La paz interior es un estado del ánimo que se puede alcanzar en la vida y que no es gratia gratis data, sino que es producto de un aprendizaje que dura la vida entera, porque todo es perfectible a medida que nos empeñamos en conseguirlo. Es fruto de una introspección y de una profunda reflexión sobre la vida misma; es un continuo filosofar sobre temas que nos atañen a todos, como, por ejemplo, la felicidad, el amor, la religión, el dinero, el trabajo y otros por el estilo, que sería largo enumerar.
La paz interior nada tiene que ver con la bonanza económica o con el sistema político en el que nos toque vivir, porque estos dos asuntos dependen de factores cuyo dominio no está en nuestras manos. Si condicionamos nuestra paz interior a circunstancias como esas, jamás la alcanzaremos, porque no se trata de un bien tangible, ni se fundamenta en una coyuntura material.
Dice Sócrates: Cuando todas las cosas son similares para nosotros, más nos parecemos a los dioses. Y un amigo, buen pensador, me dijo: Aunque estés en un calabozo, con cadena y bola de hierro en los pies, serás libre si tu espíritu es libre. Y cito a otro sabio: No podemos dirigir el viento, pero podemos ajustar las velas.
¿Qué significa todo esto? Que la única libertad que existe es la del pensamiento, y que el libre albedrío se halla en nuestra mente, porque bienestar o desdicha no dependen de lo que sucede a nuestro alrededor, sino de cómo pensamos respecto a ello. Si modificamos positivamente nuestros pensamientos, modificamos igualmente nuestro mundo.
La persona que disfruta de paz interior no teme al día que no ha visto llegar; no siente miedo de posibles catástrofes que probablemente no lleguen a suceder. Mira la vida y la acepta como es. Sabe que está matizada de alegría, dolor, risas, lágrimas, salud, enfermedad, pérdidas y ganancias; y, como colofón, la muerte, consecuencia natural de la vida, que tenemos que aceptar de buen grado; peor para nosotros si no lo hacemos. Cuando esa persona sufre un dolor muy grande (a lo que estamos expuestos los seres humanos todos), padece ese dolor, pero no se eterniza en él; encuentra dentro de sí la entereza suficiente para superar cualquiera de los avatares de la vida.
En lo que respecta a riqueza o pobreza material, cabe hacer una aclaración imprescindible: no se trata de volver a las cuevas de la prehistoria ni de vivir bajos puentes o en las vías subterráneas del metro de las grandes y opulentas ciudades. No. Todos tenemos derecho a una vida digna en el aspecto material. Ojalá todos los seres humanos pudieran vivir bien. El dinero es necesario para vivir; pero ello no significa que debamos acumularlo para sentirnos en paz, ni siquiera la paz exterior, menos aún la interior.
Un conocido aforismo nos hace pensar: Las cosas que tú tienes, en realidad te tienen a ti. Tú no eres el amo de tus cosas, sino su esclavo. Por tanto, es conveniente poseer lo necesario para vivir dignamente, y nada más. Esa vida digna no requiere de objetos valiosísimos, ni de viajes espectaculares, ni de ropa carísima, ni de joyas de valor incalculable. Si tenemos la oportunidad de conocer mundo, en buena hora; pero si la ocasión no se presenta, no pasa nada: seguimos siendo los mismos. Le preguntaron a Henry David Thoreau cuánto había viajado; el célebre filósofo replicó: He viajado mucho por Concordia (el pueblito en donde vivía y del que jamás salió). Con esta respuesta, que encierra una gran sabiduría, dejó estupefactos a sus colegas filósofos.
Si podemos vernos con amigos y servirnos una buena cena, pues, muy bien; sin embargo, si la situación económica no nos lo permite, bien podemos tomar juntos una simple taza de café, y todos contentos. Lo que realmente vale es la buena conversación, la alegría de vernos y el compartir vivencias.
Conquistar la paz interior es tarea ardua, que requiere mucha disciplina. Es preciso dejar a un lado nuestro natural egoísmo, suprimir la arraigada costumbre de quejarnos de todo y por todo, de modo que podamos dejar de pensar solo en lo meramente material, a fin de disfrutar de una vida interior muy rica.
No nos gustaría vivir en una pocilga. Pero mucha gente que habita en viviendas lujosísimas, mora, en su interior, en lugares sórdidos. Si nuestra casa exterior debe brindarnos comodidad y un ambiente agradable, ¿qué podemos decir de nuestra morada interior? Estamos en la obligación de construirnos un palacio maravilloso, que no nos va a costar un solo centavo, pues se lo levanta con el esforzado trabajo de nuestro cerebro, reflejado en un examen ponderado de nuestras ideas, gustos, aficiones, obsesiones, manías, obcecaciones, frivolidades y todo cuanto atañe a nuestra personalidad, a fin de sacar las conclusiones necesarias para llegar a eliminar mucho de lo negativo que nos agobia, y emprender en acciones que nos permitan vivir en paz con nosotros mismos y con nuestros semejantes, y mantener una constante actitud mental positiva.
Tener paz interior no significa estar libre de defectos, sino luchar diariamente contra ellos, aunque jamás podamos vencerlos del todo. En la batalla está lo importante. Y si triunfamos, aunque sea en pequeña escala, tanto mejor.
Me encanta mencionar los pensamientos de los sabios, de esos seres maravillosos cuya compañía espiritual nos ayuda a descubrir los tesoros de la sabiduría (que no es lo mismo que el saber). He aquí uno de esos pensamientos: Entre las tantas formas en que puede dividirse a las personas, se halla esta: las que emplean su vida en conjugar el verbo SER, y las que se pasan la vida conjugando el verbo TENER.
Pasemos a la pobreza espiritual: es la antítesis de la paz interior. Quien tiene la desdicha de caer en ella es una persona que sufre, porque teme. Cree que para atravesar la vida en la mejor forma, deben cumplirse algunos o todos estos requisitos: tener mucho dinero, amor, belleza física las mujeres y apostura los varones, una pareja exitosa, juventud (aunque haya que buscarla, inútilmente, en el bótox o en la cirugía plástica), amistades que llaman “distinguidas”, triunfo en los negocios, éxito social, una casa fastuosa, elegancia y finura en el vestir (sin criterio propio, sino de acuerdo con lo que dictan los llamados gurúes de la moda), hijos inteligentísimos y triunfadores, etc., etc., etc. Si no consigue cumplir la mayoría de estas que podríamos llamar aspiraciones, padece, puesto que vive pendiente de los logros ajenos, que en ningún momento admite que superen los suyos propios.
No le interesa la sabiduría (no la del 1+1=2, porque ese es conocimiento), sino la verdadera sabiduría de la vida. Cree que vino al mundo a “triunfar, a tener éxito”, y ese triunfo se mide por la cantidad de dinero que ha logrado hacer, sin que importen su calidad humana y virtudes tales como la generosidad, la compasión, la solidaridad. Si es mujer, vive pendiente de las revistas de modas o chismes de actualidad, claro que del “jet set”. Si es hombre… bueno, ahí están las salas de convenciones, los buenos hoteles, las mujeres más bellas, los trajes más elegantes. No es que esas cosas sean malas per se, sino que son las únicas que le interesan, sin que las del espíritu tengan la menor importancia. Para darnos cuenta de cuánto influye la mediocridad, basta con ver la cantidad de “personajes” de fama mundial que nos ponen como ejemplos de vida; desde luego, son dueños de inmensas fortunas; si mentalmente los despojamos de todo ese dinero, de su ropa tan fina, de su automóvil carísimo último modelo, no queda sino un individuo insignificante, que en lo espiritual no vale nada.
El espíritu no debe entenderse solo como el alma inmortal que supuestamente habita en nosotros. En el ámbito en que lo mencionamos aquí es algo que tiene que ver con lo más elevado de nuestro intelecto; por ende, con lo que respecta a nuestras mejores cualidades. La pobreza es la escasez, la carencia. Con esto podemos darnos cuenta de lo que significa la pobreza espiritual.
El evangelio nos dice que de la abundancia del corazón habla la boca. No menciona la abundancia del bolsillo, de la cartera, de la cuenta corriente, de las acciones de compañías exitosas, ni de nada por el estilo. Si una persona no tiene abundancia en el corazón, mal puede dar nada bueno a nadie. ¿Y a qué llamamos corazón? A los buenos sentimientos, que muy difícilmente anidan en quien está dedicado a acumular riqueza.
Quien cae en la pobreza espiritual padece de soledad. Y no porque le falte compañía, sino porque no puede acompañarse a sí mismo. No se ha detenido a pensar que es muy distinto estar solo, que sentirse solo. No sabe que nadie nos ayuda a nacer, nadie nos ayuda a vivir y nadie nos ayuda a morir. Nuestro cerebro, que es nuestro yo, se halla encerrado en una caja ósea de la que no puede salir. Frente a esta soledad, ¿qué puede significar el no tener gente a nuestro lado? El individuo puede sentirse solo en medio de una familia numerosa, o junto a muchos colegas o amigos. El que tiene riqueza espiritual está siempre acompañado por sí mismo; no es egoísta, porque le gusta compartir con los demás; pero, si en algún momento le toca estar solo, no ve en ello ningún problema: no se angustia, no se ve abandonado, no se siente solo.
Nuestro idioma nos permite imprimir distintos matices a la expresión, según el lugar que una palabra ocupe en el texto. Por ello, podemos decir que cabe la posibilidad de que quien goza de paz interior sea una persona pobre; pero quien cae en la miseria espiritual es, indiscutiblemente, una pobre persona. Así, en pocas palabras, definimos un concepto y otro.
La riqueza espiritual nos permite vivir una existencia plena y nos libera, al llegar la vejez, de pasárnosla de un consultorio médico a otro, porque nuestro cuerpo responde positivamente cuando la mente que lo dirige es también positiva.
La comprensión de estos hechos nos mueve a mejorar interiormente y salir de la pobreza espiritual, si alguna vez estuvimos en ella.
Fina Crespo
Abril de 2014