NOS VEMOS ALLÁ ARRIBA

Nos vemos allá arriba_150x230Pierre Lemaitre, 2013

 

Nos encontramos frente a una obra de vasto alcance, ambientada al final de la Gran Guerra, en la cual perecieron millones de soldados, cuando aún la vida les sonreía, en plena juventud y sin tener una idea clara de las razones por las cuales combatían. Les hablaban de “fidelidad, lealtad, sentido del deber y chorradas por el estilo”, según expresión del autor, y a cambio se les exigía nada menos que su vida.

A lo largo de las vicisitudes de tres sobrevivientes, nos adentramos en un mundo de horror, no solo en lo que respecta a los hechos bélicos, sino a las consecuencias de estos una vez terminado el conflicto… ¿Terminado para los excombatientes? Nada de eso. Comienza entonces el drama de los sobrevivientes de la gran carnicería, desmovilizados, sin trabajo, sin dinero y agobiados por los traumas que la durísima experiencia vivida les dejó como secuela, pues habían visto la guerra, no a través de las noticias de prensa, sino cara a cara, en el propio campo de batalla.

Estos tres sobrevivientes son: el teniente Henri d’Aulnay-Pradelle, hombre sin escrúpulos que pasa por héroe de guerra, pero al que solamente le interesan su ascenso, las medallas y el dinero, pues se trata de un aristócrata venido a menos, que quiere recuperar para su familia el esplendor pasado; Édouard Péricourt, joven de familia rica, hijo del multimillonario Marcel Péricourt, inclinado al arte (para el cual tiene muy buenas aptitudes), de sexualidad equívoca, a quien su padre rechaza precisamente por esa circunstancia; y Albert Maillard, joven apocado, lleno de dudas e indecisiones, pero con un gran sentido del honor, del honor bien entendido, y de la gratitud.

Pradelle, pensando en sus galones y fortuna, ordena un inconsulto y repentino asalto a la cota  113, hecho que le permite, además de dar rienda suelta al enfermizo odio que profesa a  los alemanes, aprovechar la oportunidad de representar el papel de héroe, cuando ya la contienda llegaba a su fin y quedaban pocas ocasiones para lograr ese objetivo. Para protegerse de posibles inconvenientes en el futuro (que irían en su contra), elimina los cadáveres de quienes, en cumplimiento de sus órdenes y asesinados por la espalda por el propio Pradelle, perecieron antes del reconocimiento del lugar; al ver que Maillard se da cuenta de lo ocurrido, provoca su muerte; no obstante, cuando para este último parecía todo perdido y su fin era inminente, interviene Édouard y lo salva; pero esa acción deviene en perjuicio de este último, que recibe una descarga de metralla, a consecuencia de lo cual su rostro queda mutilado, horriblemente desfigurado, sin mandíbula inferior y sin lengua.

Al finalizar la guerra, los sobrevivientes deben regresar al hogar. Pero Édouard no quiere volver a su casa ni ver a su padre, como tampoco a su hermana, Madeleine. Se niega a que le implanten un injerto para en algo reconstruir el rostro deformado. Con la complicidad de Albert, que se ha convertido en su sombra, y que lo cuida y protege en todo momento, toma los documentos de un soldado muerto que no tiene familiares que lo reclamen, adopta su nombre y lo suplanta. Por su parte, Albert también toma los documentos de otro soldado muerto, lo cual le servirá más adelante.

Aparte de los nombrados y entre los tantos personajes que desfilan por la obra, se destaca Marcel Péricourt, hombre multimillonario, para quien no existe en la vida nada mejor que hacer dinero e incrementar su fabulosa fortuna. Cuando se entera de la muerte de su hijo (hecho falso), siente su corazón por primera vez. Llora amargamente, pues, ¿de qué sirven la fortuna, los negocios, las empresas, si comprende que nunca fue un buen padre, y que frente a la partida de su hijo nada valen los éxitos de este mundo?

Un personaje ejemplar es Joseph Merlin, el funcionario correcto, que no se deja sobornar por una cantidad que haría vacilar al más honrado. Cumple con su deber, pese a que nunca ha recibido el reconocimiento de sus superiores a su labor. Además, es el único que, al cavilar acerca de tantos combatientes muertos en plena juventud, se siente apenado por ello y afectado por la tragedia que la guerra representa, cuando tantos otros solo ven que “una época de crisis favorece por definición a las grandes fortunas”.

Un personaje entrañable es Louise, la niña de once años que traba amistad con Édouard; tiene una inteligencia muy aguda y, pese a su corta edad, manifiesta una lealtad a toda prueba.

Todos los demás personajes se hallan perfectamente descritos: algunos, francamente abyectos; otros, valientes y resignados, como el mutilado que se gana la vida arrastrando un carretón.

La acción se desarrolla sin tregua, pues las aventuras se suceden sin descanso y llevan al lector de un sobresalto a otro. En cada una de ellas, se puede apreciar la destreza del narrador, pues, conjuntamente con la descripción de los hechos, tiene lugar un verdadero análisis de la guerra y sus consecuencias. La verdad es que una cosa es mirarla en los periódicos, desde las noticias: tantas bajas, tantos desaparecidos, tantos pueblos destrozados, tantos civiles muertos, tantas batallas ganadas y perdidas; números fríos, que nada dicen del ser humano que expone (y en muchos casos pierde) su vida. Qué fácil es decir, por ejemplo, que la batalla de Verdún duró diez meses y costó 300.000 muertos. Otra, muy diferente, es mirarla con los ojos de los combatientes: todos los horrores, la muerte de los camaradas, las mutilaciones, el barro, el miedo, la desesperación; y el atroz dilema: por un lado, por el poderoso instinto de conservación, el afán de evadirse, de salvar la vida; por otro, enfrentar el pelotón de fusilamiento por deserción o por abandono del puesto.

La crueldad de la guerra es infinita: es el más espantoso azote que puede caer sobre la humanidad. En palabras del autor, “En el fondo, una guerra mundial no es más que un intento de asesinato generalizado en un continente”. Creo que no solo es un intento: es un asesinato. Y todo, para satisfacer la codicia de los que ganan inmensas fortunas a costa del sufrimiento y muerte de innumerables seres humanos; y, cómo no, el afán de lucirse como grandes estrategas, quienes “pelean” la guerra desde sus escritorios, sin exponerse para nada. Los muertos sirven para efectuar negocios fraudulentos, obtener ingentes ganancias y acumular inmensas cantidades de dinero. Los caídos, pues, no son personas: son piezas que producen magníficas utilidades.

La obra enfoca diversos temas. Uno de ellos, muy de tomar en cuenta por cierto, es la situación de los excombatientes. Han sobrevivido a la guerra, sí; pero, luego de la desmovilización, les esperan el olvido y la miseria. Las grandilocuentes declaraciones, como “la emocionada gratitud de una Francia reconocida”, no eran sino palabras vacías destinadas a los artículos periodísticos y al gran público, pero no correspondían a la realidad. La dura verdad era que, antes de la desmovilización, los hacinaban en barracones donde escaseaban la comida y la más mínima comodidad; y, una vez en sus lugares de origen, se encontraron sin trabajo, mutilados muchos de ellos y sin la pensión que el Estado les debía. Como bien dice el narrador: “El país era presa de un frenesí conmemorativo en honor de los muertos, directamente proporcional a su aversión por los sobrevivientes”.

Aparte de estos temas tan importantes, tangencialmente se tratan asuntos como la situación de las mujeres en esa época (reciente, porque para un período histórico, un siglo no es mucho tiempo): “…en esa época las mujeres sufrían mucho desprecio”. Y el racismo, que lo vemos en el siguiente párrafo: “…las exhumaciones habían sido rápidas, pues nadie insistía mucho. Por delicadeza, se había encomendado esa tarea a los trabajadores franceses, ya que, sabe Dios por qué, a algunas familias les repugnaba que los senegaleses desenterraran a sus muertos: ¿tan poco digna era la tarea de exhumar a los caídos, para encargarla a unos africanos?” Asimismo, el deplorable desempeño de la burocracia: el deficiente trabajo de los ministerios y de la administración pública en general.Por último, la situación del personal de servicio, cuyos miembros eran tratados como seres inferiores, al punto de que no estaban autorizados para tomar el ascensor: tenían que subir y bajar por las escaleras.

El estilo de la obra es estupendo: abundan las frases felices, las metáforas, los símiles, las reflexiones filosóficas; y, a pesar de tratarse de un tema difícil y trágico, un finísimo humor se encuentra por doquier.

La trama está muy bien articulada; después de un sinfín de aventuras y circunstancias a cuál más sorprendentes (que incluyen la fenomenal estafa de Édouard y Albert, así como los negocios turbios de Pradelle), todos los personajes hallan su destino.

El título del libro, “Nos vemos allá arriba”, corresponde a las últimas palabras escritas a su esposa por Jean Blanchard, fusilado el 4 de diciembre de 1914 por abandono de la posición, y rehabilitado el 29 de enero de 1921. Demasiado tarde. Un “error” sin importancia, que cuesta nada menos que la vida de un ser humano, arrebatada injustamente.

Lemaitre reconoce haber tomado “cosas prestadas aquí y allá de diversos autores”, cuyos nombres anota escrupulosamente y   que corresponden a destacadas personalidades del mundo literario, y pide “que consideren estos préstamos como otros tantos homenajes”. En todo caso, lo ha hecho de tal manera, que el resultado es un relato apasionante, que cautiva al lector, lo incita a reflexionar y lo deja completamente satisfecho.  Muy merecidos me parecen, tanto el premio Goncourt, como varios otros  que se le han  otorgado.

Fina Crespo
Abril de 2015

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