EL PERDÓN

PerdonPerdonar… perdonar… ¿Qué es realmente, perdonar? Si nos remitimos al origen de la palabra, vemos que per denota intensidad, totalidad. ¿Y donar? Pues no es otra cosa que dar. En su origen, por tanto, significa dar con intensidad, o dar en su totalidad.

Si queremos dar algo en su totalidad, no puede haber reservas. Y, para dar sin reservas, debemos actuar con una generosidad ilimitada, con grandeza de ánimo, con magnanimidad. No obstante, aquí  nos encontramos con un no pequeño problema: el hecho de perdonar nos puede llevar a sentirnos imbuidos de soberbia, a creer que somos tan maravillosos, tan macanudos, que, desde el pedestal de nuestra grandeza, miramos con misericordia a quien nos ofendió.

El perdón nunca es un acto de amor. Si realmente amamos al prójimo, debemos ponernos en su lugar, en sus zapatos, y analizar, desde el punto de vista del otro, si la ofensa fue realmente tal;  y, en caso de serlo, si amerita ese resentimiento arraigado y tenaz que llamamos rencor. Solamente en circunstancias muy excepcionales podrá darse ese caso. Generalmente, son pequeñas ofensas, que bien pueden pasarse por alto, sin que siquiera haya necesidad de perdonar.

Si pensamos bien, nos daremos cuenta de que jamás tendríamos esa necesidad, si comenzásemos por crecer interiormente cada día, al tenor de aquel sabio refrán: “Cualquier pena es grande para un corazón pequeño”.  Las ofensas, o lo que creamos que son ofensas, nos llegan, nos hieren, nos abruman y nos hacen sentirnos desdichados, únicamente cuando nuestro espíritu es tan pequeñito, pero tan pequeñito,  al punto de creer que somos tan importantes, que cualquier desliz del prójimo hacia nosotros es un delito de lesa majestad. Si nos fortalecemos interiormente, si eliminamos la absurda idea de que somos el “no va más”, si practicamos la psicagogia, ese arte de conducir y educar el alma, nos daremos cuenta de que prácticamente no hay nada que pueda ofendernos, nada que lesione nuestra autoestima. Además, tenemos que tomar en cuenta que nosotros, quizá muchas veces sin querer, agraviamos al prójimo. Nos gustaría, seguramente, que el otro no le diera tanta importancia al hecho, y que la paz, la concordia y la amistad continuaran sin mella.

Hay otro punto: el ofensor ¿querrá sinceramente ser perdonado? Pensemos en ello. Si la ofensa no  fue tan grave, lo más probable es que ni siquiera haya pensado en que deban perdonarlo. Si el agravio fue deliberado, tampoco querrá que lo perdonen, ya que quiere eso precisamente: injuriar, causar daño, sin remisión. Para ese caso, hay un sabio proverbio: “Bendito sea el tiempo, que cura todas las heridas”. Por otra parte, es posible que ni siquiera nos pidan disculpas. Cuando alguna vez nos las pidan, no procedamos con soberbia. Aceptémoslas humildemente y sin  aspavientos.

Por tanto, no nos preocupemos por las ofensas o presuntas ofensas que recibimos. No son hechos dignos de tomarse en cuenta. Pasémoslas por alto, como nimiedades circunstanciales en las que no debemos detenernos. Entendamos que solamente nos puede llegar una ofensa, cuando nosotros permitimos que nos llegue.

No hay que confundir el resentimiento con el odio, sentimiento tan dañino que puede conducirnos a la autodestrucción. Tratar este asunto merece capítulo aparte, aunque, como mínimo, puede decirse que el que odia sufre más que el odiado, pues este último, en muchas ocasiones, ni siquiera sabe que lo odian.

En cuanto al olvido… , habría que perder la memoria. Pero el recuerdo no significa rencor.

Fina Crespo

Febrero de 2009

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *


*