Una casa sin libros es una casa sin dignidad.- Edmundo de Amicis
Es la mañana de un día cualquiera del año 3500 a.C., en la ciudad de Uruk, Sumer, región de Mesopotamia. Un hombre sale de su casa y se dirige apresuradamente hacia el templo, el nervio de la ciudad, el centro de toda clase de actividades. Tiene una importante tarea que realizar, ya que es grabador de tablillas de barro, en las que imprime, en caracteres cuneiformes, una buena cantidad de textos de diversa índole. Es ya una escritura avanzada, pues los caracteres iniciales, que se remontan a una época tan lejana como el año 8500 a.C., contenían símbolos numéricos y dibujos muy esquematizados. Solamente después de muchos avances, se llegó a los fonogramas, esto es, a dar sonido concreto a un determinado signo y construir así un eficiente sistema de escritura.
Para llegar a la posición que ocupa, el grabador debió cursar la primaria y la secundaria (pues, sí, Uruk contaba con escuelas que impartían clases que garantizaban una excelente enseñanza), y estudiar con ahínco hasta llegar a dominar la infinidad de signos que en un principio tenía la escritura sumeria, antes de reducirlos a una cantidad razonable, a medida que se la perfeccionaba.
Conocemos el nombre de uno de estos escribas: DUDU, inmortalizado en piedra gris, en una pequeña escultura de cuarenta y cinco centímetros, hecha hacia el año 2500 a.C., que se conservaba en el museo de Bagdad (con todas las tragedias sufridas por ese país, una de las cuales fue el saqueo de los tesoros que atestiguaban el nacimiento de la historia, no conozco si continúa en el museo o desapareció).
Al terminar la tarde, el escriba retorna a su hogar, satisfecho de haber cumplido su tarea. ¿Piensa en la enorme trascendencia que en los siglos y milenios futuros tendrá su labor? ¿Tiene idea de que, cinco mil años más tarde, sus tablillas serán descubiertas por hombres que se llamarán arqueólogos? ¿Imagina, acaso, que esa escritura se difundirá por el mundo, que sus letras tomarán muy diversas formas y que se escribirán con herramientas muy distintas de las que él usa? Seguramente, no.
La clave que permitió descifrar la escritura cuneiforme fue la Roca de Behistún, situada en la ruta de caravanas entre Bagdad y Teherán. Allí se halla un texto escrito en tres idiomas: persa antiguo, elamita y acadio, en el que se menciona al rey Darío I. Lo leyó definitivamente el orientalista y sabio inglés, Henry Rawlinson, en 1851.
Una vez perfeccionada la escritura, se convirtió en la herramienta básica de la civilización, que permitió a la humanidad avanzar sin pausa hacia estadios cada vez más altos, y abrió las puertas a infinitas posibilidades, antes nunca sospechadas. Desde entonces no fue sino cuestión de tiempo llegar a la literatura, la filosofía, la ciencia… Lo que hasta ese punto había servido para llevar anotaciones sobre producción y comercio, pasó a ser el medio de difusión del pensamiento. Había nacido el escritor. Y así, tenemos las primeras obras sumerias, referentes a sus dioses y a sus héroes. En lo sucesivo, el hombre podría comunicarse con sus semejantes, sin importar el tiempo y la distancia, y conservar ese pensamiento para las generaciones futuras, por sobre siglos y milenios.
De su lugar de origen, la escritura se difundió por todo lo que hoy llamamos el Oriente Medio, con lo que más y más pueblos aprendieron a escribir. Grecia creó su alfabeto y desarrolló una cultura excepcional; el pensamiento griego es hasta hoy una guía para la humanidad, pues Roma lo heredó y lo transmitió al mundo entero. Los árabes, asimismo, impulsaron la ciencia y alcanzaron cotas muy altas; su saber se irradió a Europa, por medio de Al-Ándalus. A ellos les debemos las primeras traducciones de autores griegos, entre ellos, por ejemplo, Aristóteles.
Y, concomitantemente con la escritura, nace el lector, ese personaje adherido a los libros, que no puede vivir sin ellos, que siente inmensa avidez por devorarlos y que escoge los temas de acuerdo con sus gustos y preferencias.
¿Hay, entre los múltiples placeres espirituales, alguno que supere a la lectura? Lo dudo. Qué satisfacción tan grande se siente al tomar el libro en nuestras manos, abrirlo e iniciar su lectura. ¿Qué de secretos ocultará? ¿Qué novedades traerá? ¿Qué nuevos conocimientos implantará en nuestro cerebro? ¿Qué sucesos históricos, avances científicos y acontecimientos de nuestro mundo nos contará? La expectativa es enorme; así pues, devoraremos una página tras otra y nos concentraremos intensamente en nuestra tarea. Pasado algún tiempo, luego de haber degustado otras lecturas, volveremos a leer los libros que más nos agradaron, lo cual nos permitirá renovar el placer original.
En su excelente libro El cerebro lector, cuya lectura recomiendo, Stanislas Dehaene nos dice:
El procesamiento de la palabra escrita comienza en nuestros ojos. Solo el centro de la retina, que se conoce como fóvea, tiene una resolución lo suficientemente precisa como para permitir el reconocimiento de las pequeñas letras. Nuestra mirada, entonces, debe moverse por la página constantemente. Cada vez que nuestros ojos se detienen, reconocemos una o dos palabras. Cada una de ellas es dividida, entonces, por las neuronas de la retina en una miríada de fragmentos, y debe volver a unirse antes de que pueda ser reconocida. Nuestro sistema visual extrae progresivamente grafemas, sílabas, prefijos, sufijos y raíces de las palabras. Finalmente, dos rutas importantes de procesamiento entran en juego en paralelo: la ruta fonológica, que convierte las letras en sonidos del habla, y la ruta léxica, que da acceso a un diccionario mental de significados de las palabras.
Y se pregunta: ¿Cómo hizo el primate humano, con un genoma sin modificaciones, para convertirse en un ratón de biblioteca? (…) El cerebro humano nunca evolucionó para la lectura. La evolución es ciega. (…) La única evolución fue cultural: la lectura en sí misma evolucionó de manera paulatina hacia una forma adaptada a nuestros circuitos cerebrales. Luego de siglos de prueba y error, los sistemas de escritura en todo el mundo convergieron en soluciones similares. Todos utilizan un conjunto de formas que son lo suficientemente simples como para almacenarse en nuestro sistema visual ventral, y están conectadas con nuestras áreas del lenguaje. La evolución cultural adaptó nuestros sistemas de escritura tan bien, que hoy en día les lleva solo unos pocos años invadir los circuitos neuronales del lector inicial. Presenté la idea de “reciclaje neuronal” para describir la invasión parcial o total que la escritura hace de áreas corticales que originalmente estaban consagradas a una función diferente.El cerebro que aprendió a leer, jamás vuelve a ser el mismo. Y el cerebro que lee asiduamente adquiere destrezas de las que carece el que no lee. Y el beneficio es aún mayor cuando la lectura se efectúa en voz alta.
La lectura nos da acceso, no solo a nuestro planeta y a todo lo que en él ocurre en la actualidad, sea cual sea la materia que nos interese, sino que nos permite conocer sucesos ocurridos hace poco o mucho tiempo y adentrarnos en el conocimiento que mentes privilegiadas han puesto a nuestra disposición; nos beneficiamos así del trabajo y el saber de estos seres maravillosos; podemos “escuchar” a personajes de otras épocas y “conversar” con ellos; es más, tenemos todo el universo a nuestro alcance. Ya lo dijo Francisco de Quevedo (citado por Dehaene en su libro): “Retirado en la paz de estos desiertos, / con pocos, pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos. En fin, no hay manera de describir con exactitud lo que el espíritu siente al leer.
El autor ya mencionado nos dice: De los numerosos tesoros culturales, la lectura es, por mucho, la gema más preciosa: encarna un segundo sistema de herencia que tenemos el deber de transmitir a las generaciones que siguen.
Y, finalmente, cita a Jacques Amyot (1513-1593): La lectura, que complace y beneficia, que al mismo tiempo deleita e instruye, tiene todo lo que uno podría desear.
¿Y qué nos dijo el gran Borges? He aquí: Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído.
La lectura, ese refinado deleite que con la escritura nos legaron los sumerios, está al alcance de todos. No tenemos sino que dar el primer paso, leer la primera línea, y la magia se desplegará ante nuestros ojos.
Fina Crespo
Septiembre de 2016