Quito, a 15 de octubre de 2013
El 15 de octubre de 1913, en Zaruma, provincia de El Oro, en el hogar constituido por Manuel José Crespo Romero y Josefina Crespo Balarezo, nació su tercer hijo, al que pusieron el nombre de Numa Pompilio.
Huérfano de padre desde la tierna edad de tres años, en una época en que la orfandad por fallecimiento del padre significaba un desamparo total, creció en una pobreza extrema y debió trabajar desde la temprana edad de trece años.
En busca de mejores horizontes, abandonó su tierra natal a los diecisiete años de edad; se trasladó a Santa Rosa, en la misma provincia de El Oro, y luego a Guayaquil, no sin antes haber participado, con otros jovencitos de su edad, en una expedición al río Puyango, en donde permaneció varios meses en una ocupación que habría de ser el inicio de su trabajo por cuenta propia: lavar oro, que al venderlo le proporcionó el capital que necesitaba para iniciar un negocio independiente. Trabajó con denuedo y se convirtió en un próspero boticario.
Este joven inteligente, disciplinado, honrado y trabajador, fue nuestro amado padre. De su matrimonio con nuestra muy querida madre, Adelaida Espinosa Aguilar, nacimos cuatro hijas y un varón (muerto días después de nacer).
La vida no es un permanente jardín de delicias. Cuando se hallaba en su mejor momento respecto a su negocio, el Perú invadió la provincia de El Oro, y nuestro padre lo perdió todo. Tuvo que establecerse con su familia (entonces constituida por su mujer y sus dos hijas mayores) en Quito, y comenzar de nuevo. Su juventud y el apoyo de nuestra madre le permitieron trabajar con ahínco y rehacer su situación económica.
Hombre afable, dotado de un exquisito sentido del humor, generoso con los pobres (ayudaba a familias y personas solas sin recursos económicos), honrado al extremo, marido proveedor y padre sacrificado, jamás descuidó su hogar ni la educación de sus hijas. Le gustaba cantar (lo hacía muy bien) y discutir civilizadamente sobre política (nacional e internacional) con sus amigos. Escribía poemas que jamás traspusieron la puerta de su casa, pues eran para consumo interno. De muy aguda inteligencia, sopesaba los problemas y encontraba la solución adecuada.
Lector infatigable, quiso que también nosotras adquiriésemos ese hermoso hábito. Así, se preocupó de que nos iniciáramos en la lectura desde tempranísima edad, mucho antes de que entrásemos a la escuela. Y en cuanto aprendimos a leer, su primer regalo fueron veinticinco cuentos para cada una. Ese fue el comienzo: más tarde, a medida que avanzábamos en edad, los libros llegaban con nuevos y distintos temas. Y cuando nos premiaba por algún logro, lo hacía siempre con libros.
Muy bien informado acerca del acontecer político del país y del mundo, además de otros muchos temas producto de sus lecturas (era autodidacta), estableció la costumbre de las sobremesas después del café de la tarde; al principio, él hablaba, y nosotras escuchábamos y preguntábamos; poco a poco, sabiamente, redujo sus intervenciones para que nosotras tomáramos parte muy activa en las conversaciones y expusiéramos nuestros propios puntos de vista. Así, nos alentó a leer y a estudiar por nuestra cuenta, aparte de la instrucción formal que paralelamente recibíamos.
No existe el ser humano perfecto: como todos, también Numa Crespo tenía sus defectos; pero, frente a su calidad humana, a su solidaridad con el prójimo, a su honradez y a sus múltiples virtudes, esos defectos quedaban minimizados.
Hoy, al conmemorar el centenario de su nacimiento, sus hijas queremos rendir un cálido y tierno homenaje a la memoria de un hombre íntegro, que enfrentó con valentía los avatares de la vida y que aceptó su muerte con entereza, valor y resignación.
Fina Crespo