PADRE

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Allá, cuando comenzaba la vida, tuvimos la dicha de ver a nuestro lado, en todo momento, una figura esp
ecialísima, que imponía respeto y obediencia, pero que a esa imagen de fortaleza y virilidad aunaba el amor y la ternura, y prodigaba sabias enseñanzas y consejos que habrían de acompañarnos y guiarnos durante toda nuestra existencia.

El padre es el hombre que sacrifica su comodidad, y muchas veces hace a un lado sus propias aspiraciones; lo da todo por su familia, por el bienestar y educación de sus hijos, y les enseña el camino de la rectitud y del honor.

Muchos hemos tenido la suerte de que ese hombre fuera nuestro padre biológico; pero muchos otros, a quienes el destino se lo arrebató, por una razón o por otra, tuvieron no menor suerte al encontrar quien los amparase y cumpliera con ellos la sacrificada labor de padre como si fuese su progenitor, aunque no hubiera lazos de sangre entre unos y otros. Porque ser padre no es solamente engendrar: es dedicar al hijo un gran amor, con todo lo que ello significa: el trabajo y el fruto de ese trabajo; ayuda en sus problemas, de la índole que fueran; tiempo, sobre todo, especialmente cuando todavía es niño o adolescente, y energía y ternura; y, a la vez, debe darle normas de vida, de modo que cuente con una guía fiable que lo apoye a lo largo del camino que habrá de recorrer.

Si hacemos un esfuerzo con nuestra memoria y retrocedemos a nuestros primeros años, recordaremos cuánto nos asombraba el hecho de que papá lo sabía todo; no había pregunta que le hiciéramos, que no encontrara la respuesta acertada. Más tarde, cuando ya llevábamos recorrido un buen trecho de nuestro camino, pudimos apreciar cuánto había que vivir para saber tanto, y que ese saber (la verdadera sabiduría de la vida) se adquiría a fuerza de experiencia, de lucha y de trabajo. Todo eso ya lo había pasado nuestro padre; y solo, al ser ya adultos, pudimos entenderlo.

Por todo ello, los padres son merecedores de todo el respeto, amor y consideración de parte de sus hijos.

El Eclesiástico nos dice lo siguiente acerca de la piedad filial:
“Honra a tu padre con obras y con palabras y con toda paciencia. Para que venga sobre ti su bendición, la cual te acompañe hasta el fin.” (Eclo. 3, 9-10).

“Hijo, alivia la vejez de tu padre, y no le des pesadumbres en su vida. Y si llegase a volverse como un niño, compadécele y jamás lo desprecies por tener tú más vigor que él, porque los beneficios hechos a un padre no quedarán en el olvido.” (Eclo. 6, 14-15).
Con seguridad, todos nosotros, con la debida oportunidad, cumplimos con el deber de amar y respetar a nuestro padre, cuyo recuerdo y sabias lecciones perdurarán en nuestra mente hasta el final de la vida.

Ustedes, amigos, los varones del grupo, son ya esos padres sabios, los que cumplieron a cabalidad las sagradas obligaciones de la paternidad, y con justicia, ahora, en esta amigable reunión, se les rinde un merecido homenaje, que no es sino una pequeña prolongación del que seguramente recibieron de sus hijos en la fecha precisa.
Les deseo, de corazón, luengos años de vida, durante los cuales tengan siempre el amor y el respeto de sus hijos.

Fina Crespo
Junio de 2016

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