este mundo, y terminaría reverenciado como un santo del islam; pero un santo de la raza de los Alejandros y los Bonaparte, era justo que comenzase por Egipto”.

Como consecuencia de algunas acciones tácticas, Saladino se hizo con el poder en Egipto y cayó sobre la Siria musulmana. Desde entonces, 1183, de El Cairo a Damasco hubo un solo jefe, un hombre genial. Tenía treinta y dos años.

Los cruzados intentaron pactar con Nur ed-Din; pero nunca llegó a firmarse tal pacto, pues, según nos narra el historiador, “en mayo 15 de 1174, Nur ed-Din fue llamado al paraíso de Mahoma, y, en julio 11, el tifus se llevó a Amaury al paraíso de Jesús”.

Balduino IV, el reyecito leproso, sucedió a Amaury. Merece la pena que nos detengamos un momento en este rey. Murió a los veinticuatro años, después de una lucha tenaz contra la lepra. Tenía apenas trece años cuando ascendió al trono. Fue un ejemplo de valentía y caballerosidad. Con apenas una compañía de cuatrocientos hombres, obtuvo una sonada victoria sobre los musulmanes, el 25 de noviembre de 1177, aunque, dadas las circunstancias, esa victoria no fue sino “un sublime florón de la epopeya franca”, y nada más.

Muerto el reyecito leproso, se vino la desbandada. El conde Raymond de Trípoli se hizo cargo de la situación. Conocía perfectamente el medio, era amigo personal de Saladino y partidario de la coexistencia pacífica. Luego de una farsa organizada por Sibila y su marido, Guy de  Lusignan (de quien oiremos hablar mucho en breve tiempo), los barones se enfurecieron… y Saladino también.

En junio de 1187, un numerosísimo ejército invadió Galilea por el lado de Tiberíades. En vista de la situación extrema en que se encontraban, Raymond de Trípoli y los barones se habían agrupado alrededor de Lusignan, al que advirtieron que no acudiera, de modo que Saladino tomase tranquilamente la ciudad de Tiberíades. Lusignan no hizo caso de la advertencia y dio orden de partir. Al saberlo, Saladino gritó: “Alá nos los entrega”.

El 3 de julio de 1187, Guy (o Guido) de Lusignan salió de Saffuriyah al frente de sus hombres en dirección al este, para presentar batalla. Era un absurdo querer llegar a Tiberíades en una sola jornada; al cometer tamaño error, expuso a sus tropas a la sed y al calor. Al anochecer de ese día, los cruzados avistaron a los musulmanes. Al romper el alba, estaban rodeados. Era el 4 de julio. Saladino esperó hasta que el calor se hizo insoportable. Los soldados cruzados de infantería, debilitados por la falta de agua, se alejaron de la caballería y  buscaron refugio en las colinas cercanas, conocidas como “los cuernos de Hattin”. El viento soplaba polvo, y los sarracenos encendieron hogueras para acabar de asfixiar a los cristianos, ya consumidos por el tormento de la sed. La crónica árabe dice: “La canícula enviaba sus llamas contra aquellos hombres vestidos de hierro. En medio del polvo se sucedían las cargas de la caballería, lleno el aire de humo y de flechas. Aquellos perros sacaban sus lenguas abrasadas y gritaban bajo los golpes. Esperaban llegar el agua, pero solo tenían delante las llamas y la muerte”.

“Raymon de Trípoli, dice el historiador, logró abrirse paso en compañía de unos cuantos barones; el resto cayeron prisioneros o quedaron muertos. Saladino hizo conducir a su tienda a Guy de Lusignan, a Renato de Chatillon y al gran maestre, Gerardo de Ridefort. A Lusignan, en señal de agradecimiento, le ofreció un sorbo de agua de rosas enfriada con la nieve del Hermón. A Renato le recordó sus bandidajes; y como él replicase insolentemente que tal era el privilegio de los reyes, Saladino, ultrajado, se arrojó sobre él con la espada desenvainada y le cortó el brazo por el hombro; sus oficiales lo remataron. En cuanto al gran maestre, cuyo consejo había ayudado tan eficazmente a Alá a entregarle el ejército franco, lo perdonó; nada hace pensar que este hombre estuviese comprado, pero la clemencia de Saladino para con él resulta extraña, tanto más, cuanto que todos los caballeros del Temple y del Hospital fueron decapitados. Entre el botín se encontraba el estandarte de batalla de los cristianos, la Verdadera Cruz”.

Saladino, entonces, puso sus miras en Jerusalén. Nadie podía detenerlo ya. Tomó las precauciones del caso para impedir que llegaran refuerzos a los cristianos. Así, los evacuó de San Juan Acre, Jaffa, Beirut, Ascalón y los restantes puertos del Líbano.

El 20 de noviembre de 1187 estaba delante de Jerusalén. Anunció que, como represalia al baño de sangre de 1099, haría correr la misma suerte a los cristianos. Pero Balián de Ibelín, un noble al que el propio Saladino había liberado y que mantenía con él una amistad caballeresca, intercedió a favor de los cristianos. Saladino accedió a dejarlos salir de la ciudad, a cambio del pago de diez besantes de oro por varón, cinco por mujer, y uno por niño. Balián objetó que los pobres no podrían pagar. Saladino aceptó para ellos la liberación en grupo: treinta mi besantes, que Enrique de Inglaterra había enviado a los Hospitalarios.

Solo pudieron quedar libres siete mil personas, pues la avaricia de los monjes caballeros impidió la liberación de los demás. Tanto Balián, como el propio Saladino usaron sus fortunas personales para liberar más gente. “Saladino repartió cantidades de su tesoro tan espléndidas entre las señoras y señoritas cuyos maridos y padres habían muerto, que estas dieron gracias a Dios y publicaron por todas partes el bien que Saladino les había hecho”. En cuanto a los demás, la excesiva oferta de esclavos hizo bajar muy considerablemente su precio.

Una parte de los liberados se encaminaron a los puertos de Egipto; como no tenían recursos, los marineros genoveses, venecianos y pisanos se negaron a embarcarlos. Cedieron cuando el cadí de Alejandría los amenazó con la confiscación de los barcos. ¿Dónde quedó la caridad cristiana? ¿No eran correligionarios los que esperaban embarcarse? La codicia no tiene límites.

Para enero de 1189, el reino cristiano de Jerusalén había dejado de existir; el condado de Trípoli había sido arrasado, y Antioquía estaba en la ruina. Y en Europa se gestaba una nueva cruzada.

El papa Clemente III decretó un impuesto del diez por ciento sobre todas las rentas, impuesto que dio en llamarse “el diezmo de Saladino”, para financiar la cruzada: la tercera (1189-1192).

En octubre de 1187, el papa Gregorio VIII promulgó la encíclica Audita Tremendi, llamada así por las palabras con que comienza en latín. He aquí lo más importante de este documento:

“Hemos escuchado cosas tremendas acerca de la severidad con que la mano divina ha castigado la tierra de Jerusalén. […] Tenemos que tener en cuenta que no solo han pecado los habitantes de Jerusalén, sino nosotros mismos también, al igual que todos los pueblos de Cristo. […] Todos tenemos que meditar al respecto y actuar en consecuencia, pues, corrigiendo de manera voluntaria nuestros pecados, podemos regresar a nuestro señor Dios. Primero tenemos que reconocer lo pecadores que somos, y entonces centrar nuestra atención en la ferocidad y la malicia del enemigo. […] Prometemos que todos aquellos que se sumen a esta expedición con el corazón contrito y el espíritu humilde, y partan en penitencia por sus pecados y con la fe correcta, obtendrán indulgencia por sus crímenes y recibirán la vida eterna”.

Con esta encíclica, el papa respondió a las noticias que Joscius, arzobispo de Tiro, había llevado a Europa sobre las victorias obtenidas por Saladino, y solicitaba ayuda de la cristiandad. ¿Quiénes estuvieron entre los primeros en tomar la cruz? Pues, nada más ni nada menos que los tres grandes monarcas de Occidente: Federico, emperador de Alemania,  que ya era Barbarroja; Felipe de Francia, que todavía no era Augusto, y Ricardo I, de Inglaterra, que aún no había recibido el sobrenombre de Corazón de León.

El primero en partir, en mayo de 1189, fue Federico, quien, a pesar de tener ya sesenta y siete años, estaba dispuesto a tomar el mando de los ejércitos cristianos. En Bizancio, el basileus fingió condescendencia y amistad a Federico, mientras en secreto pactaba con Saladino. Barbarroja descubrió la traición, pero no tomó grandes represalias y se conformó con llevar algunos rehenes.

(Basileus es una voz griega que significa rey, y que en la antigüedad designaba a un soberano de gran poder. Su plural es basileis. Heraclio, emperador romano de Oriente, tomó oficialmente el título en el año 630 de n.e. y sus sucesores lo conservaron, con lo que el vocablo se convirtió en sinónimo de emperador. La lengua griega adoptó entonces el término rex (rey) para designar a cualquier soberano que no fuera el emperador bizantino).

En julio de 1189, Enrique murió sin poder cumplir su voto cruzado. Ricardo de Poitou (Ricardo I, más tarde llamado Corazón de León, hijo de Enrique y de Leonor de Aquitania) comenzó de inmediato los preparativos para realizar su voto cruzado. El 4 de julio de 1190, Ricardo I y Felipe II partieron desde Vezelay, Borgoña. Antes de salir, firmaron una alianza y acordaron dividir equitativamente el botín que obtuvieran en la cruzada. El entendimiento entre ambos no podía durar mucho, puesto que Ricardo se consideraba superior a Felipe, por sus extensos dominios y  su mayor conocimiento militar, en tanto que Felipe consideraba vasallo suyo a Ricardo, pues el padre de este, Enrique II, por su matrimonio con Leonor de Aquitania, paso a ser dueño del ducado del mismo nombre y, por tanto, vasallo del rey de Francia; por consiguiente, Ricardo también lo era. Todo este asunto trajo consecuencias gravísimas y dio origen a la guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra.

Federico se internó en el Asia Menor y su avance fue fulminante. Saladino tenía que desmantelar y abandonar las plazas ante el paso de Federico. Y, como Saladino confiaba en su Dios, escribió: “Nunca Siria y Egipto habrían pertenecido al islam, si Alá  no se hubiera dignado mostrar su clemencia a sus fieles haciendo perecer al rey de los alemanes”. Pues el 10 de junio, Federico, que se bañaba en las heladas aguas del Selef, en Cilicia, sufrió una congestión y murió ahogado. La noticia llegó a Alemania cuatro meses más tarde; pero sus súbditos se negaron a creerla; surgió la leyenda de que no había muerto, sino que estaba escondido en una caverna del Taurus (sistema montañoso de Turquía que domina el Mediterráneo), sentado ante una mesa, en donde esperaba la hora de tomar nuevamente su espada, cuando la barba diera tres veces la vuelta a la mesa. En la vida real, sus tropas, ya sin su jefe, se desbandaron; solo unos pocos soldados se unieron a los otros cruzados en San Juan de Acre.

Felipe y Ricardo pasaron el invierno en Sicilia, en la alegre compañía de las jóvenes del lugar. Ricardo, para vengar una ofensa del rey de Sicilia, se apoderó de Mesina, que la devolvió contra el pago de cuarenta mil onzas de oro, que le sirvieron para pagar a los armadores el pasaje de su ejército. “De camino –nos dice el historiador– tomó Chipre a los bizantinos y, cuando llegó a Acre, en junio de 1191, Felipe ya estaba delante de la ciudad. El sitio comenzado por Guy de Lusignan, reforzado por un cuerpo de cruzados daneses y por el arzobispo de Canterbury, duraba diecinueve meses. Los cruzados no se atrevían a atacar las murallas, y el ejército de Saladino llegado en socorro de la ciudad no se atrevía contra aquella masa de guerreros de acero. Entre la ciudad y Saladino, el campo ofrecía un aspecto de feria maravillosa. Había alemanes, checos, polacos, daneses, franceses, normandos, sicilianos, flamencos, ingleses, armenios. Y en el campo de Saladino, sirios, kurdos, egipcios, turcos, mesopotamios, sudaneses. Se traficaba con todo: los hombres vendían sus cotas de malla a los mercaderes, por cabras para asar, y había siete mil tiendas de compra y venta. Entre dos escaramuzas, los cruzados daban fiestas a las que invitaban a los musulmanes; un barco había traído trescientas mujeres “de nadie”, que los cristianos caballerescos prestaban a sus invitados infieles. Por fin, el 12 de julio, habiendo puesto tregua Felipe y Ricardo a sus querellas, y los cruzados a sus regocijos, se lanzaron al asalto, perecieron en gran número y tomaron San Juan de Acre”. He aquí una relación de los antecedentes y los hechos de julio:

Saladino había tomado Acre en 1187. Guy de Lusignan, a quien Saladino había puesto en libertad en julio de 1188, a condición de que regresase a Europa, se quedó en Siria. Cuando estuvo en Trípoli, se le unieron los primeros cruzados llegados de Europa; a pesar de no contar con un buen número de soldados, inició el asedio de Acre. En vista de que repetidos asaltos fracasaron, decidió bloquear la ciudad. Llegaron refuerzos de Europa, y Conrado de Montferrat se decidió a socorrer a los cruzados. El 20 de abril de 1191 llegó Felipe II de Francia, y el 8 de junio llegó Ricardo I de Inglaterra, con más barcos y maquinaria de asalto. Acre se rindió y los cruzados hicieron casi tres mil prisioneros. Felipe se volvió a Francia y dejó a cargo de Ricardo la liberación de Jerusalén.

Dice el historiador:

“Felipe tenía mentalidad política, y la política lo llamaba a Francia. Ricardo solo tenía un corazón de león y, dieciocho días después de la partida del francés, el 20 de agosto, cometió un grave error. Por rescatar a precio de oro la guarnición de Acre, Saladino ofrecía cien mil dinares, cien cautivos y la Verdadera Cruz. Ricardo envió unos oficiales a recoger el rescate. Esta rapidez no era usual en las negociaciones orientales. Saladino le respondió que exigía la entrega de su guarnición. Ricardo replicó que quería ser pagado primero, y Saladino, que quería ver salir, al menos de lejos, a los musulmanes. Entonces Ricardo, furioso, hizo salir a tres mil prisioneros, desnudos y atados, y dio la orden de que degollaran, a la vista de Saladino, “aquella canalla”. Saladino distribuyó los cien mil dinares entre los oficiales, envió la Verdadera Cruz a Bagdad, y dio graciosamente los cien cristianos a Ricardo. Saladino tenía cincuenta y tres años, y una civilización de cinco siglos. Ricardo tenía treinta y cuatro, y el furor hirviente de una Europa completamente nueva. Comprendió aquella lección de señorío, y a lo largo de terribles batallas en las que su valentía y su genio militar obrarían maravillas, aprendió a querer a Saladino”.

La atrocidad cometida por Ricardo fue condenada, por igual, por cronistas cristianos y musulmanes.

Para Ricardo, lo más importante era la toma de Jerusalén. La marcha de los cruzados se efectuaba a lo largo de la costa, siempre escoltado por Saladino, que lo acosaba y castigaba con sus fulminantes arqueros. El 7 de septiembre de 1191, cuando los cruzados habían alcanzado los jardines del barrio Arsuf, se vieron rodeados por los musulmanes, por todas partes. Se sintieron perdidos. Pero Ricardo Corazón de León no se dejó amilanar: reunió a sus caballeros, se lanzó al ataque y realizó tales hazañas, que dejó un sinnúmero de sarracenos muertos. Pero Saladino no abandonó la lucha. Al paso de Ricardo, arrasaba las plazas fuertes. Tres veces se acercó Ricardo a Jerusalén, y tres veces no se atrevió a atacarla, pues Saladino iba tras él; Ricardo corría el peligro de que Saladino le cayera encima si desplegaba sus tropas en orden de asedio.

Llegaron a las negociaciones; pero, como estas no dieran resultado, se volvió a la lucha. Ya los cristianos de Jerusalén se preparaban para rendirse, cuando llegaron los refuerzos, y los musulmanes tuvieron que retirarse. Sin embargo, cinco días más tarde, el 5 de agosto, Saladino volvió a la carga: cayó por sorpresa sobre el campamento de Ricardo, cuyos soldados aún dormían. Se despabilaron y salieron a pelear.

Ricardo –nos dice el historiador–, “se lanzó en medio de los turcos y los partía hasta los dientes. Y se lanzó tantas veces, repartió tantos golpes, se agotó tanto, que la piel de sus manos se resquebrajó. Su persona, su caballo y su caparazón estaban tan llenos de flechas, que se diría un erizo. El sol estaba ya alto, y todavía el rey mataba turcos, pero su caballo estaba desarzonado. Entonces la masa turca se abrió en dos, dejando paso a dos magníficos corceles llevados por un mameluco, de parte de Malik al-Adil, pues ‘no sería conveniente que un guerrero tan magnífico se viera obligado a combatir a pie’. Días más tarde, retenido el rey en el lecho con una crisis de paludismo, el rey Saladino le envió, con su médico, peras, melocotones y sorbos de nieve del Hermón”.

En menos de dos meses llegó la paz. Ricardo regresó a Inglaterra; fue hecho prisionero por el emperador Enrique VI y liberado a cambio de un inmenso rescate; finalmente, fue muerto en Chalus-Chabrol, el 26 de marzo de 1199. De sus diez años como rey de Inglaterra, solamente había permanecido seis meses en ese país.

La tercera cruzada terminó sin haber logrado su objetivo, la liberación de Jerusalén. “Antes de partir, Ricardo lanzó un último desafío burlón a su viejo camarada, prometiéndole volver tres años más tarde y tomar Jerusalén. Saladino le contestó que, si debía perder su tierra, desearía que fuese a las manos de Ricardo mejor que a ningunas otras. Ricardo no volvió, y Saladino murió en Damasco, al año siguiente, a la edad de cincuenta y seis años. El señor del islam, que había enseñado a los francos que su civilización podía producir caballeros dignos de su valor, dejó a sus diecisiete hijos, además de un imperio, cuarenta y siete dinares”.

En 1198 ocupó el trono de San Pedro un hombre joven, de inteligencia privilegiada, combativo, enérgico, verdadero líder: Inocencio III (Giovanni Lotario, conde de Segni), que habría de llevar a su apogeo al papado medieval. Uno de sus primeros objetivos fue la recuperación de Jerusalén, y para ello encargó a un sacerdote, Foulques de Neuilly, la predicación de una nueva cruzada, predicación que no tuvo el resultado que Inocencio esperaba; pero no se dio por vencido y presentó de otro modo la cruzada a los reyes. Los convenció de que había que hacer una incursión a Egipto, desde donde sería más fácil conquistar Palestina, y hasta lanzó la idea de cambiar El Cairo por Jerusalén.

En el verano de 1202, se reunió en Venecia un gran ejército: cuatro mil quinientos caballeros, nueve mil escuderos y veinte mil infantes. No pudo ser más oportuna la llegada del joven Alejandro, hijo de Isaac el Ángel, que había sido destronado siete años antes por su hermano, Alejandro IV, que le hizo sacar los ojos. El joven pedía ayuda para que lo repusieran en el trono de su padre. Ofrecía doscientos mil marcos, diez mil hombres para combatir en Palestina y la sumisión de la Iglesia griega al papa.

La enorme flota se hizo a la mar, mientras los soldados, con gran alegría, cantaban el Veni, Creator Spiritu. Llegaron a Bizancio el 24 de junio de 1203. Villehardouin describe el arribo: “Entonces vieron Constantinopla ante sus ojos, la de las galeras, las naves y las barcazas, y no sabéis cómo la contemplaron los que nunca la habían visto antes, pues no podían pensar que en el mundo hubiese una ciudad tan rica, cuando vieron los muros y las torres riquísimas que la cercaban y los ricos palacios y las altas iglesias, en número increíble, y la extensión de la ciudad, soberana de todas las ciudades. No hubo uno solo tan atrevido y valiente que no le temblase el cuerpo”.

En Bizancio estalló un motín en el que murió el joven Alejandro, y su padre fue devuelto a prisión, porque la ley prohibía matar a un ciego.

El relato de lo que luego sucedió nos sobrecoge de horror: “El 13 de abril de 1204, los francos saltaron las infranqueables murallas, y Constantinopla fue saqueada como nunca lo sería por los turcos. Aplastaron las Santas Imágenes adoradas por los fieles, escribe Nicetas Acominate. Arrojaron las reliquias de los mártires a lugares infames que me da vergüenza nombrar. En la gran Iglesia (Santa Sofía), machacaron el altar hecho de materias preciosas y se repartieron los fragmentos. Hicieron entrar allí sus caballos, robaron los vasos sagrados, arrancaron el oro y la plata de todas partes donde figuraba entre los adornos, del púlpito, de las puertas, del pupitre. Una prostituta se sentó en la cátedra patriarcal y  entonó una canción obscena. Aquello parecía Jerusalén, cierto día de 1099.- Los marinos y los mercaderes venecianos, que conocían el terreno, con conocimiento robaron las piedras preciosas, los brocados, las colecciones de objetos de arte. Los cuatro caballos de bronce que dominaban la ciudad, fueron a piafar a la plaza de San Marcos. Nunca, desde que el mundo fue creado, dice un testigo, Roberto de Clari, se había visto ni conquistado tanta maravilla.- Había pasado un siglo desde que la cristiandad se había puesto en camino hacia ‘la imperecedera gloria del Reino de los Cielos’, y alcanzaba por fin el reino más rico de este mundo, para vergüenza imperecedera”.

Los cruzados provocaron dos incendios sucesivos que destruyeron museos y bibliotecas. En estas últimas se perdieron preciosos manuscritos, entre los que figuraban las nueve décimas partes de las tragedias de Sófocles y de Eurípides.

El saqueo de Constantinopla, que duró tres días, fue uno de los más destructivos de la historia, a la vez que inmensamente provechoso para los asaltantes, pues la ciudad, tan rica en tesoros y santas reliquias, quedó devastada.

“Hermosa, rica y populosa, nos dice Madden, Constantinopla era con mucho la ciudad más grande de toda la cristiandad. Resulta cuando menos paradójico que su ruina viniera de manos de un ejército de cristianos reunido con la intención de salvarla. La ciudad padeció enormes daños por parte de los cruzados. Un total de tres incendios devastaron una sexta parte del perímetro amurallado, destruyendo casi una tercera parte de sus casas.- Durante el caos del saqueo, se destruyó un sinfín de obras de arte antiguas, muchas de las cuales se fundieron para acuñar monedas. El senador bizantino Niceto Coniato se lamentaba con las siguientes palabras: ‘¡Oh, ciudad, antaño entronizada en lo más alto, poderosa en la distancia, magnífica en tu hermosura y esplendor! Tus lujosos ornamentos y elegantes tapices reales se hallan desgarrados, tus deslumbrantes ojos se han oscurecido hasta convertirte en una prostituta vieja cubierta de hollín’.- En las décadas siguientes, el declive de la ciudad no hizo más que acentuarse. Los emperadores latinos no disponían de dinero suficiente para reparar o conservar las infraestructuras, por lo que estas cayeron en desuso. En 1203, la población de Constantinopla rondaba el medio millón de almas; cuando los bizantinos reconquistaron la ciudad en 1261, tan solo quedaban treinta y cinco mil habitantes”.

Esta cuarta cruzada (1202-1204) no fue nada más que un negocio, tanto para Venecia, como para los mismos cruzados. Con el saqueo de Constantinopla se enriquecieron todos, en tanto que la ciudad entró en una decadencia que nadie habría de detenerla, hasta su caída en manos de los turcos, en 1453.

Inocencio III murió el 16 de julio de 1216, poco después de celebrado el cuarto concilio de Letrán. Su sucesor, Honorio III, continuó adelante los preparativos de la nueva cruzada (la quinta).

Pero no me es posible relatar lo ocurrido en las siguientes cruzadas, hasta llegar a las ocho que se emprendieron. Poco a poco, Europa fue perdiendo interés en ellas; y, cuando llegó el último capítulo con la caída de Acre, la presencia de los cruzados en Palestina y Siria había llegado a su fin. Esa pérdida de interés en la causa hay que atribuirla, según algunos historiadores, en el hecho de que en Europa la mayoría de la gente se había resignado a la idea de la pérdida de Tierra Santa, que la consideraban como algo inevitable. En más de doscientos años, se había perdido el concepto tradicional de cruzada. “La historia del reino franco en Oriente no será ya sino una marcha a la muerte”, nos dice el historiador. El mundo había cambiado y se iniciaba un nuevo período histórico marcado por la búsqueda de nuevos puntos de vista. Esto es palpable en el hecho de que, en 1289, el papa Nicolás V predicó una nueva cruzada que no halló eco.

Pese a no poder hablar de todas las cruzadas, he aquí un brevísimo resumen:

Quinta cruzada (1217-1221): Ordenada por el papa Inocencio III, la cruzada fue proclamada en 1215 por el IV concilio de Letrán. No fue posible arrebatar el monte Tabor a los musulmanes, pero se tomó Damieta (1219), evacuada en 1221.

Sexta cruzada (1228-1229): Ordenada por el papa Honorio III y dirigida por Federico II de Hohenstaufen, que negoció con el sultán la restitución de Jerusalén, Belén y Nazaret.

Séptima cruzada (1248-1254): Ordenada por el papa Inocencio IV, la dirigió Luis IX de Francia. Intentó conquistar Egipto, que controlaba los Santos Lugares; se apoderó de Damieta, pero fue derrotado en Mansura y abandonó Egipto.

Octava cruzada (1270): Organizada por Luis IX de Francia tras la caída de Antioquía (1268); se dirigió a Túnez. Luis murió de peste durante el sitio de Túnez, y la cruzada fracasó.

Las cruzadas para recuperar el Santo Sepulcro no son las únicas que se emprendieron. Una, de capital importancia, tuvo lugar entre 1208 y 1244, organizada por Inocencio III contra Raimundo VI, conde de Tolosa, y los albigenses o cátaros, que recibieron la ayuda de Pedro II de Aragón. Al frente de la cruzada estuvo Simón de Montfort. Es lo que la historia ha llamado el genocidio cátaro, que, después de terribles atrocidades, terminó con la toma de la fortaleza albigense de Montségur.

La cruzada española, esto es, la Reconquista, que es la que emprendieron los reinos cristianos del norte de la península Ibérica en contra de los reinos musulmanes del sur.

La cruzada de los Niños, que movilizó multitudes de pequeños guiados por visionarios, en Francia y Alemania. En Marsella, mercaderes se apoderaron de los niños y los vendieron como esclavos en Egipto (1212).

Hubo otra cruzada, en 1190; esta vez, contra los paganos del Báltico, que también se distinguió por las atrocidades que se cometieron.

La cruzada de Nicópolis, en 1394, contra el sultán Bayezid I, que terminó en fracaso.

Y unas tantas más, que no hay para qué mencionarlas.

En doscientos años que los cruzados permanecieron en Tierra Santa, dejaron sus huellas. Algunas de estas son los castillos que construyeron, además de muchas iglesias. Los castillos son las fortificaciones más célebres de toda la Edad Media. Los del siglo XII eran bastante simples, pero desempeñaban funciones muy importantes, ya como centros de administración y producción agrícola, ya como bastiones para defenderse de las incursiones de los enemigos, pero no resistían los ataques de ejércitos bien organizados.

En el siglo XIII, las ciudades amuralladas eran los principales baluartes, pero los castillos desempeñaron un importante papel. Así tenemos las fortalezas de Marqab, Athlit y Arsuf. Parece que, tanto las técnicas de  Oriente como las de Occidente, tuvieron su origen en las construcciones romanas.

Un hecho de trascendental importancia en este período fue la fundación de la orden del Temple. Sus miembros, los Templarios, adquirieron y acumularon grandes riquezas, al punto de convertirse en los banqueros de los reyes europeos. Esta situación suscitó el odio y la codicia de Felipe IV el Hermoso de Francia, que liquidó la orden y llevó a la hoguera al Gran Maestre, Jacques de Molay, y a sus más cercanos colaboradores.

Las cruzadas no fueron, en general, acciones precipitadas ni hechos provocados por súbitos impulsos. Solamente dos cruzadas derivaron de una propaganda no sujeta a disciplina: la de Pedro el Ermitaño y la de los Niños, a las cuales ya me he referido.

La propaganda fue muy bien estudiada y puesta en práctica. Se encargaba la predicación a clérigos muy inteligentes, de amplia cultura, versados en la conducción masas y de elocuencia probada, capaces de  manejar la mente del público, al punto de que aceptaran sin cuestionamientos la idea de que la cristiandad estaba en peligro a causa de musulmanes y herejes, y de que era de vital importancia para Europa el rescate de los Santos Lugares. Cabe mencionar, por ejemplo, el célebre discurso de Bernardo de Claraval, pronunciado en Vezelay, al que también me he referido ya. La recompensa era, naturalmente, la gloria eterna en el Reino de los Cielos y la gracia de las indulgencias en este mundo.

En cuanto al financiamiento, no solo se recurría a la generosidad de los grandes señores, sino que se establecía un impuesto especial que todos debían pagar, con lo que se levantaban ingentes cantidades de dinero. Además, los pueblos por los que pasaban los ejércitos cruzados estaban obligados a proveerlos de comida, lo que significaba un esfuerzo nada pequeño para los habitantes de esas poblaciones.

Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, fue decayendo el fervor. El entusiasmo de Clermont era ya cosa del pasado; y, aunque se trataba de enfervorizar a la gente con las hazañas de sus antepasados, ya no existía el espíritu que animó a los primeros cruzados, pues casi nadie creía ya que la empresa tenía carácter divino.

Para los cristianos, la pérdida de Tierra Santa comienza con el fracaso de la quinta cruzada. De ahí en adelante, las pocas acciones bélicas felices se ven superadas por los desastres, hasta la caída de Acre, el 18 de mayo de 1291. La gesta cruzada había durado doscientos años y terminaba de modo trágico.

El siglo XIII vio nacer y morir el Imperio latino de Constantinopla (1204-1261), cuya creación fue, indudablemente, perjudicial para la causa de los cruzados, puesto que se convirtió en una verdadera sangría de recursos. Finalmente, el Imperio volvió a manos bizantinas hasta su caída en manos de los turcos.

Han pasado los siglos. Hoy podemos mirar las cruzada ponderadamente y emitir un criterio sobre ellas. Ciertamente, hubo una respuesta formidable al llamado de Urbano II, pues la fe sustentó el apoyo que entonces se consiguió. No obstante, si analizamos el propio discurso del papa, vemos que el móvil fundamental fue detener las interminables guerras en que empleaban su tiempo los señores feudales, y para ello se les pedía volcar su belicosidad sobre “una raza maldita, abandonada de Dios”, a la vez que se les ofrecía, aparte de la Jerusalén celestial, la Jerusalén terrestre, “tierra que da frutos antes que todas las demás, un paraíso de delicias”. Todo ello convierte a las cruzadas en guerras de odio, rapiña y codicia. Es un hecho que, sea cual sea la causa invocada para desatar una guerra, subyace siempre la razón económica. Esto ha ocurrido desde hace unos nueve a once mil años (época en que está datada la primera guerra), hasta la actualidad, y seguirá así por siempre y para siempre.

A consecuencia de las cruzadas, el fisco pontificio se enriqueció; además, a quienes contribuían con dinero se les concedían indulgencias, hecho que pesó mucho en la doctrina que en el futuro se estableció sobre el tema. Al vender indulgencias a los fieles y obtener dinero de esa manera, la Iglesia, sin sospecharlo siquiera y menos aún proponérselo, abría las puertas a la Reforma, que vendría pocos siglos después.

Asimismo, como resultado de las cruzadas entraron en contacto dos civilizaciones: los cruzados conocieron, tanto en Bizancio como en los países musulmanes, su literatura, su arte, sus costumbres; y aprendieron ciertos refinamientos que mostraron a Europa y que cambiaron el modo de vida de sus habitantes.

En contrapartida, se abrió un amplio campo comercial a las ciudades de Occidente: Pisa, Génova y Venecia establecieron factorías comerciales en la costa asiática, políticamente autónomas.

Un buen número de intelectuales y artistas del siglo XIX, especialmente estos últimos, retomaron el tema de las cruzadas en novelas y en pinturas. La leyenda se apoderó de Saladino “pues aparece como una figura idealizada, a medio camino entre la fantasía orientalizante y la leyenda caballeresca”. Sin embargo, hubo quienes, como el escritor francés René de Chateaubriand, describieron a las cruzadas como un enfrentamiento entre el islam y la “civilización”. El citado escritor nos dice: “Las cruzadas no fueron tan solo para liberar el Santo Sepulcro, sino para predecir quién había de dominar en la Tierra: una religión (el islam) que era el enemigo de la civilización, partidaria, por sistema, de la ignorancia, el despotismo, la esclavitud, o bien una religión que había favorecido la recuperación de la sabiduría de la Antigüedad y abolido la esclavitud”.

Sin quitar los méritos literarios de Chateaubriand, no se puede menos que deplorar su desconocimiento de la realidad: el hecho de que la dinastía abasí, en el siglo VIII de n.e., fundó la ciudad de Bagdad, a la cual llegaron, por iniciativa de sus gobernantes, los mejores intelectuales de la época, estudiosos de las matemáticas, astronomía, sabiduría clásica (en especial, la griega), filosofía, lógica, leyes, y  cartógrafos de primera línea. Así nació la Bait al Hikma o Casa de la Sabiduría, que llegó a contar con una oficina de traducción, una biblioteca y depósito de libros, y una academia de estudiosos e intelectuales llegados de todos los rincones del imperio. Se ve también que el escritor desconocía la formidable civilización que desarrollaron los musulmanes en Al-Ándalus, desde donde la ciencia se irradió a toda Europa.

Sobre estos asuntos, recomiendo el libro La Casa de la Sabiduría, del periodista y escritor británico Jonathan Lyons.

Cabe agregar que, en 1999, al cumplirse los novecientos años de la toma de Jerusalén por los cruzados, se repartió, durante el “Camino de la Reconciliación” protagonizado por un niño estadounidense, la siguiente declaración: “Sentimos en lo más hondo las atrocidades cometidas en nombre de Jesucristo por nuestros antepasados”.

Finalmente, debo indicar que tenemos las crónicas, recopilados por Malouf, de las cruzadas vistas por los árabes contemporáneos de estas. Pero eso es otra historia.

Julio de 2017