Esta novela, considerada una de las mejores obras de Javier Marías, toca temas tan importantes como la vida, la muerte, el amor y el odio, el trabajo, el pasado, el presente y el futuro, la soledad, la vejez, el olvido y el recuerdo, el hacer y el no hacer, y la corrupción y el abuso de quienes detentan el poder; en fin, todo cuanto atañe al ser humano y a su breve estancia en la Tierra.
El inicio de la narración, hecha en primera persona, es muy singular: Víctor Francés, un negro (término que se aplica a quienes escriben por encargo) que vive solo desde su separación y posterior divorcio, concierta una cita galante con Marta Téllez, joven casada y madre de un niño de apenas dos años de edad, cuyo marido se halla ausente, en Londres. Cuando la pareja está en los preliminares del acto amoroso, Marta se siente mal y muere poco después, en brazos de Víctor. En tan comprometida situación, el frustrado amante abandona el lugar de la tragedia (siempre es una tragedia la muerte de una madre que tiene hijos pequeños), no sin antes dejar al alcance del niño, que duerme en su habitación ajeno al drama, comida y la televisión encendida para que se entretenga.
Todo lo ocurrido en el poco tiempo que Francés permanece en la casa ajena, despierta en él inevitables remordimientos, como si hubiera cometido un crimen; y, a la vez, le acomete la angustia de no poder hacer nada por ayudar a Marta y quizás evitar su muerte mediante asistencia oportuna, pues las circunstancias se lo impiden. Mucho más tarde alivió su conciencia, cuando se enteró de que ningún auxilio habría podido salvarla.
Un acontecimiento que, pese a su gravedad, pudo haber terminado ahí para el protagonista, pues nadie sabía de su cita galante (al menos, nadie conocía su nombre), desencadena una serie de sucesos, a cuál más interesante, que nos llevan a conocer personajes de muy variada índole, desde una prostituta hasta al mismo rey de España. Vamos desde el cementerio hasta el despacho real; desde el hipódromo hasta la clínica londinense en donde se practican abortos; desde una esquina cualquiera en donde esperan las prostitutas a sus clientes, hasta las tiendas donde se venden artículos muy diversos. Así mismo, se recorre toda la gama de estados del espíritu humano: alegría, desesperación, desaliento, dolor, entusiasmo, amargura, culpabilidad, alivio y remordimiento.
La narración no se circunscribe a una historia única; la pericia del autor es tal, que, por ejemplo, en un diálogo, entre una pregunta y una respuesta, hay lugar para un interesante soliloquio, lo cual no quita ilación al relato, sino que lo enriquece. De paso, se tocan asuntos como, por ejemplo, el significado de las palabras banshee y burglar, y la etimología del vocablo inglés nightmare.
La muerte es una constante en la novela. Ya desde el principio, al relatar la agonía de Marta, se describe muy crudamente lo que en realidad es: el desaparecer de la persona, de lo que aprendió, de sus recuerdos y de sus objetos, que ya no tendrán valor alguno y a los que también les espera el olvido. Y la idea de todos, que, aunque sabemos que nuestro final es inevitable, pensamos que “aún no”, y nos sentimos seguros en nuestra inmovilidad, como el soldado en la trinchera o el hombre amenazado por una navaja.
Otra constante es el tiempo, que para unos puede parecer eterno, según las circunstancias, y para otros transcurre sin que se lo tome en cuenta, pues no sucede nada extraordinario, sino los cotidianos y triviales sucesos de la vida de cada uno. Así ocurre con la agonía de Marta: mientras se dan hechos ordinarios en otros lugares, abandona la vida una mujer joven, madre de un niño de tierna edad, para el cual, aunque de momento lo ignora, también su vida cambia de modo dramático y sin retorno.
De repente, en el abrazo final, el amante frustrado comprende que su compañera ocasional se está muriendo, que seguramente piensa también que “aún no, aún no”, pero, así mismo, “no puedo más, no puedo más”. Y Víctor Francés siente la muerte de Marta cuando ella deja de querer refugiarse en el cuerpo de él para “huir de lo que el suyo estaba sufriendo, una transformación inhumana y un estado de ánimo desconocido (el misterio)”.
La muerte de Marta Téllez ocurre de improviso, poco después de haber “comido y bebido, y sonreído y reído, y fumado y besado”. Víctor no sabe por qué ella está muerta y él está vivo, y en qué consisten lo uno y lo otro. Ese es el misterio de la muerte: quien hasta hace poco tiempo fue una persona viva, se convierte de pronto en “un desecho, un despojo, algo que ya no se guarda, sino que se tira (se incinera, se entierra)”. Todo pasa y se olvida; nada permanece.
Al salir de la casa ajena, Víctor se lleva la cinta en donde se graban los recados telefónicos. Allí se entera de que él no fue para Marta sino un plato de segunda mesa, puesto que su verdadero amante, Vicente Mena, no pudo ir a verla y ella tuvo que conformarse con un desconocido, Víctor.
Pasada la horrenda noche, Francés, como ya se dijo, abandona la casa ajena. Conoce a la familia Téllez y al marido de Marta, Eduardo Deán, en el sepelio de esta; es ahí un desconocido, un nadie, para todos; por frases que escucha por aquí y por allá, se entera de que la familia, a excepción del padre, Juan Téllez, sabe que Marta no estaba sola la noche de su deceso, sino que estaba con un hombre, al cual Deán quiere encontrar, y que no abandonará su propósito hasta verlo cumplido.
A fin de conocer de cerca a Juan Téllez, Víctor pide a otro negro, Ruibérriz de Torres, que lo ayude a tener algún trato con aquel. Como en algunas ocasiones Francés actúa como negro del negro Ruibérriz, este le consigue que lo suplante en la entrevista que, acompañado por Téllez, tendrá lugar en la Casa real, con el propio rey.
Lo que ocurre durante la entrevista es tan interesante, que solo ese episodio, como tantos otros de la novela, merece un artículo aparte, pues el monólogo del monarca contiene tantas reflexiones, criterios y verdades sobre el desempeño del cargo, que vale analizarlo con más detenimiento; pero no es posible hacerlo en un artículo de corta extensión. Y no solo este episodio; hay muchos otros que merecen tratamiento aparte; pero, por la razón indicada, no es posible escribir independientemente sobre cada uno de ellos: tanta es la riqueza de la obra.
Víctor, bajo la identidad de Ruibérriz, consigue el trabajo, coyuntura que le permite visitar diariamente la casa de Juan y trabar una cierta amistad con él. Este último lo invita a un almuerzo con la familia. Allí habla con Luisa, la hermana sobreviviente; un día decide seguirla en la calle, se acerca, van al departamento de él y se sincera con ella respecto a lo sucedido la noche del fallecimiento de Marta. Acuerdan que Francés se reunirá con Deán para exponerle todos los hechos.
Conviene detenerse en Juan Téllez: aunque había sido un personaje de cierta importancia (excelentísimo, por haber pertenecido a una sociedad de renombre), la vejez había llegado y, con ella, el olvido. Ya no se lo tomaba en cuenta, pero él se resistía a retirarse del escenario. Más tarde, cuando Víctor terminó el trabajo para el que Téllez lo había recomendado ante el rey, la mala suerte quitó al anciano la satisfacción de prestar un servicio a la Corona, pues el acto programado se canceló. “Era un hombre a la antigua: decía ‘marido’ y ‘cuñada’, y no esas cursilerías de ‘esposo’ y ‘hermana política”.
En el ínterin, ocurre un hecho singular: por esas coincidencias que a veces se dan, Ruibérriz confunde a una prostituta con Celia Ruiz, ex mujer de Víctor. Este recoge en una esquina a una meretriz que dice llamarse Victoria, y que, en efecto, tiene un parecido asombroso con Celia, al punto de que, en la oscuridad de la noche, el propio ex marido no puede decir con seguridad si Victoria es Celia o no lo es. Más tarde, acicateado por la curiosidad (¿o por los celos?), va a la casa de Celia, y con las llaves que aún conservaba abre las puertas y penetra en la habitación donde su ex mujer duerme con otro hombre, con el cual va a casarse. Se convence así, de que Victoria no es Celia. En este episodio podemos apreciar que, aunque un vínculo se haya roto, aunque el tiempo pase y aparentemente mande al traste una relación que ya no tiene importancia, no hay tal, pues, cuando la ocasión se presenta, regresan los recuerdos y los celos están vigentes.
Llega, al fin, el momento de hablar con Deán; este inicia la conversación con una pregunta, pues le interesa conocer si Marta murió sola y, de no ser así, cuáles fueron sus últimas palabras. Víctor satisface todas las preguntas, después de lo cual Deán se sincera respecto a lo que pasó en Londres durante las veinte horas posteriores al fallecimiento de su mujer, y culpa de lo ocurrido a Víctor (que accidentalmente se llevó de la casa ajena el papel con la señas del hotel en donde el viudo se había alojado, lo que impidió que se lo pudiera localizar a tiempo).
El hecho es que Eduardo había aprovechado su viaje a Londres para que su amante, Eva, enfermera de una clínica cercana a su casa, se sometiera a un aborto. Pero un hecho fortuito, como es la angustia que Deán sentía por el estado de Eva durante la intervención, permite que el amante descubra que no había embarazo y, menos, aborto, descubrimiento que lo hace reaccionar de la peor manera, con odio a la mujer que con esta superchería trataba de retenerlo, pues había observado que él se estaba alejando. Sube con ella a un bus, en donde, al ver que estaban solos, trata de matarla estrangulándola; sin embargo, se arrepiente y la deja; ella, aterrorizada, se baja del bus y corre; al atravesar la calle, la arrolla un taxi y la mata. Deán sigue su camino sin detenerse, sin importarle el cadáver que queda tendido en la calle. Este hombre, en definitiva, pierde dos mujeres con diferencia de pocas horas. Ninguna le importaba. A ninguna quería. Sus cinco años de matrimonio se esfumarán de su mente, así como el año de relaciones que mantuvo con Eva. No llegó a estrangular a esta última, pero sí es el causante indirecto de su muerte. El destino completó la obra iniciada por Deán.
En cuanto a Francés, después de conocer y tratar a Luisa, que era soltera, no excluye la posibilidad de llegar a ser su marido y un padre para el niño Eugenio, el tierno hijo de Marta y Eduardo.
Este libro es formidable; es de una riqueza vastísima y sobre él puede escribirse un ensayo muy extenso. El título de la obra, tomado de la película basada en la tragedia de Shakespeare, Ricardo III, interpretada por Laurence Olivier (1956), corresponde a la escena en que los fantasmas de los sacrificados a la ambición de este rey le auguran la muerte en el combate. (La batalla de Bosworth, en la que murió Ricardo III, se libró en el año de 1485).
Otra película muy mencionada a lo largo de la narración es Campanadas a medianoche, también basada en una obra de Shakespeare, versión de Orson Welles, filmada en 1966.
La lectura de esta novela nos llama a reflexionar acerca de la brevedad y fragilidad de la vida, y nos impulsa a aceptar la muerte, que no es otra cosa que un hecho natural, consecuencia de la propia vida. Vale la pena mencionar la inscripción que consta en una tumba y que Víctor observa durante el sepelio de Marta, que dice así: Cuantos hablan de mí no me conocen y al hablar me calumnian; los que me conocen callan, y al callar no me defienden; así, todos me maldicen hasta que me encuentran, mas al encontrarme descansan, y a mí me salvan, aunque yo nunca descanso. La que habla es, nada más y nada menos, que la propia Muerte.
Javier Marías nos entrega una obra bella, profunda, de corte filosófico, que satisface al lector más exigente. Aunque fue escrita hace veintidós años, el tema tratado, y las disquisiciones y reflexiones que contiene no pierden valor por el transcurso del tiempo; al contrario, siempre estarán vigentes para el que quiera profundizar en estas cuestiones.
Fina Crespo
Febrero de 2016