“Viejo, mi querido viejo. Yo soy tu sangre, mi viejo; soy tu silencio y tu tiempo”. Estas palabras, tomadas de la bella canción que Piero ha cantado para siempre, están dedicadas al hombre que, desde el inicio de la vida, se halla presente en la conciencia y en el corazón de todo ser humano. Es el padre, que para el niño representa el amparo, la fuerza, la valentía, el sustento y, cómo no, también el amor y la ternura. Para el adulto, el padre es el hombre lleno de sabiduría, orientador y consejero en todo momento y circunstancia, el apoyo en las dificultades y el amigo incondicional.
El oficio del padre no es miel con hojuelas. Es una labor dura, que requiere de esfuerzo, sacrificio, trabajo y dedicación. Un gran pensador ya lo ha dicho: “El hijo es un acreedor dado por la naturaleza”. No es padre solamente el que ha engendrado: es el que ha entregado su vida, sus ilusiones, sus afanes y sus recursos, a quienes llegan a ser parte importantísima de sí mismo. Tanto es así, que hay una clase especial, muy especial, de padre: el que cría, ampara y educa, como si fueran suyos propios, a niños que han perdido a su padre biológico, sea por defunción, incapacidad, miseria extrema o abandono.
El auténtico padre es la persona que ostenta, muy merecidamente, el título de cabeza del hogar, porque provee del alimento corporal y espiritual a sus hijos, los conduce por la senda correcta, y les prodiga su amor y sus cuidados. Es el paradigma en que se han de inspirar, y es quien, con su conducta, señala el derrotero para que ellos lleven una vida digna y ejemplar.
Es conocida la forma de pensar de un hijo con respecto a su padre:
A los ocho años de edad: “Mi padre lo sabe todo”.
A los trece años: “Poco sabe mi padre”.
A los quince y durante toda la adolescencia: “Mi padre no sabe nada”.
A los treinta años: “Algo sabe mi padre”.
A los cuarenta: “Mi padre sabe mucho”.
De los cincuenta en adelante: “Qué sabio era mi padre”.
Esta es una realidad. Frente a la educación que el padre imparte, los hijos se rebelan, no soportan a su progenitor, quieren que “los deje en paz y que no se meta en sus vidas”. Más tarde, cuando llega la hora de enfrentar la vida, cuando ven que el mundo que iban a conquistar no los espera con los brazos abiertos, cuánto necesitan los hijos de su padre, de ese hombre que poco a poco pusieron a un lado, pero que siempre está ahí para ayudar, aconsejar, consolar. Y es entonces cuando aprecian la sabiduría de su viejo.
Bajo la sombra paterna se forja el ser humano. En la personalidad del adulto subyacen muchos de los rasgos del padre, porque sus enseñanzas, su saber, su cultura, quedan impregnados en el alma y en el corazón del hijo.
Los vástagos la corona de gloria del padre. Los padres son los hombres esforzados, trabajadores, íntegros, que han formado hijos dignos de pertenecer a su estirpe. Ellos perpetuarán su nombre y sus virtudes; heredarán su reciedumbre, su tenacidad, su valor. Merecen, con toda justicia, su amor, gratitud y veneración. Y el nombre, tan dulce y tierno en los labios del hijo: papito.
Fina Crespo
Mayo de 2014