MI MÁQUINA DE ESCRIBIR

MiMaquinaDeEscribirEstoy sentada frente a la computadora, maravilla de la tecnología actual, en la que escribir se convierte en una tarea sumamente sencilla, ya sea por la suavidad de su teclado, ya porque cometer un error es muy fácil corregirlo, ya porque en ella misma podemos archivar un documento, ya porque no necesitamos papel ni tinta, y porque, para remitir ese mismo documento a su destinatario, no requerimos ni siquiera de oficina de correos.

Todo ha cambiado: el avance tecnológico permite efectuar tareas complejas en muy breve tiempo, lo cual antaño era impensable. Muchos objetos que fueron indispensables en su época han caído en desuso, por haberse vuelto obsoletos. Entre ellos está uno que antiguamente era imprescindible en toda oficina, desde la más sofisticada hasta la más humilde: la máquina de escribir. Sus orígenes se remontan al siglo XIX, y en el XX alcanzó su máximo esplendor. Desde las Underwood y Remington de los años cuarenta y cincuenta, que eran la última palabra por su elegancia y suavidad, hasta las Olivetti y otras marcas menos conocidas, todas ellas eran las reinas de las oficinas, sin cuyo concurso no era posible desarrollar el trabajo cotidiano. Las Remington, negras, sobrias, eran de una suavidad extraordinaria; sobre su teclado, que movía tipos élite o pica, los dedos se deslizaban a toda velocidad, alegremente, con entusiasmo, a sabiendas de que se estaban elaborando documentos que parecían importantes. Pasaron los años, las décadas, y todos esos papeles perdieron su importancia; quizá los más necesarios pasaron al microfilme, con lo que también el original, “el precioso original”, desapareció, sin que ese hecho tuviera ninguna repercusión.

Llegó la época de la máquina de escribir eléctrica, allá, cuando daba mis primeros pasos en el mundo laboral. Cuando me inicié en mi segundo trabajo, el que habría de conservar por muchos años hasta la jubilación, me asignaron una máquina de escribir marca ADLER, preciosa, de un tipo de escritura muy hermoso, de color habano clarísimo, fuerte, resistente y durable. En ese entonces era la octava maravilla.

Hoy, frente a la computadora en que escribo estas líneas, he recordado a mi bella máquina de escribir. No era propia; no la compré; no pagué un centavo por ella; pero era mía, porque la utilicé en exclusiva. Al llegar todas las mañanas a la oficina, la primera tarea era quitarle el forro a mi máquina de escribir: allí estaba siempre, esperándome, para juntas emprender y cumplir la cotidiana labor. ¡Oh!, el teclado eléctrico. No se podía seguir el movimiento de los dedos, dada la velocidad a la que pulsaban las teclas, lo cual producía un sonido uniforme, que no por ser en cierto modo monótono dejaba de ser estimulante: el sonido del trabajo; el que, con su herramienta, produce la persona que forma parte del inmenso mundo laboral, de los que hacen las cosas, de los que crean; en fin, la sinfonía de la vida.

Mi maravillosa máquina de escribir fue el instrumento que me ayudó a ganarme la vida y  que me impulsó, al escribir y escribir diariamente, a mirar horizontes mejores y alcanzarlos; a ver que las posibilidades no se circunscribían a mecanografiar correctamente documentos ajenos, sino que, principalmente, se concretaban en la producción personal, en la creada por el propio intelecto, que nos lleva a lanzarnos al país de la creatividad y alcanzar cotas, quizá modestas, pero privativas de cada cual.

Mi querida máquina de escribir, silenciosa hasta que cobraba vida al contacto con mis manos, me acompañó durante las largas noches en que tenía que trabajar en tareas que no eran de la oficina, sino ajenas a ella, con las cuales podía ganar algo más para el diario sustento, cuando la paga mensual no alcanzaba para cubrir todas las necesidades.

Mi bella máquina de escribir fue mi compañera inseparable durante muchos años. Cuando la utilicé por última vez y dejé para siempre mi trabajo, cómo me habría gustado poder llevármela conmigo, como un recuerdo de la vida que dejaba atrás. No era posible hacerlo, y ahí quedó, silenciosa como siempre, quizás a la espera de que otras manos, con su contacto, le dieran vida. Pero ese momento no llegó: había empezado una nueva era, la de la computadora, que desplazó por inútiles esas viejas herramientas que en su día fueron tan apetecidas.

¿A qué oscuro desván la habrán relegado, con  qué hierros viejos la habrán arrumado, en qué habrá terminado su ya inútil vida? ¿Subsistirá tal vez en alguna buhardilla, condenada a la oxidación y al olvido? ¿Qué será de ella?

Sí, llegó otra era, que relegó a la máquina de escribir al cuarto de los trastos viejos. Pero ella no siente; no sabe que ya no sirve, que sus días de utilidad terminaron, que no es sino un despojo de una época y de un mundo desaparecidos. También yo he envejecido; también pertenezco a ese mundo que quedó en el pasado; como decía José Larralde en una de sus bellas canciones: Yo fui también / cardo y gramilla / de las orillas / del tiempo aquel; también formo parte del grupo de personas que ya no tenemos injerencia en los asuntos de actualidad.

Ha pasado mucho tiempo, casi tres décadas, desde que vi por última vez a mi máquina de escribir. Hoy la recuerdo con cariño y sé muy bien (aunque ello no me perturba) que en algún momento futuro, más tarde o más temprano, su recuerdo se extinguirá con mi propia vida.

 

Fina Crespo
Febrero de 2016

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