Primer relato:
Génesis, 1,26: Y por fin dijo (Dios): Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra, para que domine los peces del mar, y a las aves del cielo, y a los ganados y todas las bestias de la tierra, y a todo reptil que se mueve sobre la tierra.
1,27: Creó Dios al hombre a imagen suya; a imagen de Dios lo creó; los creó varón y hembra.
Segundo relato:
2,7: Entonces Dios formó al hombre del lodo de la tierra. Y le inspiró en el rostro un soplo de vida, y quedó hecho el hombre, ser con alma viviente.
2,8: Había plantado Dios en Edén, a oriente, un jardín delicioso, en que colocó al hombre que había formado.
2,9: Y Dios había hecho nacer de la tierra toda suerte de árboles hermosos a la vista, y de frutos suaves al paladar; y también el árbol de la vida en medio del paraíso, y el árbol de la ciencia del bien y del mal.
2,10: De Edén salía un río para regar el paraíso, y de allí se dividía en cuatro brazos.
2,11: Uno se llamaba Fisón y es el que circula por todo el país de Hevilat, donde se halla el oro.
2,12: Y el oro de aquella tierra es finísimo; allí se encuentran el bedelio y la cornalina.
2,13: El nombre del segundo río es Guihón; este es el que rodea toda la tierra de Etiopía.
2,14: El tercer río tiene por nombre Tigris; este va corriendo a oriente de los asirios. Y el cuarto río es el Éufrates.
2,15: Tomó, pues, el Señor Dios al hombre, y lo puso en el paraíso de delicias, para que lo cultivase y guardase.
2,18: Dijo Dios, el Señor: No es bueno que el hombre esté solo; hagámosle ayuda que sea semejante a él.
2.21: Y el señor Dios infundió en Adán un profundo sueño, y mientras estaba dormido le quitó una de sus costillas y llenó de carne aquel vacío.
2,22: Y de la costilla que había sacado de Adán, formó el Señor Dios una mujer, la cual puso delante de Adán.
2,23: Y dijo el hombre: Esto es hueso de mis huesos, y carne de mi carne; llamarse ha, pues, varona, porque del varón ha sido hecha.
2,24: Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y estará unido a su mujer, y los dos vendrán a ser una sola carne.
He considerado indispensable transcribir algunos versículos de los dos primeros capítulos del Génesis, a fin de refrescar un poco nuestra memoria.
El relato bíblico, que en realidad son dos y que contienen notorias divergencias, nos da a conocer la existencia del paraíso terrenal o Edén, lugar en donde Dios colocó al hombre, en estado puro, para que, a la vez que lo cultivara y cuidase, disfrutara de las delicias que en él había.
La palabra edén viene del hebreo eden, que significa “lugar de delicias”. Paraíso es originalmente voz irania, y nos viene del griego parádeisos, que quiere decir “parque”.
De los mitos que más han impresionado a la humanidad, el del paraíso terrenal ha sido uno de los más persistentes a los largo de siglos y milenios, y ha dado rienda suelta a la imaginación, tanto del pueblo, como de exégetas y otros estudiosos que lo han descrito, cada cual a su manera. Puede decirse que ha rivalizado, con éxito, con la leyenda del Santo Grial.
Y como la fantasía del hombre no conoce límites, toda clase de leyendas se han tejido alrededor del paraíso terrenal. Originariamente se lo ubicó en un remoto y siempre indefinido oriente, fuera del alcance del ser humano. Luego, se lo situó entre los ríos Tigris y Éufrates. A veces, en un hipotético círculo de la Luna, o en la montaña más alta de la Tierra. Cuando los conquistadores llegaron a América, se deslumbraron a la vista de la extraordinaria belleza de estas tierras; en consecuencia, creyeron que habían encontrado el paraíso terrenal en la selva amazónica. Por mucho tiempo se creyó que estaba en el Brasil. Nació entonces la leyenda de Eldorado, que durante siglos ha concitado el interés y la ilusión de la humanidad. El propio Voltaire, en su Cándido, se refiere también a esta fábula.
No es posible pasar por alto la quimera del Preste Juan, mítico personaje que supuestamente gobernaba un país que no era otro que el paraíso, en donde no existían los problemas que aquejan al hombre en cualquier lugar y época. Esta fábula llegó a enfervorizar tanto la imaginación del hombre medieval, que hasta se pensó en despachar embajadores que llevaran una carta del Papa dirigida al Preste Juan. Su reino se situaba, ora en Oriente Medio, ora en Etiopía. Había quienes sostenían que el mismo personaje gobernaba ya varios siglos, mientras otros afirmaban que eran sus descendientes (del mismo nombre, por supuesto) quienes lo hacían. Este tema fue muy bien tratado por Umberto Eco en su novela histórica Baudolino.
Por mucho tiempo se buscó el paraíso; pero, ante el innegable hecho de que no se lo pudo encontrar en lugar alguno, se llegó a la conclusión de que había desaparecido bajo las aguas, durante el diluvio universal. Sin embargo, hubo quienes no se conformaron con esta idea (¡cuánto cuesta deshacerse de las ilusiones!), y continuaron persiguiendo la inalcanzable quimera.
En cuanto a la naturaleza misma del paraíso terrenal, siempre hubo total consenso: se trataba de un lugar maravilloso, lleno de deleites, del que por su desobediencia había sido expulsada la primera pareja humana. Durante mucho tiempo se discutió acerca de la fuente que lo regaba, de la que nacían los cuatro ríos de que trata el Génesis, capítulo 2, versículos 10 al 14, inmortalizados por Bernini en su famosa fuente de los Cuatro Ríos, esculpida en mármol y situada en la plaza Navona de Roma.
Sobre el Tigris y el Éufrates no había discusión: eran muy bien conocidos desde la Antigüedad. Sobre los otros dos, la polémica subsistió largamente: a uno de ellos se lo identificaba con el Nilo; respecto del otro, se lo confundió con varios ríos conocidos antiguamente, entre los que, en tiempos más modernos, se mencionó al Danubio.
Hasta aquí, a muy breves rasgos, he descrito la leyenda del paraíso terrenal. Obviamente, la pregunta que surge espontáneamente es: ¿Por qué el ser humano, durante milenios, se ha aferrado a esta quimera, aun a sabiendas de que jamás la alcanzará? No solo el hombre de la Antigüedad o del Medievo la ha perseguido. Hoy, en nuestros días, es fácil reconocer la misma fábula, discretamente encubierta bajo otros nombres y otros ropajes. Ahí tenemos, como ejemplo, la sociedad sin clases y el sueño americano, dos ilusiones antagónicas que se enfrentaron durante décadas, y que al final no han sido sino eso: ilusiones. En un pasado reciente está Tomás Moro, el canciller injustamente sacrificado por Enrique VIII, con su Utopía (palabra creada a partir del griego oú, no, y topos, lugar: lugar que no existe), donde se describe un país con un gobierno tan perfecto, que incluso habría coartado la libertad de acción de los gobernados. Entre los cuentos más conocidos está Peter Pan, con su país del Nunca Jamás, y otros relatos infantiles que hemos escuchado desde la más tierna edad.
¿Será, acaso, este anhelo de regresar a una mítica edad de oro (subyacente en la memoria colectiva de la humanidad), el ansia de retornar al útero materno, donde todo era tibieza, seguridad y protección?
Buscamos en vano nuestro particular Eldorado; inútilmente perseguimos un paraíso lejano, en el futuro, sin darnos cuenta de que la felicidad no es sino un concepto, no una meta, sino, tal vez, solo tal vez, una travesía.
La felicidad, la única felicidad posible (si es que existe), está dentro de nosotros mismos, siempre en aquello que trasciende lo tangible. Lo dice el sabio adagio: “Cultiva las macetas de tu ventana, en lugar de soñar con un mágico jardín lejano”.
Fina Crespo
Septiembre de 2008