No en vano esta novela ha sido galardonada con el premio Pulitzer, presea muy merecida por la autora, que también recibió la Medalla Presidencial de la Libertad. Además, los bibliotecarios de los Estados Unidos nombraron a esta obra, la mejor novela del siglo XX.
Ambientada en los años treinta, en Alabama, estado de la Unión donde nació la autora, la obra es un fiel trasunto de un lugar y una época en que el racismo, con su secuela de odio y perversidad, se había apoderado de la población blanca del Sur; tales personas estaban convencidas de pertenecer a una raza superior, y por ello consideraban que los negros eran de raza inferior. A tal punto llegaba el orgullo de formar parte de una casta superior, que “algunos miembros de la familia hallaban un motivo de vergüenza en que no hubiera constancia de que ninguno de sus antepasados hubiera luchado en la batalla de Hastings” (1066).
Son varios los personajes que compiten por los primeros puestos de la novela. Indudablemente, ello le corresponde a Atticus Finch, abogado ya entrado en años, padre de los niños Jean Louise y Jeremy Atticus (Scout y Jem, respectivamente), hombre íntegro y excelente padre (aunque, en una época en que los niños se criaban en hogares muy rígidos, era señalado como un padre que no había educado bien a sus hijos). Este hombre, notable por sus méritos, amaba la justicia y la rectitud, y no compartía el prejuicio de sus conciudadanos respecto a las personas de color.
Los hijos de Atticus, ya mencionados, son personajes muy importantes de la obra, especialmente Scout, la narradora, niña precoz y muy inteligente. Es un hecho que su personalidad debe mucho a la de la propia autora.
Arthur (Boo) Radley, que fugazmente aparece en el primer capítulo como un joven díscolo a quien su padre encerró para siempre en la casa (reclusión que continuó a la muerte de este, por obra de un hermano del joven), y a quien la leyenda que circulaba en el pueblo lo consideraba un fantasma, no vuelve a mostrarse sino al final; pero su presencia, que Scout, Jem y su amigo Dill magnifican, se siente a lo largo de toda la obra, pues, desde el silencio y enclaustramiento a que lo condenaron su padre y su hermano, se hace notar mediante pequeñas acciones con las que “habla” de su existencia y demuestra que no es un fantasma, sino un ser humano de carne y hueso.
Calpurnia, la empleada de la casa de Atticus Finch, es una mujer honrada, de acendrados principios morales, que cuida de los niños, los educa lo mejor que puede, y se siente orgullosa cuando los lleva a su iglesia y los muestra bien vestidos y educados.
Tom Robinson, el joven negro acusado de violar y golpear salvajemente a una joven blanca, es la víctima del racismo, del odio y de la injusticia con que un sistema cruel e insensible trata a los despreciados por la sociedad, que no tienen voz ni voto en el convivir cotidiano, pues están predestinados a ser inferiores y a soportar todas las vejaciones que los de “raza superior” quieran infligirles, ya que por naturaleza son malvados, según el criterio de los racistas.
Robert E. Lee Ewell, hombre ruin, padre de la supuesta violada, es un personaje detestable, prevalido de su color de piel, que miente en la corte y que procura la perdición de Robinson.
Todos los demás personajes, como la señora Dubose, la señora Atkinson, la tía Alexandra, el reverendo Skyes y tantos más, son, igualmente, muy interesantes. La mayor parte de los blancos están imbuidos de la idea de que son superiores a los negros; estos últimos se resignan a su suerte; pero algunos blancos comienzan a pensar de otra manera; y, aunque la época en que se desarrolla la acción todavía está lejos de las conquistas que décadas más tarde se habrían de lograr, ya se atisba alguna esperanza para la gente negra. Algo que llama la atención es el hecho de que personas que practican un cristianismo fundamentalista puedan odiar tan profundamente al prójimo y cerrar sus ojos a la justicia.
Después de una estupenda descripción de los lugares, la gente y su forma de vivir, los niños y sus juegos, y muchos detalles más, llegamos a la parte medular de la novela: el juicio contra Tom Robinson, supuesto violador de Mayella Ewell. Es aquí donde se destaca la personalidad de Atticus Finch, quien, designado abogado de oficio para defender al acusado, se propone defenderlo en serio y no solamente representar el papel de defensor, actitud esta que los blancos esperaban; al no cumplirse sus expectativas, se enfurecen con Finch. Este hombre, íntegro, recto y justo, demuestra su valor y probidad, al sostener con firmeza sus principios, tanto en las palabras que pronuncia durante el juicio, como en el hecho de custodiar la celda de Robinson, a fin de ponerlo a salvo de quienes lo quieren linchar.
Pese a la magnífica defensa que Atticus lleva a efecto, no consigue que se reconozca la inocencia de Robinson. Un jurado conformado por blancos jamás la habría admitido. Atticus sabía muy bien contra quiénes luchaba. Ya una vez, hablando con su hijo, le había dicho que la valentía no consiste en un hombre con un arma en la mano. “Eres valiente cuando de antemano sabes que estás vencido, y de todos modos emprendes el camino y sigues adelante, pase lo que pase. Difícilmente ganas, pero alguna vez sí lo consigues”. Y también dijo: “En nuestros tribunales, cuando es la palabra de un blanco contra la de un negro, el blanco siempre gana”.
Perdido el juicio en primera instancia, Atticus no se desespera. Le dice a Tom que hará todo cuanto esté a su alcance para liberarlo de la cárcel y limpiar su nombre. Pero los hechos se presentan de otra manera: desmoralizado por el resultado del juicio, Tom, que había sido trasladado a otra cárcel, trata de fugarse, como único medio de evadir una segura condena a muerte en la silla eléctrica. Cuando intentaba pasar la valla, cayó abatido por los certeros balazos (demasiados, para que no quedara vivo) de los guardias.
Aunque este desenlace de la vida de Tom debía de haber apaciguado el odio, no fue así para Robert Ewell, que había amenazado a Finch con vengarse. La oportunidad se le presentó la noche en que, después de una velada en la escuela, los hijos de Atticus regresaban a casa por un camino muy oscuro. Ewell los atacó; su intención era matarlos, a fin de castigar a Finch por haber defendido a Tom. Pero de las sombras surgió un hombre, que acuchilló a Ewell y lo mató. Ese hombre no era otro que Boo Radley. Había demostrado así su cariño a los hijos de Atticus y los salvó de una muerte segura. Heck Tate, el sheriff del condado, que sabía cómo había ocurrido todo, dictaminó que Ewell había caído sobre su propia arma, con lo cual se dio muerte a sí mismo. Frente a los escrúpulos de Atticus, simplemente dio su dictamen y no admitió réplica.
Un día, Atticus dijo a Jem: “Dispara a todos los grajos que quieras, si puedes acertarles, pero recuerda que es pecado matar a un ruiseñor”. Cuando el sheriff dijo su última palabra, Atticus preguntó a Scout si había entendido la actitud de la autoridad. La niña replicó: “Sí, señor, la entiendo. El señor Tate tiene razón”. Al preguntarle su padre qué quería decir, Scout respondió: “Bueno, sería algo así como matar a un ruiseñor, ¿no es cierto?” Atticus se acercó a Boo Radley y le dijo: “Gracias por mis hijos, Arthur”.
Matar a un ruiseñor es una novela que tiene de todo: es costumbrista, de intriga y suspenso, y tiene un fino sentido del humor; esto último no impide el dramático asunto de Tom Robinson, la formidable defensa de Finch y el trágico desenlace. La vida de Robinson, un padre de familia de apenas veinticinco años, se malogró por la acción de una sociedad persuadida de su “natural” superioridad, que practicaba un cristianismo que no era tal, pues, pese a la doctrina que hipócritamente decían practicar, odiaban al prójimo, a los negros, y les negaban su humanidad. La muerte de Tom no significaba nada: otro negro muerto ni siquiera se notaba, al igual que, dolorosamente, ocurre en la actualidad, cuando no se encuentra base legal para procesar al policía que liquida a un afroamericano. Cuánta razón tiene Scout al asombrarse de que la profesora, señorita Gates, odia a Hitler y, sin embargo, dice que “ya era hora de que alguien les enseñara una lección” (a los negros). La niña se pregunta: “¿Cómo se puede odiar tanto a Hitler y después tratar tan mal a personas dentro de su propio país?” Los niños de Atticus aprendieron en la infancia lo que quizá lleva toda una vida aprender.
Esta hermosa novela, extraordinaria en muchos aspectos, ha sido aclamada en todo el mundo y traducida a más de cuarenta idiomas. Se filmó una película del mismo nombre, en 1961, que contó con la actuación del inolvidable Gregory Peck, que mereció un Oscar por su trabajo. Además, la película en sí ganó dos Oscar más.
Con esta nueva edición de la novela, en español, se nos ha dado la oportunidad de leerla otra vez y de apreciarla en todo lo que vale. De fácil lectura, es posible terminarla en un solo día. Se la puede recomendar con toda seguridad, pues, aunque ha transcurrido más de medio siglo de haber sido publicada, trata de un tema importantísimo y, quién creyera, de total actualidad: el odio al otro, al diferente, convenientemente difamado por todos los medios posibles, bien de modo solapado, o bien explícitamente.
Con cuánta facilidad olvidamos que, en lo que respecta a nosotros, solo existe una raza, que es la humana, hecho científicamente comprobado. Como prueba de ello, ahí está el ADN, que todos compartimos. Todos, pues, somos hermanos, pese a quien le pese.
En la época en que está ambientada la novela, habían transcurrido casi tres generaciones desde la manumisión de los esclavos; y, pese a ello, no se había extinguido aún el mito del blanco superior, ni el del negro que equivalía a las tres quintas partes de una persona normal, según lo que afirmó, en su día, un prohombre de los Estados Unidos. Después de asistir a la película El nacimiento de una nación, el entonces presidente, Woodrow Wilson, aplaudió de pie y exclamó: ¡Por fin ha nacido a la vida un gran Ku Klux Klan! Ahora, ciento cincuenta años después de terminada la guerra de Secesión, todavía un candidato a la presidencia de ese país mantiene criterios semejantes contra todos los que no tienen la “pureza” de su sangre.
¿Cuándo seremos capaces de reconocernos en el otro, de aceptar las diferencias de cultura, de credo, de costumbres? ¿Cuándo entenderemos que, intrínsecamente, no somos distintos, pues, si nos levantan la piel, somos lo mismo: cerebro, músculos, huesos, sangre? ¿Cuándo…?
Fina Crespo
Enero de 2016