Tan solo hay una cosa en este mundo que sea más hermosa y mejor que la mujer: la madre.
Leopold Schauffer
Delante de una mujer, nunca olvides a tu madre.
Si queréis conocer la ingratitud del hombre, oídlo hablar de la mujer.
José María Vigil
Yo alabo al Eterno Padre,/no porque las hizo bellas,/sino porque a todas ellas/les dio corazón de madre.
José Hernández
No hables mal de las mujeres: la más humilde te digo que es digna de estimación porque, al fin, de ellas nacimos.
Pedro Calderón de la Barca
Se cuenta que una mujer estaba dando a luz. Cuando nació el niño, preguntó a la enfermera: ¿Ya pasó lo peor? Ella, muy sabiamente, le contestó: No, señora; lo peor dura los próximos veinte años.
Dominio público
Mucho se ha escrito sobre la madre: en general, para alabarla, mostrarla como un ser perfecto, una persona llena de sabiduría, adornada con todas las virtudes y despojada de todo defecto. No es así.
No es preciso idealizar la figura de la madre para reconocer lo que ella significa en la vida de todos: su grandeza, su entrega a los hijos, no son patrimonio de todas las madres. Las hay de toda hechura.
Simone de Beauvoir dijo: No se nace mujer: se llega a serlo. Bien podemos parodiar esta feliz frase y decir: No se nace madre: se llega a serlo.
En efecto, no se es madre por el hecho de concebir, gestar y traer un niño al mundo. El llegar a serlo es un trabajo diario, signado por la constancia y el esfuerzo; es un caminar por sendero escabroso, muchas veces a ciegas, sin una luz que lo ilumine y, por lo tanto, sin saber qué rumbo elegir, qué se está haciendo bien, y qué se está haciendo mal. Así como todas las personas, en general, adquieren sabiduría con la edad y la experiencia, así también las mujeres que son madres no tienen sabiduría infusa, sino que la van adquiriendo poco a poco, a medida que crían y enfrentan los problemas que la formación de los hijos presenta día a día. ¡Por eso, las madres viejas saben tanto! Y su sabiduría dejó el refrán: Hijos criados, trabajos doblados.
¿Hay, acaso, en la vida humana, tarea más importante que la de formar hombres y mujeres cabales, educar, inculcar buenos modales y mejores sentimientos, y enseñar todo cuanto necesita saber un adulto para encarar el mundo y ser un ciudadano útil a la sociedad?
¿Qué es una criatura recién nacida? Un ser indefenso, incapaz de sobrevivir por sí solo. ¿Quién lo acuna, le da calor, lo nutre con la savia de sus pechos, vela su sueño, le transmite el idioma (por algo se llama lengua materna), guía sus primeros pasos, lo cura cuando se lastima? ¿Quién pasa los primeros años de los hijos entre enfermedades infantiles, vacunas, altas temperaturas, caídas, raspones, revisión de deberes, desayunos al apuro, angustias para despertar y levantar a quien no quiere moverse de la cama? ¿Quién limpia dientes, narices y otras partes del cuerpo, consuela por la caída del primer diente, enseña a comer con la boca cerrada, a usar los cubiertos y la servilleta, a tender la cama, a bañarse diariamente y mudarse de ropa con la misma frecuencia? ¿Y quién mantiene limpia esa ropa?
¿Quién soporta la adolescencia y posadolescencia de los hijos? ¿Quién aguanta los exabruptos, las tiradas de puertas, los gritos de quienes, aunque su edad no va más allá de los catorce o quince años, se creen que son dueños del mundo y que lo saben todo?
Y, en tantísimos casos en que la mujer es padre y madre, por ausencia del hombre (vivo o muerto), ¿quién, además de efectuar todo lo antedicho, lleva el pan a la casa, procura que nada falte en el hogar, y su bolsillo está siempre listo para solucionar las necesidades de los hijos?
¿Quién? La madre.
La única persona que aguanta todo de los niños, adolescentes y adultos, es la madre. Y todos los hijos lo saben. Y por eso abusan de sus madres.
Es muy común escuchar a un hombre decir: Yo me he hecho solo (self-made man). Y siente una enorme satisfacción al imaginar (pues no es más que imaginación) que nadie lo ayudó a ser quien ha llegado a ser. Ese hombre olvida que, al inicio de su existencia, su corazón latió por primera vez en el seno de una mujer, que durante nueve largos y difíciles meses lo llevó en su vientre y lo nutrió con su vida misma, para que pudiera nacer. El padre puede morir después de engendrar un hijo; pero la madre no, porque el nuevo ser moriría con ella. Es, pues, indispensable para que alguien pueda existir. Sin ella, el “hombre que se hizo solo” no habría nacido.
La madre es lo que se ha dicho y mucho más. No es el ser sublime, etéreo, que nos han pintado. Es una persona de carne y hueso, con virtudes y defectos, con dudas y certezas, con tristezas y alegrías, con ilusiones y decepciones. Pero esa persona es la que nos dio la vida. El hijo resume todos los amores y dolores de una madre. Ella supera todas sus carencias y cumple su importantísima tarea en la mejor forma posible. Pero no todas lo hacen: hay mujeres que jamás deberían ser madres, porque son incapaces de hacer a un lado su egoísmo y comodidad en beneficio de la criatura que traen al mundo. Pero no es ese el tema de este artículo; aquí se trata de la madre buena, de aquella que la mayoría de las personas han tenido o tienen.
Si tú, lector, tuviste una madre como la que he descrito en párrafos anteriores, ¿cumples con el deber filial de amarla, respetarla y ampararla? ¿Has pensado en que esa mujer anciana que ahora demanda tus cuidados, fue una jovencita llena de vida, que tenía, como tú ahora, sueños, proyectos, ilusiones? ¿Te has puesto a pensar en que todo eso quedó a un lado cuando naciste tú? ¿Que tu gestación, crianza y formación se llevaron todo ello, y que cuando te hiciste adulto, de la jovencita quedó tan solo una mujer madura que no era ni la sombra de la de antaño? ¿Sabías que, después de la maternidad, una mujer jamás vuelve a ser la que fue? ¿Sabías que, mientras tú “te hacías solo”, triunfabas en tu profesión, formabas hogar y te olvidabas de tu madre, ella continuaba sintiéndote parte de su vida y te bendecía a diario? ¿Sabías que, al llegar a la vejez, ancianidad y olvido, darían los pocos días que les quedan de vida por recibir una visita, un beso de sus hijos? ¿Has pensado en que, cuando ella se vaya de este mundo, darías lo que tienes y lo que no tienes por escuchar su voz, por mirar la ternura de sus ojos, por recibir una caricia suya, una de esas caricias que, desde que llegaste a la adolescencia (y no se diga de adulto), rechazaste porque te restaban hombría frente a tus amigos? Y, aunque lo desees con todas tus fuerzas, ya nunca será posible.
Y tú, lectora, si a tu vez eres ya madre, comprenderás lo que ello significa en la vida de una mujer, y amarás y cuidarás de tu madre hasta el fin de sus días.
Todos, hombres y mujeres, si todavía tienen la fortuna de que su madre esté viva, no dejen pasar el tiempo sin cumplir con sus deberes filiales, deberes que no son una carga pesada, sino una dulce obligación para dar amor a aquella a quien le debemos tanto. La madre anciana merece el cariño y la solicitud de sus hijos, no solo en el aspecto económico (que es importante), sino, lo que es más trascendental todavía, merece tener un lugar preferente en el corazón de ellos.
Si el hombre ingrato con sus semejantes es, como dijo el poeta “un monstruo que da horror”, ¿qué calificativo debe aplicársele al hijo ingrato, al que no reconoce la labor de su madre, la abandona a su suerte y no ve por ella en su ancianidad? Ese individuo no es solo un monstruo: es alguien que merece desprecio y lástima, por haber olvidado el deber más sagrado que tenemos todos los nacidos de mujer, es decir, la humanidad entera.
La madre, con todos los errores que haya cometido (porque es humana y falible), debe ocupar un lugar preferente en nuestros sentimientos y en nuestra vida misma. Tú, que todavía cuentas con ella en este mundo, no la dejes a un lado. No la tendrás para siempre.
Fina Crespo
Enero de 2013