Todos los seres humanos anhelan la felicidad. Cada cual, por diferentes caminos, la persigue. Pero ¿qué es la felicidad? Si nos atenemos a lo que dice el gramático, es el estado del ánimo que se complac
e en la posesión de un bien. Claro está que esa definición no nos dice si se trata de un bien espiritual o material, y no abarca la sutil gama de significados que cada uno puede darle. ¿Quién puede, entonces, definirla?
Veamos qué nos dice un sabio hindú: La posesión y disfrute de bienes materiales, sin paz interior,
equivale a morirnos de sed mientras nos bañamos en un lago. Si bien debe evitarse la pobreza material, debemos aborrecer la pobreza espiritual, porque es la pobreza espiritual, y no la carencia material, la que constituye la base del sufrimiento humano.
Leamos un haiku (poema japonés):
Corto madera
Saco agua
Es maravilloso.
¿No son, acaso, lecciones llenas de sabiduría estas sencillas palabras? Pero la naturaleza humana es tal, que pocas son las personas que llegan a conocer la esencia misma de la vida. Si mañana hemos de partir; si ninguna fortuna, ninguna grandeza, son perdurables; si la muerte nos acecha a todos, ¿por qué perseguir una supuesta felicidad fundamentada en la posesión de riquezas? ¿Por qué tiene que ser mejor llorar en un palacio que en la calle? ¿No es igual el dolor? ¿Por qué sacrificar la vida a la persecución de un imposible?
La publicidad, destinada como está a que las grandes empresas hagan más y más dinero cada día, nos ha vendido ideas equivocadas. Por ejemplo, una gaseosa de fama mundial presenta su producto con una frase adjunta: Destapa la felicidad. ¿Es acaso posible que la dicha se encuentre dentro de una botella? ¿Qué vacío espiritual induce a las personas a dejarse llevar por semejantes promesas? Y es un hecho que se dejan llevar, porque la gaseosa en cuestión tiene un éxito formidable.
La felicidad, como tantas otras cosas en las que cree la gente, no es sino un concepto, no una realidad. Pregunte a sus amigos qué entienden por felicidad, y una gran mayoría contestarán algo parecido a esto: Son contados momentos de euforia y exultación. El primer califa de Córdoba, Abderramán III, que gobernó por varias décadas, dijo, al final de su vida, que había sido un monarca muy poderoso, amado por sus súbditos y exitoso en su gestión, y que, sin embargo, pese a sus riquezas, a su fama, solamente había tenido catorce días de felicidad en todo ese tiempo. Está claro, por tanto, que la famosa y perseguida felicidad no produce un estado permanente de gozo o complacencia. En general, es algo que está siempre más allá, como la zanahoria que trata de alcanzar el borriquito. En consecuencia, es inútil perseguirla.
Si alguna forma de felicidad existe, se encuentra en aquello que trasciende lo tangible. Y no es algo que esté fuera de nuestro alcance. Se llama, como dijo el sabio mencionado al principio de este artículo, PAZ INTERIOR. Y para lograrla no es necesario poseer belleza física, ni fortuna, ni la “parlera fama” que desprecia Olmedo. Basta con trabajar en nuestra mente, en nuestro yo interior, para conseguir la ataraxia de que hablaban los griegos. Esa paz interior nos permite atravesar la vida sin sobresaltos, sin angustia, en la seguridad de que todo es pasajero; de que ningún problema es eterno; de que los sufrimientos y contratiempos nos fortalecen, en lugar de aniquilarnos. La paz interior, que es un estado permanente, nos enseña que la tan ansiada felicidad no es una meta; que esa paz debemos buscarla en el camino. Nos permite recorrerlo con el corazón alegre y tranquilo, porque el gozo está en la travesía, mientras el barco está en el mar y no solo cuando ha llegado a puerto.
No en vano dice el sabio: Cultiva las macetas de tu ventana, en lugar de soñar con un mágico jardín lejano.
Y también: De las muchas formas en que puede dividirse a la humanidad, se halla esta: las personas que emplean su vida en conjugar el verbo ser, y las que se pasan la vida conjugando el verbo tener.
Las personas que buscan felicidad en la acumulación de bienes materiales, que muchas veces ni siquiera alcanzan a disfrutarlos plenamente, son tan pobres de espíritu, que lo único que tienen es riqueza material. Tienen un vacío interior que ninguna fortuna puede llenar. Hacen depender su estabilidad emocional de miserables bienes que, como dice el evangelio, los consume el orín y la polilla. Si desaparecieran esos bienes, ¿qué les quedaría? La nada.
Escuchemos a otro sabio: Las cosas que tú tienes, en realidad te tienen a ti; tú no eres el amo de tus cosas, sino su esclavo.
Acumulemos, pues, riqueza interior. Esa nos acompaña toda la vida y desaparece únicamente con nuestra muerte. Cuando pasan los años, cuando la vida casi se ha ido, nada tenemos sino lo que hemos guardado en nuestro espíritu. A ello recurrimos cuando el dolor nos abate, cuando la soledad nos llega. Esa riqueza es tan grande, que por más dispendiosos que seamos, nunca se agotará. Estará allí para reconfortarnos, para darnos alegría y entusiasmo, y sentido a nuestra existencia.
Fina Crespo
Abril de 2014