Para conocer las razones por las cuales se creó la Orden del Temple, es preciso hacer un poco de historia. Corría el año 1095, y reinaba sobre la cristiandad el papa Urbano II (Odon o Eudes de Lager, monje cluniacense, 1042-1099). En Clermont-Ferrand, ciudad francesa, capital de la provincia de Auvernia, se celebraba uno de los tantos concilios que a lo largo de los siglos se han convocado.
Escuchemos a Jean Duché, eximio historiador francés de mediados del siglo XX:
“¡Oh, raza de los francos, raza querida y elegida por Dios! De los confines de Jerusalén, de Constantinopla, han venido noticias tristes: una raza maldita, abandonada de Dios, ha invadido las tierras de aquellos cristianos y las ha despoblado a fuerza de hierro, pillaje y fuego (…) El reino de los griegos ha sido desmembrado por ellos y se han robado territorios tan grandes que no podrían atravesarse en dos meses. ¿Sobre quiénes recae, pues, la tarea de vengar estos reveses y de librar aquellos países, sino sobre vosotros, vosotros a quienes Dios confirió más que a ningún otro la gloria de las armas, la bravura, la fuerza, los “largos cabellos” (…)? Ninguno de vuestros bienes debe reteneros, ni la preocupación por vuestras familias. Pues el país que habitáis, cerrado por el mar y por altas montañas, es ahora demasiado pequeño para vuestra numerosa población: apenas da para alimentar a vuestros cultivadores. Por eso os matáis y devoráis unos a otros (…) Poned término a vuestras discordias. Coged el camino del Santo Sepulcro, arrancad de aquel país a una raza inmunda y sometedlo. Jerusalén es tierra que da frutos antes que todas las demás, un paraíso de delicias (…) Conmoveos, comprometeos en este camino de remisión de vuestros pecados, seguros de una imperecedera gloria en el Reino de los Cielos”.
En medio de una multitud de obispos, abades, clérigos y barones, un frío día de noviembre de 1095, en su Auvernia natal, el papa Urbano II, cluniacense, se levanta para tomar la palabra. El concilio de Clermont se celebra en la catedral desde hace diez días, deliberando sobre asuntos corrientes: reforma del clero, excomunión del adúltero rey de Francia, tregua de Dios. Los dignos prelados se adormilan. Y un grito formidable despierta sobresaltados a todos los prelados del mundo; un inmenso clamor llena las pesadas bóvedas: “¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere!”. Y el papa entonces dice: “¡Hombres de Dios, que cada uno renuncie a sí mismo y cargue con la cruz!” ¡La cruz! Hace falta una cruz sobre el hombro. Traen tela roja y se arrojan sobre ella, en tiras; de noche, agotada la tela roja en Clermont, se ve a hombres que se hacen tatuar la cruz sobre el hombro derecho, y otros se la hacen marcar a fuego. Con la cruz, están marcados por el cielo, y participan ya del privilegio de los elegidos, los estigmatizados, de los cuales el máximo honor corresponderá a Francisco de Asís. Urbano II, con un solo golpe de sondaje, rompió la capa de sensibilidad acumulada por siete siglos de terror y de misticismo; y el géiser surgido de las profundidades inflamables va a fluir en río de fuego hasta Tierra Santa.
Este clamor que abre la carrera a la epopeya de las Cruzadas clama también, para quien sabe entenderlo, el destino de Occidente: he aquí el imperialismo misionero, la Biblia, británica, americana o marxista, pero siempre haz de armas en el puño de los hombres elegidos. En 1095, el Sol se levanta por el oeste; fenómeno notorio en más de un aspecto, en particular histórico, que dura aún en el siglo XX, a pesar de los profetas de la decadencia de Occidente. Pero ¿por qué y cómo, y por qué en aquel momento? En el discurso del papa está todo dicho.
O, más exactamente, en lo que los cronistas hacen decir al papa. El texto citado, de Roberto el Monje, no es exactamente la más fiel versión del discurso; pero es sin duda la más verdadera. Pues el papa fue instantáneamente desbordado, ahogado por el entusiasmo, y su discurso, metamorfoseado de boca a oreja hasta que fue total expresión del alma de su tiempo. En el discurso del papa está dicho todo, sí: todo lo que los clérigos creían haber oído, y que el pueblo tenía necesidad de oír.
En 1095 y en Clermont-Ferrand se decide, pues, la primera cruzada. El propio discurso de Urbano II y las palabras de Jean Duché nos relevan de buscar los verdaderos motivos. Basta señalarlos: codicia y ambición.
Conquistada Jerusalén y establecido el reino franco (normando, en realidad), era indispensable resguardar los caminos y proteger a los peregrinos cristianos, a la vez que defender las conquistas realizadas. Se crean entonces las órdenes militares.
La que nos ocupa, la del Temple, fue fundada en Jerusalén, en 1119 (los historiadores no se ponen de acuerdo en el año exacto), por un caballero champañés, Hugues de Pains, a quien se unieron algunos nobles, entre ellos, en lugar principal, Geofredo de Saint Omer. Los canónigos del Temple les otorgaron luego, para sus necesidades domésticas y bajo ciertas condiciones, un terreno ubicado junto a dicho palacio.
El origen de la Orden fue sumamente modesto; al inicio, sus miembros se llamaban “los pobres caballeros de Cristo”. Los canónigos de Jerusalén les donaron un patio contiguo a lo que fue el templo de Salomón, donde los musulmanes habían construido una primorosa mezquita: Al-Aqsa. Poco después de 1120, “los pobres caballeros de Cristo” ocupan todo el antiguo palacio real (el Templo). Desde ese momento, la Orden se llama del Temple, y sus miembros, templarios.
Al principio, vivían de limosnas; pero pronto comenzaron a recibir beneficios, rentas y donativos de los prelados y barones del reino. Con el tiempo, llegarían a acumular una inmensa fortuna.
El abate Bernardo de Clairvaux (San Bernardo) redactó la Regla que habría de dirigir la Orden. El patriarca de Jersusalén, Esteban de Chartres, efectuó, entre 1128 y 1130, una nueva redacción, llamada Regla Latina, de cuyo texto se hará, en 1140, una versión francesa.
Según la Regla inicial, la función militar quedaba reservada única y exclusivamente a los nobles; los sargentos y escuderos podían reclutarse entre el pueblo o la burguesía, y son simples ayudantes. Los caballeros tenían derecho a poseer tierras, casas, criados y labradores. Todos estos principios constan en la bula Omne Datum, promulgada por Inocencio II en 1139. Conforme a esta bula, los templarios pueden tener sus propios sacerdotes y capellanes, sin injerencia del obispo local. Asimismo, estaban exentos de pagar diezmos. Esta prerrogativa favoreció el incremento de sus posesiones. Antes de los templarios, únicamente los cistercienses gozaban de esta exención.
San Bernardo, en De laude novae militiae, se expresa así de los caballeros templarios:
La disciplina es constante y la obediencia siempre respetada: se va y se viene a la señal de quien posee autoridad; se viste lo que él distribuye y no se va a buscar afuera alimentos ni vestiduras… Los caballeros llevan lealmente una vida común sobria y alegre, sin hijos ni mujer; no se les encuentra jamás ociosos o curiosos, y no conservan ninguna noción de superioridad personal; se honra al más valiente y no al más noble. Detestan los dados y el ajedrez, tienen horror a las cacerías, se cortan el pelo al ras, nunca se peinan, raramente se lavan, llevan la barba hirsuta y descuidada, están sucios de polvo y tienen la piel curtida por el calor y la cota de malla… Un caballero de Cristo es un cruzado permanentemente empeñado en un doble combate: contra la carne y la sangre, contra las potencias espirituales del cielo. Avanza sin miedo, alerta a la izquierda y a la derecha, con la cota de malla sobre el pecho y el alma armada con la fe. Con estas dos defensas no teme hombres ni demonios. ¡Avanzad con paso firme, caballeros, y obligad a huir a los enemigos de la cruz de Cristo: ciertamente, ni la muerte ni la vida os separarán de su caridad…! ¡Glorioso es vuestro retorno victorioso del combate, feliz vuestra muerte de mártires en la lucha!
Poco a poco se fueron instaurando las jerarquías. La Orden quedó integrada de la siguiente manera: caballeros (frates milites); capellanes (frates capellanis); sargentos o escuderos (frates servientes armigeri), y los criados y artesanos (frates servientes famuli et officii). El maestre de Jerusalén llegó a ser la máxima autoridad (que en principio no lo era), aunque en asuntos de primordial importancia debía reunirse el Capítulo para decidir. El hábito, aprobado por el papa Eugenio III, era un manto blanco en el que figuraba una cruz roja (según otros historiadores, era negra); este hábito se reservaba exclusivamente para los caballeros que habían hecho votos perpetuos.
Los historiadores Vignati y Peralta describen así a los templarios:
Los caballeros debían llevar el pelo corto y la barba hirsuta; podían comer carne tres días a la semana, y guardar abstinencia los demás. Comían dos a dos en cada mesa, reunidos en un mismo local y oyendo la lectura de las Escrituras; su cama consistía en jergón, sábana y cobertor, y el dormitorio debía estar siempre iluminado. Usaban, debajo de manto y armadura, camisa y calzoncillos que no podían quitarse ni para dormir. No podían tener llave en sus maletas, ni escribir ni recibir cartas, salvo con licencia del maestre. No podían llevar en su persona o en su cabello, joyas o adornos de plata u oro, excepto si las habían recibido como limosna.
La Orden podía tener hermanos casados, pero les estaba prohibido residir en las casas comunales. Tenían carácter de afiliados.
El ingreso de un caballero a la Orden iba acompañado de un ritual específico, que en ningún caso es el que se tomó como uno de los pretextos para el juicio por herejía que posteriormente les habrían de instaurar en 1307, en Francia, bajo el reinado de Felipe IV el Hermoso.
Maurice Druon, en su excelente obra Los reyes malditos, nos dice lo siguiente:
La Regla, recibida de San Bernardo, era severa. Les imponía castidad, pobreza y obediencia. No debían “mirar demasiado, rostro de mujer”, ni “besar hembra; ni viuda, ni doncella, ni madre, ni hermana, ni tía, ni ninguna otra mujer”. En la guerra, debían aceptar el combate de uno contra tres y no podían ser rescatados con dinero. Solo les estaba permitida la caza del león.
Única fuerza militar bien organizada, estos monjes-soldados eran los cuadros permanentes de las hordas informes que se reunían en cada Cruzada. Colocados en la vanguardia de todos los ataques y en la retaguardia de todas las retiradas, embarazados por la incompetencia o las rivalidades de los príncipes que mandaban estos ejércitos improvisados, perdieron, en el lapso de dos siglos, más de veinte mil hombres en los campos de batalla, cifra considerable en relación con los efectivos de la Orden. Pero también cometieron, hacia el fin, funestos errores de carácter estratégico.
Con el tiempo, los templarios acumularon una fortuna inmensa. La Orden, aunque era de carácter religioso-militar, se inclinaba más por la actividad bélica. Empleó sus fabulosas riquezas en operaciones de banca y préstamos, que fuesen más rentables para sus fines. Llegaron a convertirse en los banqueros de la Iglesia y de los reyes, que tenían cuenta corriente con ellos.
Felipe IV el Hermoso (1268-1314), rey de Francia, es considerado por los historiadores como un gran estadista. No obstante, durante su reinado hubo serios conflictos con el papado. En Anagni, en 1302, hizo prisionero al papa Bonifacio VIII, anciano de ochenta y ocho años, que incluso fue abofeteado en su trono por Guillermo de Nogaret, enviado por el rey francés para prender al papa. Por este hecho, Nogaret fue excomulgado, y se necesitó de todo el ascendiente de Felipe IV sobre Clemente V, para levantar la excomunión. Bonifacio fue liberado por el pueblo de Anagni, pero falleció al mes siguiente. Luego de un breve reinado del sucesor de Bonifacio, Benedicto XI, Felipe impuso al cónclave el nombre del cardenal francés Bertrand de Got, o Goth, quien, al ser elegido en 1305, tomó el nombre de Clemente V (se desconoce la fecha de nacimiento; murió en 1314). El nuevo papa trasladó su corte a Aviñón, en donde Felipe pudo influir conforme convenía a sus intereses.
Con el afán de apoderarse de las riquezas de los templarios, inició un juicio en su contra, en 1307. Mediante una gigantesca redada policial preparada con mucha anticipación, Felipe hizo detener a todos los templarios de Francia. A la misma hora del 13 de octubre de 1307, la gente del rey cayó sobre todas las casas que la Orden mantenía en el reino. El propio Guillermo de Nogaret (n. hacia 1265 y m. en 1314), legista francés al servicio de Felipe IV, apresó al gran maestre, Jacobo de Molay, y a los ciento cuarenta caballeros de la casa matriz. Se los acusó, en nombre de la Inquisición, de herejía. El interrogatorio a los acusados mide, en total, veintidós metros y veinte centímetros. Está lleno de los disparates propios de las creencias de la época; sin embargo, disparates y nada más, trajeron consecuencias terribles para los miembros de la Orden. En ese mismo año, 1307, Nogaret redactó el manifiesto contra la Orden.
El gran maestre y tres caballeros más fueron encarcelados durante casi siete años (1307-1314). Para obtener confesiones de herejía y sodomía, fueron cruelmente torturados. Entre otros padecimientos terribles, sufrieron el de los borceguíes y el de la garrucha. Aplicado este último, Jacobo de Molay no pudo resistir más y confesó todo lo que le pedían. En noviembre de 1312, fueron condenados a cadena perpetua; pero el consejo real, en marzo de 1314, los declaró relapsos. De Molay y el preceptor de Normandía, Godofredo de Chartres, fueron condenados a la hoguera. Ya en años anteriores, muchos templarios habían ardido en la hoguera.
En la hora suprema, Jacobo de Molay se retractó. Un hombre que, mezclado con el pueblo, se hallaba presente en el bárbaro espectáculo, tomó nota de las últimas palabras de Jacobo de Molay y las legó a la posteridad:
Es justo que, en un día tan terrible y en los últimos momentos de mi vida, descubra toda la iniquidad de la gran mentira y haga triunfar la verdad. Declaro, ante el cielo y la tierra, y confieso, aunque sea para mi vergüenza eterna, que he cometido el mayor de los crímenes, pero que me parece lo más conveniente para despejar la oscura niebla que rodea a nuestra Orden; yo certifico, y la verdad me obliga a certificar, que la Orden es inocente. Si hice una declaración contraria, fue para detener los dolores excesivos de la tortura y para enternecer a quienes me la hacían sufrir. Conozco los suplicios que han infligido a todos los caballeros que han tenido el coraje de revocar una confesión semejante; pero el terrible espectáculo que se me presenta no es suficientemente capaz como para confirmar mi primera mentira con una segunda: bajo una condición tan infamante, renuncio, de todo corazón, a la vida.
No se había extinguido totalmente la hoguera en que perecieron de Molay y de Chartres, que ya comenzó a circular la leyenda que Maurice Druon recoge en su obra ya mencionada. Nos cuenta que, en la hoguera, el gran maestre levantó un brazo y pronunció las siguientes palabras:
¡Papa Clemente!… ¡Caballero Guillermo de Nogaret!…¡Rey Felipe!… ¡Antes de un año yo os emplazo para que comparezcáis ante Dios, para recibir vuestro justo castigo!… ¡Malditos, malditos! ¡Malditos hasta la decimotercera generación de vuestro linaje!
Muchos historiadores coinciden en señalar que la famosa maldición no es sino una leyenda; pero la realidad histórica es que, en el año 1314, murieron Clemente V, Felipe el Hermoso y Guillermo de Nogaret. ¿Coincidencia?
Con la muerte del gran maestre se extinguió la Orden, que ya había sido abolida en el concilio de Vienne (1311-1312), convocado por Clemente V.
Después de Francia, otros países persiguieron a los templarios, con lo cual la Orden terminó por desaparecer por completo. Algunos de los sobrevivientes recibieron autorización para ingresar en otras órdenes. Los bienes, según el caso, quedaron en poder, ya sea de la corona, ya sea de la Iglesia, o de otras órdenes.
Maurice Druon, al hablar de las repercusiones de todo el proceso contra los templarios, nos dice lo siguiente:
El caso de los templarios nos interesaría menos, si no tuviera prolongaciones en la historia del mundo moderno. Es sabido que la Orden del Temple, inmediatamente después de su destrucción, fue reorganizada en forma de sociedad secreta internacional (…) Los templarios son el origen de las cofradías, institución que aún subsiste. (…) La Orden del Temple, por medio de las cofradías, se relaciona con los orígenes de la masonería, en la que encontramos las huellas de sus ceremonias de iniciación y sus emblemas, que no solo pertenecen a las antiguas compañías de obreros, sino que también, hecho mucho más sorprendente, se ven en los muros de ciertas tumbas de arquitectos del antiguo Egipto. Todo hace pensar, pues, que los ritos, emblemas y procedimientos de trabajo de ese período de la Edad Media, fueron introducidos en Europa por los templarios.
Druon asegura que se conocen los nombres de los grandes maestres secretos, hasta el siglo XVIII. Pero Vignati y Peralta discrepan de esta aseveración, pues afirman que el jesuita Bonanni compuso la famosa lista, que no es sino pura farsa, con el fin de relacionar con los templarios a las nuevas sociedades secretas.
En fin, el enigma de los templarios sigue concitando el interés de los estudiosos. De todos modos, lo que se saca en claro es que la codicia de Felipe el Hermoso, secundado por Clemente V, hizo posible la destrucción de una Orden que, en su momento, fue baluarte de la cristiandad.
Fina Crespo
Febrero de 2013