Con sorpresa he visto que se ha publicado una entrevista a cierto aspirante a figurar entre los cantantes de música ecuatoriana. Como es lógico, esta lectura provoca la indignación de quienes, durante décadas, nos hemos extasiado y deleitado con la auténtica música nuestra; y de ella, con nuestros maravillosos pasillos, en los cuales se conjugan, con magistral acierto, las letras aportadas por eximios poetas, y la música de compositores de primera categoría.
El aspirante en mención no pasa de eso: aspirante. En su afán de “innovar”, acaba de grabar un disco en el que trata de modernizar el pasillo ecuatoriano, “sacarlo de la cantina y de la asociación obligada con el trago y la borrachera, del festival de mala muerte, con el sonido del disco móvil barato”. ¿De dónde le viene la peregrina idea de que nuestro querido pasillo está asociado a semejantes compañeros? Lo que el alma del pueblo expresa, a través de sus compositores y poetas, es el sentimiento profundo de esa región de nuestro espíritu en donde residen las manifestaciones más elevadas de la sensibilidad de ser humano. El hecho de que ciertas personas escuchen pasillos mientras beben licor no significa que todos hacemos lo mismo: una inmensa mayoría nos deleitamos al escucharlos, sin necesidad de asociarlo con semejantes estímulos.
Y que no nos hablen de festivales de mala muerte, porque el pasillo ecuatoriano, esa bella melodía que hace alrededor de dos siglos llegó de Colombia y arraigó en esta tierra con identidad propia, no anida solamente en bares y cantinas, sino, principalmente, en ámbitos de intelectualidad y refinamiento. Inolvidables noches de gala en su honor han tenido lugar en los mejores teatros de Quito, Guayaquil y otras ciudades. Compositores bien conocidos y afamados, como Nicasio Safadi, Enrique Ibáñez Mora, Francisco Paredes Herrera, Segundo Cueva Celi, Benigna Dávalos, Constantino Mendoza Moreira, Carlos Brito, Guillermo Garzón Ubidia, Jorge Araujo Chiriboga, Ángel Leonidas Araujo Chiriboga, Cristóbal Ojeda Dávila, Carlos Rubira Infante, Rubén Uquillas y muchos otros más; y poetas como César Maquilón Orellana, Augusto Arias, Medardo Ángel Silva, José María Egas (entre otros) hicieron honor a la literatura y a la cultura ecuatorianas, y sus nombres resuenan todavía, con toda la vitalidad que en su momento de gloria tuvo el pasillo ecuatoriano. Una obra de estos maestros, retocada y estilizada, carece de vigor y de carácter, pues, cuando se la altera y maquilla, aparece en su lugar un fantasma pálido e insípido, burda imitación del modelo original, indigno de considerarse el emblema de un pueblo.
Hablemos de una música que en su momento conquistó al mundo entero: el tango. Nació, como todos sabemos, en el mercado del Abasto, de Buenos Aires, hijo y heredero del candombe y la milonga, música de los negros esclavos del siglo XIX. Y, como bien dice un apologista de este ritmo, “mil voces lo elevaron a la categoría de canción”, y entró triunfalmente a los más elevados círculos de París y del mundo. Es verdad que Astor Piazzola modernizó y renovó el tango. Reconozcamos el genio de este hombre; sin embargo, nada iguala al sabor de los tangos compuestos entre 1880 y 1940. Las grandes orquestas de tango (Canaro, Troilo, por nombrar sólo dos) hicieron época; no obstante, muchas veces Gardel cantó acompañado sólo con la guitarra de Alfredo Lepera y la suya propia; y su éxito perdura hasta el día de hoy. No se han maquillado esos tangos; se los sigue grabando con el acompañamiento original.
Cada época produce las mentes necesarias para interpretar la idiosincrasia del pueblo, sus gustos, su sentido estético, su espiritualidad. Si a las nuevas generaciones, como ocurre muchas veces, no les gusta la música de épocas pretéritas, no hay por qué alarmarse, pues no se puede obligar a nadie a sentir, frente a un hecho cultural, lo mismo que sintieron personas ya desaparecidas o en trance de desaparecer. El canto gregoriano, la música medieval, las cantigas de Santa María, la música barroca (sacra y profana), la clásica, la ópera, la folclórica, no son del agrado de todo el mundo. Haríamos muy mal en intentar siquiera modificar esas bellísimas composiciones, porque perderían toda la pureza y hermosura que las caracterizan. Mutatis mutandis, lo mismo ocurre con nuestra querida música nacional. Los que sientan vergüenza de ella, allá con su vergüenza. Nosotros, los que desde que abrimos los ojos a la vida, escuchamos a excelsos cantantes ecuatorianos interpretar las bellas canciones de compositores y poetas, las amamos y respetamos, tal como sonaron y suenan, sin adornos extraños y sin intromisiones en las sagradas páginas que se escribieron.
Es muy loable que quienes sienten inclinaciones artísticas quieran llegar a ser alguien. Pero, por favor, compongan su propia música, demuestren su talento y no adulteren lo que ya existe, lo que el pueblo atesora y es patrimonio de nuestra cultura.
Quito, junio de 2010