La historia negra de la Inquisición (ese baldón sempiterno del cristianismo) se inicia en la Edad Media, al comienzo del segundo milenio de n.e. Durante los siglos XI y XII, se intensificó la actividad de los cátaros y albigenses, que proclamaban doctrinas altamente influenciadas por el maniqueísmo. La Iglesia había existido ya el suficiente tiempo como para tener sus propios herejes y comenzar las luchas intestinas, que habrían de culminar, siglos más tarde, en la Contrarreforma, derivada del concilio tridentino (1545-1563).
Los príncipes cristianos y el pueblo reaccionaron violentamente contra cátaros y albigenses, quienes propugnaban volver a los inicios del cristianismo, esto es, a la vida sencilla y en pobreza. Se desató una violencia extrema, al punto de aplicar la pena de muerte por el fuego contra los herejes, pena dictada por algunos príncipes cristianos: así, el conde Raimundo V de Tolosa (1148-1194); Pedro II de Aragón, en 1197; Luis VIII y Luis IX de Francia, en 1226 y 1228.
Durante algún tiempo, los papas consiguieron frenar la furia popular; pero Alejandro III, en el III concilio ecuménico de Letrán (1179), y Lucio III, en el gran sínodo de Verona (1184), que se celebró con la presencia del emperador Federico Barbarroja, incitaron a los príncipes a aplicar sanciones penales contra los cátaros y albigenses. Inocencio III y el IV concilio ecuménico de Letrán (1215) codificaron las leyes existentes y urgieron su cumplimiento. Ello condujo al genocidio del pueblo cátaro, crimen cometido con la mayor saña, al punto de que no quedó vivo ni uno solo de los seguidores de esta doctrina, incluidos los niños.
En 1231, el papa Gregorio IX aceptó para toda la Iglesia la ley publicada en 1224 por el emperador Federico II, por la cual se impuso la pena de muerte a los herejes. El pontífice tomó diversas medidas para asegurar el cumplimiento de la ley; la principal de ellas fue la creación del tribunal de la Inquisición, del que se encargó la entonces nueva orden de los dominicos.
También en 1231, se nombró inquisidor a Conrado de Marburgo, en Alemania; en Aragón se estableció el nuevo tribunal a instancias de san Raimundo de Peñafort y de Jaime I el Conquistador. Peñafort redactó un Manual práctico de inquisidores; en ese documento y en algunas cartas de Gregorio IX, se detalla minuciosamente el procedimiento que debían adoptar los recién establecidos tribunales: el inquisidor llegaba a una población y anunciaba el tiempo de gracia a sus moradores. Los considerados culpables que confesaban libremente su culpa eran perdonados, y se les aplicaban leves penitencias espirituales. Poco a poco, este método se endureció. Se estableció el interrogatorio sistemático y se dispuso de un abogado, que en un comienzo no había. El nombre de los testigos se mantenía en riguroso secreto, perversa modalidad que impedía la defensa del acusado. Durante el reinado del papa Inocencio IV (en 1252, concretamente), comenzó a utilizarse la tortura, refinado sistema que disponía de instrumentos que ocasionaban inmenso sufrimiento al reo.
Terminada la investigación, el inquisidor promulgaba la sentencia en los denominados autos de fe. Las penas menores eran la prisión perpetua o temporal, y la confiscación de bienes. Los reos de muerte eran entregados al brazo secular, es decir, a los tribunales ordinarios de justicia, porque la Iglesia, ¡sarcasmo cruel!, no podía manchar sus manos. La pena de muerte se aplicaba en la hoguera, porque la Iglesia detestaba derramar sangre y recomendaba el fuego. Los condenados a penas menores debían usar insignias y sambenitos que mostraban al mundo su afrenta. Y en las iglesias se exhibían los nombres de los condenados, a fin de infamar también a sus descendientes.
Pero la Inquisición no actuó solamente contra la herejía. Aunque en un principio ese fue su cometido, más tarde la emprendió contra las brujas, infelices mujeres que cayeron en sus garras, y que, luego de extenuantes interrogatorios durante los cuales se las torturaba con una sevicia monstruosa (se detenía la aplicación del tormento cuando la infeliz torturada corría peligro de morir, para reanudarlo después), eran conducidas a la hoguera para su pública ejecución. Pierre de Lancre, (1553-1631), juez en los procesos por brujería, se jactaba de haber enviado a la hoguera a centenares de estas desdichadas mujeres. También algunos hombres fueron condenados por brujos; pero la acción más mortífera y cruel fue contra las mujeres.
En 1451, el papa Nicolás V concedió mayor autoridad a los inquisidores, de modo que pudieran intervenir en cualquier tipo de hechicería, aunque no “oliera claramente a herejía”. El Malleus Maleficarum (El martillo de las brujas), editado alrededor de 1486, es uno de los libros más famosos sobre brujería, obra de dos dominicos, Jakob Sprenger y Heinrich Kramer, inquisidores ambos. Este libro abrió las puertas a la locura inquisitorial. Su intención era poner en práctica la orden de la Biblia, en Éxodo 22, 17; “A la hechicera no la dejarás con vida”.
Para ilustrar esta locura, transcribo el siguiente párrafo, extraído de los tratados de brujería: “Consideramos que cualquier persona que tenga un lunar, quiste, juanete o cicatriz, posee una marca del diablo, y que, por lo tanto, debe ser ejecutada por brujería”. A tal punto llegó el horror, que, en 1592, un sacerdote y confesor católico clamaba desesperadamente: “Oh, religión cristiana, ¿hasta cuándo seguirán vejándote con esta horrenda superstición? (…) ¿Hasta cuándo arriesgarán la vida los inocentes que viven en tu seno?”
Ya en vigencia la Reforma, católicos y protestantes, por igual, persiguieron y castigaron la herejía y brujería, desde sus particulares puntos de vista. Hay muchos procesos célebres. Entre los más sonados, podemos citar el juicio y condena de Juana de Arco, el de Miguel de Servet, el de Urbano Grandier, el de la peste de Milán y el de las brujas de Salem. En el tintero se quedan infinitos casos.
Mención aparte merece la Inquisición española, introducida en España por los Reyes Católicos. Su primer inquisidor general fue el dominico Tomás de Torquemada (1420-1498). Pese a que desde Roma se le enviaban advertencias, su rigor y crueldad llegaron a excesos terribles. Y ello se debió, especialmente, a la aprobación que recibía de los Reyes Católicos, principalmente Isabel.
La Inquisición española se dirigió, aparte de herejes y brujas, a perseguir y condenar a judíos y conversos (a estos últimos, con tal saña, que se los llegó a denominar “marranos”, nombre con el que pasaron a la historia). Con los primeros no se detuvo hasta conseguir su expulsión de tierras españolas, en 1492. Con los segundos la persecución fue horrenda: ardieron por miles en las hogueras. El Santo Oficio (otro nombre de la Inquisición española) fue suprimido y restaurado en 1808, 1813-1814 y 1820-1823. Se eliminó definitivamente en 1834.
Parece increíble que Occidente, que tanto pregona su civilización, haya caído durante siglos y hasta una época relativamente reciente en el devenir de la historia, en una insania tan espantosa como la creencia en hechizos, maleficios y otras artes malignas, así como en íncubos, súcubos, aquelarres y otras sandeces por el estilo. Pero así fue. Y no habrá pedidos de perdón que hagan olvidar este infame capítulo de la historia. Las víctimas de la Inquisición se cuentan por millones, pues fueron muchos los siglos en que la humanidad sufrió este azote. Su brazo alcanzó también las tierras americanas, en donde, según los historiadores, no se aplicó la pena de muerte por el fuego, sino la horca. En todo caso, nada puede atenuar el hecho de que seres humanos hayan tenido que padecer tortura y muerte cruel e infamante, por la aberración de otros seres humanos, que, paradójicamente, profesaban la misma religión que los sacrificados.
FINA CRESPO
Marzo de 2011