CAÍN

CainJosé Saramago, 2009

Caín es el primer hijo de Adán y Eva (Gén. 4,1). En hebreo qanah, significa adquirir. Hay otra etimología: del hebreo qayin, lanza. Es hermano de Abel, vapor, soplo del viento; también del hebreo hébel, vanidad,  formado por hbl, que quiere decir soplo. Según la Biblia, Caín mató a Abel por envidia, toda vez que Yahvé gustaba de las ofrendas de Abel, pastor nómada, y no tomaba en cuenta las de Caín, agricultor.

Este mito quizá representa, según los estudiosos, el conflicto entre dos civilizaciones: la de los agricultores, representada por Caín, y la de los pastores nómadas, personificada por Abel. Una tablilla sumeria del segundo milenio A.C. nos muestra ese mismo conflicto entre un dios pastor y un dios agricultor, que tiene un curioso paralelo con la  leyenda bíblica. En Gén. 4,3-5, vemos que Yahvé recibía con agrado las ofrendas de Abel, no así las de Caín, de las que no hacía caso. Por ello, Caín llevó a su hermano al campo y lo mató.

Este personaje es el protagonista de la obra de Saramago, que pone en evidencia, uno por uno, los principales mitos del Antiguo Testamento; la figura emblemática del libro es justamente Caín, quien, según como se mire, representa, bien la maldad y el crimen, o bien al hombre pensante, que mira la vida objetivamente y es víctima de un rechazo que no merecía, puesto que nada malo había hecho para que sus ofrendas no fueran aceptadas por Yahvé, quien es, por antonomasia, la esencia misma de la justicia.

Saramago lleva a Caín a presenciar diferentes episodios del Antiguo Testamento, de modo que, como un atento espectador, puede mirar y juzgar cada uno de los hechos que pasan ante su vista. ¿Cuántos de nosotros hemos analizado también estas leyendas, y, pese a la inocencia de la primera edad, nos hemos asombrado de ellos y dudado de la misericordia, bondad y justicia de un Dios que muchas veces no desea otra cosa que venganza? ¿Cuántos de nosotros, ya en la edad adulta, hemos buscado fuentes de información para llegar al fondo de estos mitos?

Es posible que esta obra escandalice a algunas personas; es posible que la consideren lesiva a la sensibilidad y hasta a las creencias de algunos lectores. Sin embargo, nada tiene de perverso este libro, que es profundo, erudito, apegado a los textos sagrados (en ningún momento, Saramago se aparta del relato bíblico), ágil y lleno de humor, ese humor irónico tan propio de este autor.

Todo el libro es una inmensa metáfora, una alegoría si se quiere, sobre el origen de la humanidad, sobre sus civilizaciones, sus miedos y sus modos de disiparlos, sus guerras, sus avances y sus retrocesos.

Cuando Caín abandona la vivienda paterna, convencido de que su familia constituye la población total del mundo, sale de la fábula para encontrarse con caminos y ciudades llenas de gente que trabaja, comercia, ama y vive. Esto lo desconcierta, pero muy pronto se adapta a la civilización. Experimenta todo aquello que el ser humano tiene que probar en su vida, y después inicia su recorrido en el tiempo y el espacio, para mirar in situ los mitos bíblicos. Actúa con inteligencia y demuestra ser un hombre pensante y objetivo; así, por ejemplo, en Sodoma y Gomorra, y en el sacrificio exigido por Yahvé a Abraham, por nombrar solo dos casos, muestra Caín estas cualidades.

¿Quiénes eran todas esas personas que encontró Caín? Pues, nada más y nada menos que los descendientes de los homínidos evolucionados. Pero, por si quedara alguna duda, Saramago menciona su total exterminio en el Diluvio universal. Caín, que se halla también presente en este acontecimiento, asesina a todos los humanos que están en el arca, obliga a Noé a suicidarse y salva a todos los animales. En cuanto a él mismo, se va discutir con Dios; según el autor, quién sabe si hasta ahora sigue en esa discusión. Muy decidor, ¿verdad?

¿De dónde, en el caso propuesto por Saramago, venimos los seres humanos, si no procedemos de la evolución?

Aquí se me va a permitir una digresión: Las investigaciones y los estudios de tantos arqueólogos han probado hasta la saciedad nuestro origen; los yacimientos arqueológicos hablan de ello elocuentemente. Todos, sin excepción, provenimos de los mismos antepasados, a quienes el inolvidable Carl Sagan rindió homenaje en su maravilloso y muy documentado libro “Sombras de antepasados olvidados”.

Caín, la obra de Saramago, nos lleva a aprender algo de humildad para no creernos el  non plus ultra del universo, “la obra acabada de la creación”. La soberbia de creernos los reyes de la Tierra, y que hemos recibido nada menos que de Dios plena potestad sobre los demás seres vivientes, nos ha llevado a abusar de esta supuesta prerrogativa y, en uso de ella, a maltratar a los demás seres vivos, a matar sin límite y a destruir la naturaleza. Con toda razón, en uno de ciertos cuentos orientales, los animales, reunidos para deliberar quién es el más maligno de todos cuantos pueblan el mundo, llegan a la conclusión de que es “el hijo de Adán”.

La metáfora de Saramago (la salvación de los animales después del Diluvio) es un canto a la tenacidad de la vida, que siempre renace y renacerá, aunque se extingan muchas especies, lo cual, lamentablemente, ya ha ocurrido.

Y como la evolución no cesa sino que prosigue incansablemente su lenta acción, quién sabe si, en un lejano futuro, otros seres, con igual o mayor inteligencia que el autoproclamado homo sapiens sapiens, pero sin su soberbia, pueblen esta Madre Tierra y la traten mejor.

 

Fina Crespo

1° de febrero de 2010

PABELLÓN DE MUJERES

650_PL18150.jpgPearl S. Buck, 1946

Hija de un misionero protestante, la autora vivió, desde su niñez,  gran parte de su vida en China, en donde se interesó vivamente por el país, su gente y sus costumbres, en una época muy especial, puesto que se trata del período anterior a la Revolución. El Imperio había dejado de existir en 1911; luego, vino una etapa de gran conmoción: se formaron varios gobiernos a lo largo de esos años y sobrevino la guerra civil, hasta el triunfo de Mao en 1949. Fueron años de una gran transformación del país y un cambio radical de las costumbres. Pero es muy difícil erradicar un modo de vivir que había perdurado milenios, y eliminar el complicado ceremonial que había regido la vida de los chinos durante tan largo tiempo.

Justamente, el libro de Pearl S. Buck nos lleva a mirar ese mundo, en una ciudad que, por su situación geográfica, pudo mantenerse durante algún tiempo al margen de los cambios. De todos modos, era un mundo que se desmoronaba y  que terminaría por desaparecer  a mediados del siglo XX.

La obra es un excelente retrato de la vida y costumbres chinas, que ordenaban que las parejas se casaran por mandato de sus padres, con personas escogidas por ellos, y a quienes conocían tan solo el día de la boda. La principal misión de un matrimonio era producir el mayor número de hijos. Se preferían los varones; a las hijas, si así decidían sus mayores, se las podía eliminar sin remordimientos, ya que el infanticidio en estos casos era visto como un hecho normal.

Naturalmente, la más afectada por este sistema de vida era la mujer, que se convertía en una máquina de producir hijos a lo largo de toda su edad fértil, por avanzada que esta llegara ser. En tales circunstancias, la mujer no tenía libertad alguna y  no podía dedicarse a su propia persona, por mucho que fuera su deseo de estudiar y formarse, en uno u otro campo. Además, al casarse, la mujer se desprendía totalmente de sus padres y más familia íntima, para asimilarse por entero a la de su marido. La suegra tenía total preeminencia sobre la nuera.

El ejemplo perfecto de mujer sumisa y cumplidora del papel asignado por la sociedad es Meng, casada con Liangmo, el mayor de los hijos de la pareja Wu. Esta joven vivía solamente para su marido, pendiente de satisfacer su más mínimo deseo y ansiosa por darle muchos hijos, pues así se convertiría en el instrumento de su inmortalidad. Llegaba al extremo de que, si tenía que dar una opinión, miraba a su marido para saber qué tenía que opinar.

En una sociedad así, incluso el niño no era tomado en cuenta por quién era, sino por lo que representaba: la continuación de la vida.

Este es el mundo en que vive la protagonista de la novela, Ailien, madame Wu, cuyo marido no tenía la inteligencia ni las aspiraciones de superación que tenía su mujer. Era un hombre que poseía una inmensa fortuna, a costa de sus siervos, sin haber trabajado jamás. Al ver por primera vez a su mujer el día de su matrimonio, se había sentido completamente satisfecho con ella y le había guardado total fidelidad a lo largo del tiempo.

Al cumplir cuarenta años, madame Wu decide terminar su vida sexual con su marido. Se traslada, pues, a otras habitaciones de la gran casa en que vive, y escoge una concubina para él, pese a que las leyes de entonces ya no lo permitían.  La elección recae en una muchacha abandonada en sus primeros meses de vida, a la que da el nombre de Ch’iuming, que significa “Otoño Luminoso”.

El señor Wu no recibió bien el aviso de su esposa, de separarse de él. Hasta entonces, no había reparado siquiera en la existencia de otras mujeres; pero, dadas las circunstancias, comenzó a frecuentar las “casas de flores”, en donde conoció a una joven que entró definitivamente en su vida.

El propósito de la señora Wu era alcanzar su libertad, a fin de vivir para sí misma y evitar concebir hijos en una edad avanzada. Sabias son sus palabras cuando dice que “después de criar hijos, el resto de la vida es para cada mujer”. En sus reflexiones, que son muy profundas, llega a la conclusión de que jamás amó al señor Wu, pero que había cumplido su misión a cabalidad. Le había dado siete hijos, cuatro de los cuales habían sobrevivido. Lo había honrado y le había dedicado todo su ser y su tiempo. Ahora, había llegado el momento de ser libre y de recuperar su propia persona. Había pasado su vida dando vida; pero eso había terminado. Sentía que se había dividido una y otra vez, y  que había llegado el tiempo de tomar todo lo que quedaba de ella para volver a convertirse en un ser completo, a fin de que la vida la satisficiese por lo que era, no solo por lo que daba, sino porque lo que obtenía.

Por ello decide dedicar el resto de su vida a integrar su mente y su cuerpo, no porque con él deba satisfacer a un hombre, sino porque ese cuerpo alberga su espíritu.

Rulan, su otra nuera, casada con Tsemo, el segundo hijo, busca la misma liberación que la señora Wu, pero de forma distinta, de acuerdo con los nuevos vientos que trae la Revolución. Anhela la igualdad del hombre y la mujer, y el derecho de esta a ser una persona, no un objeto de su marido.

Qué difícil debe haber sido luchar contra ideas tan arraigadas acerca de la inferioridad de las mujeres, a las cuales ni siquiera se les permitía comer en la misma mesa que los hombres, sino apartadas de estos. No podemos dejar de señalar que esas ideas no eran patrimonio exclusivo de China. Circulaban y circulan todavía por todo el mundo.

El Viejo Caballero, suegro de la señora Wu, al darse cuenta de cuán inteligente era ella, le había dicho, hacía mucho tiempo, que no estaba bien que el cerebro de una mujer se desarrollara más allá del cuerpo. Sin embargo, este hombre, pese a sus prejuicios sobre las  mujeres, habla con sinceridad de esos mismos prejuicios y de la razón de ellos. Así, le dice que “Este asunto de la inteligencia… es un don muy grande, y una carga muy pesada. La inteligencia, más que la pobreza y las riquezas, divide a los seres humanos y los convierte en amigos o enemigos. La persona estúpida teme y odia a la persona inteligente. Por bueno que sea el hombre inteligente, debe también saber que no conseguirá el amor de aquel cuya mente es inferior a la suya”. Y añade: “Hija mía, no existe hombre capaz de soportar la sabiduría superior de una mujer que vive en su casa y duerme en su cama. Tal vez diga que la adora, pero la veneración es muy dura en la vida diaria. El hombre no puede convertir su casa en un templo, ni tomar una diosa por esposa. No es lo bastante fuerte”.

Aunque no lo sabía, la señora Wu estaba muy sola, pues nadie podía llegar al interior de su alma, la cual había dejado atrás su vida, puesto que había ido mucho más allá de las cuatro paredes en las que habitaba su cuerpo. Esa soledad la experimentamos todos los seres humanos; pero hay personas que creen, erradamente,  no estar solas cuanta más gente vive con ellas.

Cuando el señor Wu va a verla para anunciarle el embarazo de Ch’iuming, la antigua pareja tiene un momento de solaz y de risas. En ese instante, la señora Wu percibe que jamás lo había amado, y que, por tanto, no podía odiarlo. Al darse cuenta de ello, siente que cae el último eslabón de las cadenas que una y otra vez había recogido para volver a ponérselas, pero que ya no había necesidad de ellas, pues se había liberado por completo de él. Poco tiempo más tarde, comenzó a darse cuenta de que era muy afortunada por no haber amado al señor Wu. Cuando era muy joven, casi había caído en ese amor, pero se había liberado a tiempo. Percibe también que jamás amó a nadie; pero, como la vida nos depara situaciones que ni siquiera las habíamos imaginado, más adelante amará intensamente a otro hombre.

Sus reflexiones la llevan muy lejos. Expresa sus conclusiones con sabias palabras. Al hablar con Rulan, su nuera, le dice: “Algún día, cuando esta separación [la de marido y mujer] esté clara y establecida por la costumbre, cuando hayan nacido vuestros hijos y estén creciendo, cuando vuestros cuerpos envejezcan y la pasión se haya ido, tal y como, por suerte, sucede, conoceréis el mejor amor de todos”. Más adelante agrega: “La mujer siempre tiene que liderar en secreto, y debe hacerlo porque la vida se apoya en ella, y solo en ella. Te lo advierto, mi hijo no te ayudará a lograr que vuestro matrimonio sea feliz”. Y, al referirse a la cópula entre hombre y mujer, le dice: “En esos momentos no piensa en ti. Piensa en sí mismo. Piensa tú también en ti”.

Todas estas reflexiones de la señora Wu (que son las de la autora), nos demuestran hasta qué punto esta última conocía la naturaleza humana, la forma distinta de ser de hombres y mujeres; y cómo, en realidad, ellas son las que forjan la estabilidad de la unión, las que educan a los hijos, las que hacen que una casa se convierta en un hogar. De ellas dependen, en esta vida, ya sea el cielo o el infierno. Y por eso se les exige demasiado, quizá más allá de la capacidad humana.

En cuanto a los demás personajes, los hay algunos muy interesantes. Por ejemplo, Ying, la criada, que por haber servido fielmente a la señora Wu durante muchos años, podía hablar abiertamente con ella (en una sociedad en la cual los criados “no existían” y eran tratados con dureza); expresa muchas veces sus opiniones sobre la vida en la gran casa, en donde “todos vivían de su señora como niños de teta”. Ying es la imagen viva del apego, cariño y fidelidad a su ama.

La hermana Hsia, occidental y monja, empeñada en convertir a la señora Wu al cristianismo, para lo cual, con inmensa unción, le leía pasajes de la Biblia. Nunca consiguió su objetivo. En su momento, la señora Wu celebró los funerales de la monja, como si hubiera sido alguien de su familia.

Un personaje que no podemos dejar de lado es la Vieja Dama, la madre del señor Wu. Había vivido toda su vida de conformidad con las normas prescritas y cumplía con dignidad el papel que la sociedad le había asignado. Había sido una mujer feliz; pero, al acercarse la hora de su muerte, sintió preocupación y quiso saber si había otra vida después de esta. Madame Wu no la puede engañar. Tampoco la Vieja Dama lo habría permitido. Así que le confesó que nada sabía al respecto. La anciana murió poco después. Madame Wu no lloró. Tenía los ojos secos, pues nunca lloraba. El cumplimiento de tantas y tan rígidas tradiciones secaban el alma.

Fengmo, el tercer hijo, comprende a su madre porque piensa como ella. Al hablar con su padre y con uno de sus hermanos, les dice que ninguno de ellos comprende a la señora Wu, y  que él sí sabe cómo se siente: que tiene alas y que nunca se le ha permitido volar. Las preguntas de Fengmo son: “¿Por qué existimos? ¿Para qué me sirve [existir], si existo solo para crear a otro como yo, y a él solo para crear a otro como nosotros dos? Existe un yo que no tiene nada que ver contigo, madre, y nada que ver con el hijo que saldrá de mí”. Son preguntas y conclusión fundamentales, que derivan de un profundo razonamiento, y que no se las hace todo el mundo.

Y, finalmente, el hermano André, también occidental, ex sacerdote, hombre sabio, bondadoso y compasivo, ajeno a la ambición. No desea dinero, si no es el del fruto de su trabajo y que le sirve para sostener una casa de huérfanas, a las que educa, alimenta y, a su debido tiempo, les busca un destino digno. Explica a madame Wu que su religión está “En el pan y en el agua, en dormir y en caminar, en limpiar mi casa y arreglar mi jardín, en alimentar a las  niñas perdidas que encuentro y en acogerlas bajo mi techo, en venir a enseñar a su hijo, en sentarme junto a los enfermos, en ayudar a los que van a morir a que puedan morir en paz”. En el pasado amó a una mujer e iba a casarse; pero entró en la soledad, y dejó de amarla y de necesitarla. Y para continuar con su soledad se hizo sacerdote. Dice que su fe está en el espacio y en el vacío, en el Sol y en las estrellas, en las nubes y en el viento. Y que su dios está en todo cuanto le rodea: en el aire y en el agua, en la vida y en la muerte, en el ser humano.

El hermano André muere asesinado por delincuentes. Después de su muerte, la señora Wu inicia “conversaciones” mentales con el difunto, recuerda sus palabras y cavila en ellas. Al fin, descubre la vida, que es inmensa, sin fronteras, y no se reduce al recinto de la casa, por grande que esta sea, ni a las tradiciones, costumbres, creencias y supersticiones.  Ha  comprendido. También se da cuenta de que por primera vez ha amado en la vida, y que la persona amada es el hermano André, aun cuando ya no existe. Sigue amándolo por el resto de su vida, y se convierte en una mujer sabia, a la que todos acuden para aprender de sus conocimientos. Encuentra la paz y el amor, todo gracias a un sacerdote tildado de hereje y expulsado de la Iglesia como renegado.

La obra del hermano André no se sustenta en dogmas, oraciones ni ritos: es una obra de amor, silenciosa y fructífera, que toca el alma de quienes tratan con él, y cuyo apostolado se diferencia inmensamente del que pretende efectuar la hermana Hsia. En realidad, el ejemplo es el más fecundo modo de predicar que existe.

Están, claro, los demás personajes; pero no es posible hablar de todos ellos, porque sería alargar demasiado este texto.

En este libro, de muy fácil lectura, hay interesantes descripciones, que la autora nos las entrega con espontaneidad, a medida que avanza el relato. “Vemos” a las personas, las casas, los campos, la sociedad misma. Nos damos cuenta de los sentimientos de cada uno de los protagonistas, desde los principales hasta los más pequeños, y del profundo arraigo de costumbres y tradiciones, además de un acendrado sentido de casta, que tiene su lado bueno, pero que, en un momento dado, constituye un dogal que no permite a la persona actuar con libertad y enderezar su vida por el mejor rumbo posible. El individuo queda anquilosado en un sistema que solo ve la continuidad de la familia y deja de lado las aspiraciones de cada uno de sus miembros.

Pero, sobre todo, como su propio nombre lo indica, es una obra dedicada a las mujeres; y no solo a las de un país y de una época, sino a las de todo el mundo y de todas las épocas; a las que, como dice Fengmo, tienen alas, pero nunca se les permite volar. Si bien es cierto que se han logrado importantes avances respecto al lugar que debe ocupar la mujer en la sociedad actual, falta aún mucho por conquistar. Esta novela, escrita hace casi setenta años, es un notable aporte para esa conquista. Es un acierto el haberla rescatado del olvido.

 

Fina Crespo
Julio de 2015

NOS VEMOS ALLÁ ARRIBA

Nos vemos allá arriba_150x230Pierre Lemaitre, 2013

 

Nos encontramos frente a una obra de vasto alcance, ambientada al final de la Gran Guerra, en la cual perecieron millones de soldados, cuando aún la vida les sonreía, en plena juventud y sin tener una idea clara de las razones por las cuales combatían. Les hablaban de “fidelidad, lealtad, sentido del deber y chorradas por el estilo”, según expresión del autor, y a cambio se les exigía nada menos que su vida.

A lo largo de las vicisitudes de tres sobrevivientes, nos adentramos en un mundo de horror, no solo en lo que respecta a los hechos bélicos, sino a las consecuencias de estos una vez terminado el conflicto… ¿Terminado para los excombatientes? Nada de eso. Comienza entonces el drama de los sobrevivientes de la gran carnicería, desmovilizados, sin trabajo, sin dinero y agobiados por los traumas que la durísima experiencia vivida les dejó como secuela, pues habían visto la guerra, no a través de las noticias de prensa, sino cara a cara, en el propio campo de batalla.

Estos tres sobrevivientes son: el teniente Henri d’Aulnay-Pradelle, hombre sin escrúpulos que pasa por héroe de guerra, pero al que solamente le interesan su ascenso, las medallas y el dinero, pues se trata de un aristócrata venido a menos, que quiere recuperar para su familia el esplendor pasado; Édouard Péricourt, joven de familia rica, hijo del multimillonario Marcel Péricourt, inclinado al arte (para el cual tiene muy buenas aptitudes), de sexualidad equívoca, a quien su padre rechaza precisamente por esa circunstancia; y Albert Maillard, joven apocado, lleno de dudas e indecisiones, pero con un gran sentido del honor, del honor bien entendido, y de la gratitud.

Pradelle, pensando en sus galones y fortuna, ordena un inconsulto y repentino asalto a la cota  113, hecho que le permite, además de dar rienda suelta al enfermizo odio que profesa a  los alemanes, aprovechar la oportunidad de representar el papel de héroe, cuando ya la contienda llegaba a su fin y quedaban pocas ocasiones para lograr ese objetivo. Para protegerse de posibles inconvenientes en el futuro (que irían en su contra), elimina los cadáveres de quienes, en cumplimiento de sus órdenes y asesinados por la espalda por el propio Pradelle, perecieron antes del reconocimiento del lugar; al ver que Maillard se da cuenta de lo ocurrido, provoca su muerte; no obstante, cuando para este último parecía todo perdido y su fin era inminente, interviene Édouard y lo salva; pero esa acción deviene en perjuicio de este último, que recibe una descarga de metralla, a consecuencia de lo cual su rostro queda mutilado, horriblemente desfigurado, sin mandíbula inferior y sin lengua.

Al finalizar la guerra, los sobrevivientes deben regresar al hogar. Pero Édouard no quiere volver a su casa ni ver a su padre, como tampoco a su hermana, Madeleine. Se niega a que le implanten un injerto para en algo reconstruir el rostro deformado. Con la complicidad de Albert, que se ha convertido en su sombra, y que lo cuida y protege en todo momento, toma los documentos de un soldado muerto que no tiene familiares que lo reclamen, adopta su nombre y lo suplanta. Por su parte, Albert también toma los documentos de otro soldado muerto, lo cual le servirá más adelante.

Aparte de los nombrados y entre los tantos personajes que desfilan por la obra, se destaca Marcel Péricourt, hombre multimillonario, para quien no existe en la vida nada mejor que hacer dinero e incrementar su fabulosa fortuna. Cuando se entera de la muerte de su hijo (hecho falso), siente su corazón por primera vez. Llora amargamente, pues, ¿de qué sirven la fortuna, los negocios, las empresas, si comprende que nunca fue un buen padre, y que frente a la partida de su hijo nada valen los éxitos de este mundo?

Un personaje ejemplar es Joseph Merlin, el funcionario correcto, que no se deja sobornar por una cantidad que haría vacilar al más honrado. Cumple con su deber, pese a que nunca ha recibido el reconocimiento de sus superiores a su labor. Además, es el único que, al cavilar acerca de tantos combatientes muertos en plena juventud, se siente apenado por ello y afectado por la tragedia que la guerra representa, cuando tantos otros solo ven que “una época de crisis favorece por definición a las grandes fortunas”.

Un personaje entrañable es Louise, la niña de once años que traba amistad con Édouard; tiene una inteligencia muy aguda y, pese a su corta edad, manifiesta una lealtad a toda prueba.

Todos los demás personajes se hallan perfectamente descritos: algunos, francamente abyectos; otros, valientes y resignados, como el mutilado que se gana la vida arrastrando un carretón.

La acción se desarrolla sin tregua, pues las aventuras se suceden sin descanso y llevan al lector de un sobresalto a otro. En cada una de ellas, se puede apreciar la destreza del narrador, pues, conjuntamente con la descripción de los hechos, tiene lugar un verdadero análisis de la guerra y sus consecuencias. La verdad es que una cosa es mirarla en los periódicos, desde las noticias: tantas bajas, tantos desaparecidos, tantos pueblos destrozados, tantos civiles muertos, tantas batallas ganadas y perdidas; números fríos, que nada dicen del ser humano que expone (y en muchos casos pierde) su vida. Qué fácil es decir, por ejemplo, que la batalla de Verdún duró diez meses y costó 300.000 muertos. Otra, muy diferente, es mirarla con los ojos de los combatientes: todos los horrores, la muerte de los camaradas, las mutilaciones, el barro, el miedo, la desesperación; y el atroz dilema: por un lado, por el poderoso instinto de conservación, el afán de evadirse, de salvar la vida; por otro, enfrentar el pelotón de fusilamiento por deserción o por abandono del puesto.

La crueldad de la guerra es infinita: es el más espantoso azote que puede caer sobre la humanidad. En palabras del autor, “En el fondo, una guerra mundial no es más que un intento de asesinato generalizado en un continente”. Creo que no solo es un intento: es un asesinato. Y todo, para satisfacer la codicia de los que ganan inmensas fortunas a costa del sufrimiento y muerte de innumerables seres humanos; y, cómo no, el afán de lucirse como grandes estrategas, quienes “pelean” la guerra desde sus escritorios, sin exponerse para nada. Los muertos sirven para efectuar negocios fraudulentos, obtener ingentes ganancias y acumular inmensas cantidades de dinero. Los caídos, pues, no son personas: son piezas que producen magníficas utilidades.

La obra enfoca diversos temas. Uno de ellos, muy de tomar en cuenta por cierto, es la situación de los excombatientes. Han sobrevivido a la guerra, sí; pero, luego de la desmovilización, les esperan el olvido y la miseria. Las grandilocuentes declaraciones, como “la emocionada gratitud de una Francia reconocida”, no eran sino palabras vacías destinadas a los artículos periodísticos y al gran público, pero no correspondían a la realidad. La dura verdad era que, antes de la desmovilización, los hacinaban en barracones donde escaseaban la comida y la más mínima comodidad; y, una vez en sus lugares de origen, se encontraron sin trabajo, mutilados muchos de ellos y sin la pensión que el Estado les debía. Como bien dice el narrador: “El país era presa de un frenesí conmemorativo en honor de los muertos, directamente proporcional a su aversión por los sobrevivientes”.

Aparte de estos temas tan importantes, tangencialmente se tratan asuntos como la situación de las mujeres en esa época (reciente, porque para un período histórico, un siglo no es mucho tiempo): “…en esa época las mujeres sufrían mucho desprecio”. Y el racismo, que lo vemos en el siguiente párrafo: “…las exhumaciones habían sido rápidas, pues nadie insistía mucho. Por delicadeza, se había encomendado esa tarea a los trabajadores franceses, ya que, sabe Dios por qué, a algunas familias les repugnaba que los senegaleses desenterraran a sus muertos: ¿tan poco digna era la tarea de exhumar a los caídos, para encargarla a unos africanos?” Asimismo, el deplorable desempeño de la burocracia: el deficiente trabajo de los ministerios y de la administración pública en general.Por último, la situación del personal de servicio, cuyos miembros eran tratados como seres inferiores, al punto de que no estaban autorizados para tomar el ascensor: tenían que subir y bajar por las escaleras.

El estilo de la obra es estupendo: abundan las frases felices, las metáforas, los símiles, las reflexiones filosóficas; y, a pesar de tratarse de un tema difícil y trágico, un finísimo humor se encuentra por doquier.

La trama está muy bien articulada; después de un sinfín de aventuras y circunstancias a cuál más sorprendentes (que incluyen la fenomenal estafa de Édouard y Albert, así como los negocios turbios de Pradelle), todos los personajes hallan su destino.

El título del libro, “Nos vemos allá arriba”, corresponde a las últimas palabras escritas a su esposa por Jean Blanchard, fusilado el 4 de diciembre de 1914 por abandono de la posición, y rehabilitado el 29 de enero de 1921. Demasiado tarde. Un “error” sin importancia, que cuesta nada menos que la vida de un ser humano, arrebatada injustamente.

Lemaitre reconoce haber tomado “cosas prestadas aquí y allá de diversos autores”, cuyos nombres anota escrupulosamente y   que corresponden a destacadas personalidades del mundo literario, y pide “que consideren estos préstamos como otros tantos homenajes”. En todo caso, lo ha hecho de tal manera, que el resultado es un relato apasionante, que cautiva al lector, lo incita a reflexionar y lo deja completamente satisfecho.  Muy merecidos me parecen, tanto el premio Goncourt, como varios otros  que se le han  otorgado.

Fina Crespo
Abril de 2015

MI MÁQUINA DE ESCRIBIR

MiMaquinaDeEscribirEstoy sentada frente a la computadora, maravilla de la tecnología actual, en la que escribir se convierte en una tarea sumamente sencilla, ya sea por la suavidad de su teclado, ya porque cometer un error es muy fácil corregirlo, ya porque en ella misma podemos archivar un documento, ya porque no necesitamos papel ni tinta, y porque, para remitir ese mismo documento a su destinatario, no requerimos ni siquiera de oficina de correos.

Todo ha cambiado: el avance tecnológico permite efectuar tareas complejas en muy breve tiempo, lo cual antaño era impensable. Muchos objetos que fueron indispensables en su época han caído en desuso, por haberse vuelto obsoletos. Entre ellos está uno que antiguamente era imprescindible en toda oficina, desde la más sofisticada hasta la más humilde: la máquina de escribir. Sus orígenes se remontan al siglo XIX, y en el XX alcanzó su máximo esplendor. Desde las Underwood y Remington de los años cuarenta y cincuenta, que eran la última palabra por su elegancia y suavidad, hasta las Olivetti y otras marcas menos conocidas, todas ellas eran las reinas de las oficinas, sin cuyo concurso no era posible desarrollar el trabajo cotidiano. Las Remington, negras, sobrias, eran de una suavidad extraordinaria; sobre su teclado, que movía tipos élite o pica, los dedos se deslizaban a toda velocidad, alegremente, con entusiasmo, a sabiendas de que se estaban elaborando documentos que parecían importantes. Pasaron los años, las décadas, y todos esos papeles perdieron su importancia; quizá los más necesarios pasaron al microfilme, con lo que también el original, “el precioso original”, desapareció, sin que ese hecho tuviera ninguna repercusión.

Llegó la época de la máquina de escribir eléctrica, allá, cuando daba mis primeros pasos en el mundo laboral. Cuando me inicié en mi segundo trabajo, el que habría de conservar por muchos años hasta la jubilación, me asignaron una máquina de escribir marca ADLER, preciosa, de un tipo de escritura muy hermoso, de color habano clarísimo, fuerte, resistente y durable. En ese entonces era la octava maravilla.

Hoy, frente a la computadora en que escribo estas líneas, he recordado a mi bella máquina de escribir. No era propia; no la compré; no pagué un centavo por ella; pero era mía, porque la utilicé en exclusiva. Al llegar todas las mañanas a la oficina, la primera tarea era quitarle el forro a mi máquina de escribir: allí estaba siempre, esperándome, para juntas emprender y cumplir la cotidiana labor. ¡Oh!, el teclado eléctrico. No se podía seguir el movimiento de los dedos, dada la velocidad a la que pulsaban las teclas, lo cual producía un sonido uniforme, que no por ser en cierto modo monótono dejaba de ser estimulante: el sonido del trabajo; el que, con su herramienta, produce la persona que forma parte del inmenso mundo laboral, de los que hacen las cosas, de los que crean; en fin, la sinfonía de la vida.

Mi maravillosa máquina de escribir fue el instrumento que me ayudó a ganarme la vida y  que me impulsó, al escribir y escribir diariamente, a mirar horizontes mejores y alcanzarlos; a ver que las posibilidades no se circunscribían a mecanografiar correctamente documentos ajenos, sino que, principalmente, se concretaban en la producción personal, en la creada por el propio intelecto, que nos lleva a lanzarnos al país de la creatividad y alcanzar cotas, quizá modestas, pero privativas de cada cual.

Mi querida máquina de escribir, silenciosa hasta que cobraba vida al contacto con mis manos, me acompañó durante las largas noches en que tenía que trabajar en tareas que no eran de la oficina, sino ajenas a ella, con las cuales podía ganar algo más para el diario sustento, cuando la paga mensual no alcanzaba para cubrir todas las necesidades.

Mi bella máquina de escribir fue mi compañera inseparable durante muchos años. Cuando la utilicé por última vez y dejé para siempre mi trabajo, cómo me habría gustado poder llevármela conmigo, como un recuerdo de la vida que dejaba atrás. No era posible hacerlo, y ahí quedó, silenciosa como siempre, quizás a la espera de que otras manos, con su contacto, le dieran vida. Pero ese momento no llegó: había empezado una nueva era, la de la computadora, que desplazó por inútiles esas viejas herramientas que en su día fueron tan apetecidas.

¿A qué oscuro desván la habrán relegado, con  qué hierros viejos la habrán arrumado, en qué habrá terminado su ya inútil vida? ¿Subsistirá tal vez en alguna buhardilla, condenada a la oxidación y al olvido? ¿Qué será de ella?

Sí, llegó otra era, que relegó a la máquina de escribir al cuarto de los trastos viejos. Pero ella no siente; no sabe que ya no sirve, que sus días de utilidad terminaron, que no es sino un despojo de una época y de un mundo desaparecidos. También yo he envejecido; también pertenezco a ese mundo que quedó en el pasado; como decía José Larralde en una de sus bellas canciones: Yo fui también / cardo y gramilla / de las orillas / del tiempo aquel; también formo parte del grupo de personas que ya no tenemos injerencia en los asuntos de actualidad.

Ha pasado mucho tiempo, casi tres décadas, desde que vi por última vez a mi máquina de escribir. Hoy la recuerdo con cariño y sé muy bien (aunque ello no me perturba) que en algún momento futuro, más tarde o más temprano, su recuerdo se extinguirá con mi propia vida.

 

Fina Crespo
Febrero de 2016

MATAR A UN RUISEÑOR

MatarAUnRuisenorHarper Lee, 1960

 

No en vano esta novela ha sido galardonada con el premio Pulitzer, presea muy merecida por la autora, que también recibió la Medalla Presidencial de la Libertad. Además, los bibliotecarios de los Estados Unidos nombraron a esta obra, la mejor novela del siglo XX.

Ambientada en los años treinta, en Alabama, estado de la Unión donde nació la autora, la obra es un fiel trasunto de un lugar y una época en que el racismo, con su secuela de odio y perversidad, se había apoderado de la población blanca del Sur; tales personas estaban convencidas de pertenecer a una raza superior, y por ello consideraban que los negros eran de raza inferior. A tal punto llegaba el orgullo de formar parte de una casta superior, que “algunos miembros de la familia hallaban un motivo de vergüenza en que no hubiera constancia de que ninguno de sus antepasados hubiera luchado en la batalla de Hastings” (1066).

Son varios los personajes que compiten por los primeros puestos de la novela. Indudablemente, ello le corresponde a Atticus Finch, abogado ya entrado en años, padre de los niños Jean Louise y Jeremy Atticus (Scout y Jem, respectivamente), hombre íntegro y excelente padre (aunque, en una época en que los niños se criaban en hogares muy rígidos, era señalado como un padre que no había educado bien a sus hijos). Este hombre, notable por sus méritos, amaba la justicia y la rectitud, y no compartía el prejuicio de sus conciudadanos respecto a las personas de color.

Los hijos de Atticus, ya mencionados, son personajes muy importantes de la obra, especialmente Scout, la narradora, niña precoz y muy inteligente. Es un hecho que su personalidad debe mucho a la de la propia autora.

Arthur (Boo) Radley, que fugazmente aparece en el primer capítulo como un joven díscolo a quien su padre encerró para siempre en la casa (reclusión que continuó a la muerte de este, por obra de un hermano del joven), y a quien la leyenda que circulaba en el pueblo lo consideraba un fantasma, no vuelve a mostrarse sino al final; pero su presencia, que Scout, Jem y su amigo Dill magnifican, se siente a lo largo de toda la obra, pues, desde el silencio y  enclaustramiento a que lo condenaron su padre y su hermano, se hace notar mediante pequeñas acciones con las que “habla” de su existencia y demuestra que no es un fantasma, sino un ser humano de carne y hueso.

Calpurnia, la empleada de la casa de Atticus Finch, es una mujer honrada, de acendrados principios morales, que cuida de los niños, los educa lo mejor que puede, y se siente orgullosa cuando los lleva a su iglesia y los muestra bien vestidos y educados.

Tom Robinson, el joven negro acusado de violar y  golpear salvajemente a una joven blanca, es la víctima del racismo, del odio y de la injusticia con que un sistema cruel e insensible trata a los despreciados por la sociedad, que no tienen voz ni voto en el convivir cotidiano, pues están predestinados a ser inferiores y a soportar todas las vejaciones que los de “raza superior” quieran infligirles,  ya que por naturaleza son malvados, según el criterio de los racistas.

Robert E. Lee Ewell, hombre ruin, padre de la supuesta violada, es un personaje detestable, prevalido de su color de piel, que miente en la corte y  que procura la perdición de Robinson.

Todos los demás personajes, como la señora Dubose, la señora Atkinson, la tía Alexandra, el reverendo Skyes y tantos más, son, igualmente, muy interesantes. La mayor parte de los blancos están imbuidos de la idea de que son superiores a los negros; estos últimos se resignan a su suerte; pero algunos blancos comienzan a pensar de otra manera; y, aunque la época en que se desarrolla la acción todavía está lejos de las conquistas que décadas más tarde se habrían de lograr, ya se atisba alguna esperanza para la gente negra. Algo que llama la atención es el hecho de que personas que practican un cristianismo fundamentalista puedan odiar tan profundamente al prójimo y cerrar sus ojos a la justicia.

Después de una estupenda descripción de los lugares, la gente y su forma de vivir, los niños y sus juegos, y muchos detalles más, llegamos a la parte medular de la novela: el juicio contra Tom Robinson, supuesto violador de Mayella Ewell. Es aquí donde se destaca la personalidad de Atticus Finch, quien, designado abogado de oficio para defender al acusado, se propone defenderlo en serio y no solamente representar el papel de defensor, actitud esta que los blancos esperaban; al no cumplirse sus expectativas, se enfurecen con Finch. Este hombre, íntegro, recto y justo, demuestra su valor y probidad, al sostener con firmeza sus principios, tanto en las palabras que pronuncia durante el juicio, como en el hecho de custodiar la celda de Robinson, a fin de ponerlo a salvo de quienes lo quieren linchar.

Pese a la magnífica defensa que Atticus lleva a efecto, no consigue que se reconozca la inocencia de Robinson. Un jurado conformado por blancos jamás la habría admitido. Atticus sabía muy bien contra quiénes luchaba. Ya una vez, hablando con su hijo, le había dicho que la valentía no consiste en un hombre con un arma en la mano. “Eres valiente cuando de antemano sabes que estás vencido, y de todos modos emprendes el camino y sigues adelante, pase lo que pase. Difícilmente ganas, pero alguna vez sí lo consigues”. Y también dijo: “En nuestros tribunales, cuando es la palabra de un blanco contra la de un negro, el blanco siempre gana”.

Perdido el juicio en primera instancia, Atticus no se desespera. Le dice a Tom que hará todo cuanto esté a su alcance para liberarlo de la cárcel y limpiar su nombre. Pero los hechos se presentan de otra  manera: desmoralizado por el resultado del juicio, Tom, que había sido trasladado a otra cárcel, trata de fugarse, como único medio de evadir una segura condena a muerte en la silla eléctrica. Cuando intentaba pasar la valla, cayó abatido por los certeros balazos (demasiados, para que no quedara vivo) de los guardias.

Aunque este desenlace de la vida de Tom debía de haber apaciguado el odio, no fue así para Robert Ewell, que había amenazado a Finch con vengarse. La oportunidad se le presentó la noche en que, después de una velada en la escuela, los hijos de Atticus regresaban a casa por un camino muy oscuro. Ewell los atacó; su intención era matarlos, a fin de castigar a Finch por haber defendido a Tom. Pero de las sombras surgió un hombre, que acuchilló a Ewell y lo mató. Ese hombre no era otro que Boo Radley. Había demostrado así su cariño a los hijos de Atticus y los salvó de una muerte segura. Heck Tate, el sheriff del condado, que sabía cómo había ocurrido todo, dictaminó que Ewell había caído sobre su propia arma, con lo cual se dio muerte a sí mismo. Frente a los escrúpulos de Atticus, simplemente dio su dictamen y no admitió réplica.

Un día, Atticus dijo a Jem: “Dispara a todos los grajos que quieras, si puedes acertarles, pero recuerda que es pecado matar a un ruiseñor”. Cuando el sheriff dijo su última palabra, Atticus preguntó a Scout si había entendido la actitud de la autoridad. La niña replicó: “Sí, señor, la entiendo. El señor Tate tiene razón”.  Al preguntarle su padre qué quería decir,  Scout respondió:  “Bueno, sería algo así como matar a un  ruiseñor, ¿no es cierto?”  Atticus se acercó a Boo Radley y le dijo: “Gracias por mis hijos, Arthur”.

Matar a un ruiseñor es una novela que tiene de todo: es costumbrista, de intriga y suspenso, y tiene un fino sentido del humor; esto último no impide el dramático asunto de Tom Robinson, la formidable defensa de Finch y el trágico desenlace. La vida de Robinson, un padre de familia de apenas veinticinco años, se malogró por la acción de una sociedad persuadida de su “natural”  superioridad, que practicaba un cristianismo que no era tal, pues, pese a la doctrina que hipócritamente decían practicar, odiaban al prójimo, a los negros, y les negaban su humanidad. La muerte de Tom no significaba nada: otro negro muerto ni siquiera se notaba, al igual que, dolorosamente, ocurre en la actualidad, cuando no se encuentra base legal para procesar al policía que liquida a un afroamericano. Cuánta razón tiene Scout al asombrarse de que la profesora, señorita Gates, odia a Hitler y, sin embargo, dice que “ya era hora de que alguien les enseñara una lección” (a los negros). La niña se pregunta: “¿Cómo se puede odiar tanto a Hitler y después tratar tan mal a personas dentro de su propio país?” Los niños de Atticus aprendieron en la infancia lo que quizá lleva toda una vida aprender.

Esta hermosa novela, extraordinaria en muchos aspectos, ha sido aclamada en todo el mundo y traducida a más de cuarenta idiomas. Se filmó una película del mismo nombre, en 1961, que contó con la actuación del inolvidable Gregory Peck, que mereció un Oscar por su trabajo. Además, la película en sí ganó dos Oscar más.

Con esta nueva edición de la novela, en español, se nos ha dado la oportunidad de leerla otra vez y de apreciarla en todo lo que vale. De fácil lectura, es posible terminarla en un solo día. Se la puede recomendar con toda seguridad, pues, aunque ha transcurrido más de medio siglo de haber sido publicada, trata de un tema importantísimo y, quién creyera, de total actualidad: el odio al otro, al diferente, convenientemente difamado por todos los medios posibles, bien de modo solapado, o bien explícitamente.

Con cuánta facilidad olvidamos que, en lo que respecta a nosotros, solo existe una raza, que es la humana, hecho científicamente comprobado. Como prueba de ello, ahí está el ADN, que todos compartimos. Todos, pues,  somos hermanos, pese a quien le pese.

En la época en que está ambientada la novela, habían transcurrido casi tres generaciones desde la manumisión de los esclavos; y, pese a ello, no se había extinguido aún el mito del blanco superior, ni el del negro que equivalía a las tres quintas partes de una persona normal, según lo que afirmó, en su día, un prohombre de los Estados Unidos. Después de asistir a la película El nacimiento de una nación, el entonces presidente, Woodrow Wilson, aplaudió de pie y exclamó:  ¡Por fin ha nacido a la vida un gran Ku Klux Klan! Ahora, ciento cincuenta años después de terminada la guerra de Secesión, todavía un candidato a la presidencia de ese país mantiene criterios semejantes contra todos los que no tienen la “pureza” de su sangre.

¿Cuándo seremos capaces de reconocernos en el otro, de aceptar las diferencias de cultura, de credo, de costumbres? ¿Cuándo entenderemos que, intrínsecamente, no somos distintos, pues, si nos levantan la piel, somos lo mismo: cerebro, músculos, huesos, sangre? ¿Cuándo…?

 

Fina Crespo
Enero de 2016

MAÑANA EN LA BATALLA PIENSA EN MÍ

manana-en-la-batalla-piensa-en-mi-bolsillo1_libro_image_big1Javier Marías, 1994

 

Esta novela, considerada una de las mejores obras de Javier Marías, toca temas tan importantes como la vida, la muerte, el amor y el odio, el trabajo, el pasado, el presente y el futuro, la soledad, la vejez, el olvido y el recuerdo, el hacer y el no hacer, y la corrupción y el abuso de quienes detentan el poder; en fin, todo cuanto atañe al ser humano y a su breve estancia en la Tierra.

El inicio de la narración, hecha en primera persona, es muy singular: Víctor Francés, un negro (término que se aplica a quienes escriben por encargo) que vive solo desde su separación y posterior divorcio, concierta una cita galante con Marta Téllez, joven casada y madre de un niño de apenas dos años de edad, cuyo marido se halla ausente, en Londres.  Cuando la pareja está en los preliminares del acto amoroso, Marta se siente mal y muere poco después, en brazos de Víctor. En tan comprometida situación, el frustrado amante abandona el lugar de la tragedia (siempre es una tragedia la muerte de una madre que tiene hijos pequeños), no sin antes dejar al alcance del niño, que duerme en su habitación ajeno al drama, comida y la televisión encendida para que se entretenga.

Todo lo ocurrido en el poco tiempo que Francés permanece en la casa ajena, despierta en él inevitables remordimientos, como si hubiera cometido un crimen; y, a la vez, le acomete la angustia de no poder hacer nada por ayudar a Marta y quizás evitar su muerte mediante asistencia oportuna, pues las circunstancias se lo impiden. Mucho más tarde alivió su conciencia, cuando se enteró de que ningún auxilio habría podido salvarla.

Un acontecimiento que, pese a su gravedad, pudo haber terminado ahí para el protagonista, pues nadie sabía de su cita galante (al menos, nadie conocía su nombre), desencadena una serie de sucesos, a cuál más interesante, que nos llevan a conocer personajes de muy variada índole, desde una prostituta hasta al mismo rey de España. Vamos desde el cementerio hasta el despacho real; desde el hipódromo hasta la clínica londinense en donde se practican abortos; desde una esquina cualquiera en donde esperan las prostitutas a sus clientes, hasta las tiendas donde se venden artículos muy diversos. Así mismo, se recorre toda la gama de estados del espíritu humano: alegría, desesperación, desaliento, dolor, entusiasmo, amargura, culpabilidad, alivio y remordimiento.

La narración no se circunscribe a una historia única; la pericia del autor es tal, que, por ejemplo, en un diálogo, entre una pregunta y una respuesta, hay lugar para un interesante soliloquio, lo cual no quita ilación al relato, sino que lo enriquece. De paso, se tocan asuntos como, por ejemplo, el significado de las palabras banshee y burglar, y la etimología del vocablo inglés nightmare.

La muerte es una constante en la novela. Ya desde el principio, al relatar la agonía de Marta, se describe muy crudamente lo que en realidad es: el desaparecer de la persona, de lo que aprendió, de sus recuerdos y de sus objetos, que ya no tendrán valor alguno y a los que también les espera el olvido. Y la idea de todos, que, aunque sabemos que nuestro final es inevitable, pensamos que “aún no”, y nos sentimos seguros en nuestra inmovilidad, como el soldado en la trinchera o el hombre amenazado por una navaja.

Otra constante es el tiempo, que para unos puede parecer eterno, según las circunstancias, y para otros transcurre sin que se lo tome en cuenta, pues no sucede nada extraordinario, sino los cotidianos y triviales sucesos de la vida de cada uno. Así ocurre con la agonía de Marta: mientras se dan hechos ordinarios en otros lugares, abandona la vida una mujer joven, madre de un niño de tierna edad, para el cual, aunque de momento lo ignora, también su vida cambia de modo dramático y sin retorno.

De repente, en el abrazo final, el amante frustrado comprende que su compañera ocasional se está muriendo, que seguramente piensa también que “aún no, aún no”, pero, así mismo, “no puedo más, no puedo más”. Y Víctor Francés siente la muerte de Marta cuando ella deja de querer refugiarse en el cuerpo de él para “huir de lo que el suyo estaba sufriendo, una transformación inhumana y un estado de ánimo desconocido (el misterio)”.

La muerte de Marta Téllez ocurre de improviso, poco después de haber “comido y bebido, y sonreído y reído, y fumado y besado”. Víctor no sabe por qué ella está muerta y él está vivo, y en qué consisten lo uno y lo otro. Ese es el misterio de la muerte: quien hasta hace poco tiempo fue una persona viva, se convierte de pronto en “un desecho, un despojo, algo que ya no se guarda, sino que se tira (se incinera, se entierra)”. Todo pasa y se olvida; nada permanece.

Al salir de la casa ajena, Víctor se lleva la cinta en donde se graban los recados telefónicos. Allí se entera de que él no fue para Marta sino un plato de segunda mesa, puesto que su verdadero amante, Vicente Mena, no pudo ir a verla y ella tuvo que conformarse con un desconocido, Víctor.

Pasada la horrenda noche, Francés, como ya se dijo, abandona la casa ajena. Conoce a la familia Téllez y al marido de Marta, Eduardo Deán, en el sepelio de esta; es ahí un desconocido, un nadie, para todos; por frases que escucha por aquí y por allá, se entera de que la familia, a excepción del padre, Juan Téllez, sabe que Marta no estaba sola la noche de su deceso, sino que estaba con un hombre, al cual Deán quiere encontrar, y que no abandonará su propósito hasta verlo cumplido.

A fin de conocer de cerca a Juan Téllez, Víctor pide a otro negro, Ruibérriz de Torres, que lo ayude a tener algún trato con aquel. Como en algunas ocasiones Francés actúa como negro del negro Ruibérriz, este le consigue que lo suplante en la entrevista que, acompañado por Téllez, tendrá lugar en la Casa real, con el propio rey.

Lo que ocurre durante la entrevista es tan interesante, que solo ese episodio, como tantos otros de la novela, merece un artículo aparte, pues el monólogo del monarca contiene tantas reflexiones, criterios y verdades sobre el desempeño del cargo, que vale analizarlo con más detenimiento; pero no es posible hacerlo en un artículo de corta extensión. Y no solo este episodio; hay muchos otros que merecen tratamiento aparte; pero, por la razón indicada, no es posible escribir independientemente sobre cada uno de ellos: tanta es la riqueza de la obra.

Víctor, bajo la identidad de Ruibérriz, consigue el trabajo, coyuntura que le permite visitar diariamente la casa de Juan y trabar una cierta amistad con él. Este último lo invita a un almuerzo con la familia. Allí habla con Luisa, la hermana sobreviviente; un día decide seguirla en la calle, se acerca, van al departamento de él y se sincera con ella respecto a lo sucedido la noche del fallecimiento de Marta. Acuerdan que Francés se reunirá con Deán para exponerle todos los hechos.

Conviene detenerse en Juan Téllez: aunque había sido un personaje de cierta importancia (excelentísimo, por haber pertenecido a una sociedad de renombre), la vejez había llegado y, con ella, el olvido. Ya no se lo tomaba en cuenta, pero él se resistía a retirarse del escenario. Más tarde, cuando Víctor terminó el trabajo para el que Téllez lo había recomendado ante el rey, la mala suerte quitó al anciano la satisfacción de prestar un servicio a la Corona, pues el acto programado se canceló. “Era un hombre a la antigua: decía ‘marido’ y ‘cuñada’, y no esas cursilerías de ‘esposo’ y ‘hermana política”.

En el ínterin, ocurre un hecho singular: por esas coincidencias que a veces se dan, Ruibérriz confunde a una prostituta con Celia Ruiz, ex mujer de Víctor. Este recoge en una esquina a una meretriz que dice llamarse Victoria, y que, en efecto, tiene un parecido asombroso con Celia, al punto de que, en la oscuridad de la noche, el propio ex marido no puede decir con seguridad si Victoria es Celia o no lo es. Más tarde, acicateado por la curiosidad (¿o por los celos?), va a la casa de Celia, y con las llaves que aún conservaba abre las puertas y penetra en la habitación donde su ex mujer duerme con otro hombre, con el cual va a casarse. Se convence así, de que Victoria no es Celia. En este episodio podemos apreciar que, aunque un vínculo se haya roto, aunque el tiempo pase y aparentemente mande al traste una relación que ya no tiene importancia, no hay tal, pues, cuando la ocasión se presenta, regresan los recuerdos y los celos están vigentes.

Llega, al fin, el momento de hablar con Deán; este inicia la conversación con una pregunta, pues le interesa conocer si Marta murió sola y, de no ser así, cuáles fueron sus últimas palabras. Víctor satisface todas las preguntas, después de lo cual Deán se sincera respecto a lo que pasó en Londres durante las veinte horas posteriores al fallecimiento de su mujer, y culpa de lo ocurrido a Víctor (que accidentalmente se llevó de la casa ajena el papel con la señas del hotel en donde el viudo se había alojado, lo que impidió que se lo pudiera localizar a tiempo).

El hecho es que Eduardo había aprovechado su viaje a Londres para que su amante, Eva, enfermera de una clínica cercana a su casa, se sometiera a un aborto. Pero un hecho fortuito, como es la angustia que Deán sentía por el estado de Eva durante la intervención, permite que el amante descubra que no había embarazo y, menos, aborto, descubrimiento que lo hace reaccionar de la peor manera, con odio a la mujer que con esta superchería trataba de retenerlo, pues había observado que él se estaba alejando. Sube con ella a un bus, en donde, al ver que estaban solos, trata de matarla estrangulándola; sin embargo, se arrepiente y la deja; ella, aterrorizada,  se baja del bus y corre; al atravesar la calle, la arrolla un taxi y la mata. Deán sigue su camino sin detenerse, sin importarle el cadáver que queda tendido en la calle. Este hombre, en definitiva, pierde dos mujeres con diferencia de pocas horas. Ninguna le importaba. A ninguna quería. Sus cinco años de matrimonio se esfumarán de su mente, así como el año de relaciones que mantuvo con Eva. No llegó a estrangular a esta última, pero sí es el causante indirecto de su muerte. El destino completó la obra iniciada por Deán.

En cuanto a Francés, después de conocer y tratar a Luisa, que era soltera, no excluye la posibilidad de llegar a ser su marido y un padre para el niño Eugenio, el tierno hijo de Marta y Eduardo.

Este libro es formidable; es de una riqueza vastísima y sobre él puede escribirse un ensayo muy extenso. El título de la obra, tomado de la película basada en la tragedia de Shakespeare, Ricardo III, interpretada por Laurence Olivier (1956), corresponde a la escena en que los fantasmas de los sacrificados a la ambición de este rey le auguran la muerte en el combate. (La batalla de Bosworth, en la que murió Ricardo III, se libró en el año de 1485).

Otra película muy mencionada a lo largo de la narración es Campanadas a medianoche, también basada en una obra de Shakespeare, versión de Orson Welles, filmada en 1966.

La lectura de esta novela nos llama a reflexionar acerca de la brevedad y fragilidad de la vida, y nos impulsa a aceptar la muerte, que no es otra cosa que un hecho natural, consecuencia de la propia vida. Vale la pena mencionar la inscripción que consta en una tumba y  que Víctor observa durante el sepelio de Marta, que dice así: Cuantos hablan de mí no me conocen y al hablar me calumnian; los que me conocen callan, y al callar no me defienden; así, todos me maldicen hasta que me encuentran, mas al encontrarme descansan, y a mí me salvan, aunque yo nunca descanso. La que habla es, nada más y nada menos, que la propia Muerte.

Javier Marías nos entrega una obra bella, profunda, de corte filosófico, que satisface al lector más exigente. Aunque fue escrita hace veintidós años, el tema tratado, y las disquisiciones y reflexiones que contiene no pierden valor por el transcurso del tiempo; al contrario, siempre estarán vigentes para el que quiera profundizar en estas cuestiones.

 

Fina Crespo
Febrero de 2016 

LA ÚLTIMA NOCHE

LaUltimaNocheAntitrabajo – Ateísmo – Aventura

Federico Campagna, 2013

En esta obra, el autor aborda el tema del fin de la modernidad y la situación a la que el hombre tiene que hacer frente, que deriva del abandono de prácticas milenarias de convivencia de los seres humanos; trata, asimismo, de la nueva sociedad que tenemos como consecuencia de la globalización que actualmente impera  y del sistema económico impuesto en el mundo.

Ese sistema requiere de esclavos (que no otra cosa son los modernos trabajadores) adictos al trabajo, que no miran nada que no sea el puesto de trabajo, al que se dedican hasta por encima de su salud y sus intereses personales.

Ya desde el prefacio de Saul Newman, nos interesamos por esta obra, que nos promete un lúcido análisis del hombre en la actualidad, y una crítica feroz al sistema que esclaviza al individuo para la consecución de dinero, actividad en la que se malgasta la vida.

El inicio de la obra no puede ser mejor: al llegar a Londres, el autor cree que ha dejado atrás un país de catolicismo asfixiante y que por fin va a respirar a todo pulmón. Pero todo eso no pasa de ser una ilusión, pues diariamente constata el verdadero estado del hombre trabajador, encadenado voluntariamente a la tarea del esclavo.

Todas las transformaciones del siglo XX y sus trágicos sucesos, ya superados, parecían encaminar a la humanidad hacia el progreso continuado. Habían retrocedido las religiones y las ideologías. Parecía posible, no ya la libertad religiosa, sino la verdadera liberación, esto es, la inexistencia de religiones.

Sin embargo, tal parece que el hombre no ha nacido para ser libre. Tan pronto como se libera de una cadena, la sustituye por otra, porque no es capaz de gobernarse a sí mismo, pues necesita siempre de alguna autoridad que le diga lo que debe y lo que no debe hacer. El miedo a la libertad conduce al individuo a buscar un asidero, una cadena infinita que, magistralmente, Campagna llama el acto del sometimiento al sometimiento mismo. Todo ello desemboca en el consumo, por parte del esclavo obsesivo, de antidepresivos y otros medicamentos autorrecetados, con los que enfrenta el temor de perder su trabajo.

Pasa el autor a definir la obediencia, “cualidad” que se exige a los esclavos, a fin de que el sistema funcione como determina la sociedad. Nos hace ver cuán equivocados estamos al haber elevado la obediencia a objeto de culto, pues no nos damos cuenta de que, sin la obediencia del esclavo, las instrucciones del jefe no serían sino ladridos al aire. Asimismo, efectúa un excelente análisis de las razones por las cuales las abstracciones normativas han llegado a dominar al género humano, pues se hicieron inmortales cuando la carne se hizo verbo, genial expresión que nos indica hasta qué punto las palabras, creadas por el ser humano, han influido en la vida de los hombres, al volverse inmortales, al igual que las deudas a las que las propias palabras, utilizadas sagazmente, les concedieron ese don.

El trabajo ha desvirtuado su prístina finalidad: de ser el medio para obtener lo necesario para la vida, pasó a ser el dios al que hay que someterse ciegamente, sumisión que no permite ni un solo resquicio de libertad. Con respecto al salario y al trabajo, Campagna desarrolla una tesis muy interesante: el trabajador es el acreedor, en tanto que las abstracciones normativas y sus templos son los deudores, que nunca pagarán la deuda, pues jamás podrán devolver al esclavo el verdadero capital, esto es, su  vida, ya que ese recurso es el que el trabajador ha prestado durante su etapa laboral. El salario no equivale más que a los intereses, pues el capital, la vida, es impagable. Tanto el creyente en la abstracción capitalista, como el creyente en la abstracción de la revolución, jamás podrán reclamar la realización plena de la esperanza que contienen las promesas que les hicieron esos sistemas.

Se llega así a la necesidad de un ateísmo radical. El fiel de hoy es el trabajador, que ha encontrado un nuevo dios. El autor define a este fiel como un navegador obstinado que se dirige a un horizonte cada vez más distante, a bordo de un bote salvavidas que se hunde bajo el peso de un quintal de pagarés sin valor.

La crítica a la que somete a la madre patria es formidable. Son párrafos de innegable sabiduría, que despojan a ese “sueño”, así calificada, de los ropajes con que la literatura la ha adornado. La crítica se extiende también a otros tópicos, como etnia, cultura, identidad sexual, tribu de consumidores, identidades políticas, subculturas, etc.

Con tanta sumisión que se ha impuesto a los seres humanos, ya no queda espacio para estos en el globo terráqueo. Ya no hay lugar para la persona, para dedicar algo de tiempo a sí misma, a sus aficiones, al uso inteligente del ocio. El trabajo lo devora todo: horas, días, años, la vida entera, dedicados a laborar y laborar sin descanso, sin jamás ver los días mejores de los que tanto nos han hablado; en realidad, es un horizonte que retrocede a medida que se avanza hacia él. El párrafo que se transcribe a continuación es muy decidor: “La economía global es, a día de hoy, el espacio de acción exclusivo de los gobiernos, lobbies y corporaciones multinacionales: salas de juego donde jamás seremos admitidos”.

Este libro trata de inducir al lector a reflexionar seriamente en su situación en el mundo actual y a actuar de tal manera que se libere de tanta opresión con que la vida moderna lo asfixia; que seamos conscientes de los cambios que sutilmente se han operado poco a poco en la sociedad, a la que el autor califica de “una inmensa prisión abierta y superpoblada”. Nos da a conocer las únicas razones  por las cuales podemos aceptar nuestra vida en sociedad, que de ningún modo deben equivaler a la servidumbre a una aniquiladora mega-máquina social.

Campagna no hace concesiones al capitalismo neoliberal ni al comunismo: aboga por una vida sana del individuo dentro de una sociedad que verdaderamente merezca ese nombre: sin dioses, sin esclavitud, sin religiones (sea la tradicional o las del neoliberalismo o del comunismo de Estado) y sin abstracciones  normativas, que, según el autor, definen una idea o un conjunto de ideas que los individuos o las comunidades erigen por encima de ellos mismos y a las que consideran la estructura de referencia para el desarrollo de su existencia terrenal. En suma, defiende el derecho del ser humano a vivir una vida de buena calidad, y merecer una muerte feliz, aquella que hace caer los frutos maduros del árbol, ni demasiado tarde, ni demasiado pronto. Se trata de un sello, no de una guillotina.

Esta obra es una gran metáfora, que nos lleva a desenredar la intrincada maraña en que se ha convertido la vida actual, llena de deberes que no se corresponden con los respectivos derechos, y de promesas que jamás se cumplen; que ha llevado a una gran cantidad de individuos al estrés, a la desesperación por no cumplir las “metas” que nos impone la sociedad, metas que no son otra cosa que lugares comunes como el éxito, la fama y la riqueza; a muchos, incluso los ha llevado al suicidio.

Esta magnífica obra nos impulsa a reflexionar acerca de la manera en que debemos tomar la vida, esta única vida que tenemos, efímera y con un final seguro, la muerte, a la que debemos llegar en paz y con el corazón satisfecho, a sabiendas de que no nos esperan dioses, cielos o infiernos.

Fina Crespo
Octubre de 2015

 NOTA: La traducción es muy buena.

HOMBRES BUENOS

HombresBuenosArturo Pérez-Reverte, 2015

 Basada en hechos reales, con los que muy sutilmente se funde la ficción, Arturo Pérez-Reverte, conocido escritor español, nos trae un relato apasionante: nada menos que la adquisición, por parte de la Real Academia Española, de la Enciclopedia (Encyclopédy), o Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios, obra capital de los más ilustres pensadores franceses del siglo XVIII.

El historiador nos dice que, en un principio, la Enciclopedia no tenía que ser sino una traducción de la Cyclopaedia británica; pero Diderot, que iba a traducirla, se hizo cargo de la dirección general y la convirtió en una obra original a plenitud. La revisó D’Alembert, y contó con la colaboración de distinguidos personajes, como Voltaire, Rousseau, Montesquieu, Buffon, La Condamine y tantos otros, cada uno con sobrados méritos. La financiaron cuatro mil suscriptores. Por su contenido, de polémica ideología para la época, se prohibió su publicación, de modo que hubo que salvar grandes escollos para que la empresa pudiera llegar a buen término. Y, si en Francia ocurrían estos hechos, en España era imposible importar la obra.

Pérez-Reverte inicia la narración con un duelo, pero no nos dice quiénes son los contrincantes. Y aquí tenemos, ni bien comienza la obra, la primera escena de suspense, hecho que se repetirá varias veces a lo largo del libro y en lo cual el autor se revela como un experto. Y nos deja sin saber quiénes son los duelistas, hasta casi, casi, el final.

Continúa con la proposición de don Francisco de Paula Vega de Sella, director de la Academia, de que dos de sus miembros, don Hermógenes Molina y don Pedro Zárate y Queralt, viajen a París con el objeto de adquirir la Enciclopedia (versión original en veintiocho tomos), misión que los llevará a correr una aventura de mucho riesgo, en la que hasta expondrán su vida, pese a lo cual alcanzarán su propósito.

A este proyecto (que no cuenta con el beneplácito de todos los presentes en la sesión) se oponen tenazmente los académicos don Justo Sánchez Terrón y don Manuel Higueruela. Se toma votación y triunfa la propuesta de Vega de la Sella. Varios votos en blanco denotan la oposición de los clérigos que, por motivos de índole religiosa, no apoyan la compra de una obra que se opone a la doctrina católica.

Al salir de la sesión, Higueruela, que busca y encuentra el momento de conversar con Sánchez Terrón, convence a este de organizar acciones que hagan fracasar la misión de Molina y Zárate. Contratan a un individuo que responde al nombre de Pascual Raposo, que será el encargado de impedir a toda costa el buen éxito de dicha misión.

Desde el inicio del viaje de Molina y Zárate hasta su culminación, el lector recorre caminos y conoce posadas, tanto de España, como de Francia. Se entera de los peligros que acechan al viajero, los trabajos que debe pasar y las incomodidades a las que tiene que someterse, en una época en que un viaje que duraba tantos días revestía características de verdadera epopeya, que nosotros, acostumbrados al automóvil, al avión y a otros tantos modernos medios de locomoción, casi no podemos imaginar.

Durante la estadía de los académicos en París, Pérez-Reverte nos lleva a conocer la ciudad, tanto los barrios elegantes donde viven la nobleza y la clase pudiente, como los lugares miserables, donde todo puede ocurrir. Las descripciones son estupendas: se nos muestran calles, casas, comidas, restaurantes donde las sirven, personajes (incluidos los de baja estofa), costumbres, vicios y  todo cuanto podía verse en el París de ese entonces. Se ve desde la frivolidad de quienes tienen el poder y el dinero, hasta la terrible situación de las prostitutas, que se lanzan a esa vida desde  muy tierna edad, debido a la miseria que azota a las clases marginadas. Nos enteramos de la venalidad de los funcionarios (plaga que persiste y persistirá por siempre), de la licencia de las costumbres, y de la amarga situación de  los maridos cornudos y resignados a su suerte. Todo ello, fruto de una exhaustiva investigación, efectuada con paciencia y esmero.

De los personajes principales, Molina y Zárate, el primero es un hombre sencillo y sin vanidad, todo un erudito intelectual, católico hasta la médula, que se horroriza de la impiedad y de todo lo que cuestiona el dogma.

Zárate, un muy culto ex marino, es un hombre tranquilo, enigmático a veces, que, en circunstancias difíciles, calcula sus actos con mucha calma. Para él, la razón es el  principal fundamento de todo, motivo por el cual ataca las creencias absurdas, que califica de supersticiones. Critica muy acerbamente la intromisión de la Iglesia en todos los ámbitos de la vida pública y privada, que la lleva a extremos tan ridículos como el de regular el tipo de bragueta que debe usarse. En una conversación con Molina, le dice: Si me dieran la inmortalidad absoluta a cambio de un día de Purgatorio, rechazaría el trato. Qué pereza, luego, todo el tiempo tocando el arpa en una nube, vestido con un  ridículo camisón blanco… Lo mejor es dejar de existir. Zárate es el hombre que procura amueblar el mundo con libros.

Un personaje fascinante es Bringas, el abate, que está convencido de la necesidad de acabar con el trono y el altar, y que vive y trabaja para ello desde artículos que escribe y publica sobre el tema. Pese a ser un tipo estrafalario, es bien recibido en los salones que proliferaron en el París del siglo XVIII, a los que acudían, tanto intelectuales y filósofos, como otros especímenes. Bringas presta un servicio invalorable a los académicos y les muestra total lealtad. Extremista en sus ideas, amó el peligro y sacrificó su vida por ellas. En uno de sus tantos razonamientos dice: El pueblo es demasiado grosero para comprender. Por eso hace falta que deje de respetar la autoridad que lo aprisiona… Que se agiten los espíritus del hombre bajo, mostrándole la vergüenza de su propia esclavitud. Esos enjambres de hijos que devoran con los ojos la comida expuesta en las tiendas lujosas; el marido que se desloma para meter en casa unos pocos francos y se emborracha para olvidar su miseria; el pan, la leña, las velas que no pueden pagarse; la madre que no come para que sus criaturas puedan hacerlo, y prostituye a las hijas apenas tienen edad, a fin de meter algún dinero en casa… Ese es el París real, y no el de la rue Saint-Honoré y los bulevares, que tanto elogian las guías de viajeros.

No menos fascinante es Pascual Raposo, el delincuente contratado para impedir la adquisición de la Enciclopedia y su ingreso a España. Persigue implacablemente a los académicos, les roba el dinero que tenían para la compra, cumple obsesivamente su cometido, no sin inteligencia, sagacidad y tenacidad dignas de mejor causa. No le importa a qué artimañas ha de acudir, con tal de cumplir a cabalidad con el encargo recibido. Respeta la palabra dada y es, a su modo,  paradójicamente, un hombre de honor, aunque el darle este calificativo parezca un despropósito.

Otro personaje importante es madame Dancenis, que representa muy bien a las damas que en ese entonces abrían salones a los filósofos e intelectuales. De costumbres licenciosas (usual en ese siglo), no las ocultaba y exhibía a sus amantes con naturalidad. Hizo claudicar a Zárate.

El manejo del lenguaje no puede ser mejor. Pérez-Reverte hace gala de una prosa exquisita y de un estilo narrativo encantador. Hay armonía en toda la obra, y una perfecta y admirable articulación de una y otra secuencia.  Abundan las frases y párrafos felices. He aquí un ejemplo, que pone en boca de Zárate: … nadie puede ser sabio sin haber leído por lo menos una hora al día, sin tener biblioteca por modesta que sea, sin maestros a los que respetar, sin ser lo bastante humilde para formular preguntas y atender con provecho las respuestas… Procurando que nunca se diga de él lo que Sócrates dijo de Eutidemo, aplicable a muchos de nuestros compatriotas: Nunca me preocupé de tener un maestro sabio, sino que me he pasado la vida procurando no solo no aprender nada de nadie, sino también alardeando de ello.

La referencia a Cervantes es digna de transcribirse:

Por la ventana de la alcoba con solo levantar los ojos, el bibliotecario alcanza a ver el convento de las Trinitarias, que está al extremo de la calle. (…) La rancia, deprimida e inculta nación que tanto necesita ideas que ilustren su futuro resume buena parte de sus dolencias endémicas tras aquellos muros de ladrillo. Miguel de Cervantes, el hombre que más gloria dio a las letras hispanas, yace ahí mismo, en una fosa común. Murió pobre, abandonado de casi todos, arrojado al olvido por sus contemporáneos, tras una vida desdichada, sin apenas gozar del éxito de su libro inmortal. (…) Ninguneado por sus contemporáneos y solo reivindicado más tarde, cuando en el extranjero ya devoraban y reimprimían su Quijote, ni siquiera una placa o una inscripción recuerdan hoy su nombre. Fueron solo el tiempo, la sagacidad y la devoción de hombres justos –y extranjeros– los que le dieron, al fin, la gloria que sus compatriotas le negaron en vida y a la que todavía, en buena parte, la España cerril de toros, sainetes y  majeza permanece indiferente. (…) Amarga lección póstuma, esa tumba olvidada. La de aquel hombre bueno, soldado en Lepanto, cautivo en Argel, de vida desgraciada, que alumbró la novela más genial e innovadora de todos los tiempos.

Hay una característica del libro que no podemos pasar por alto: al mismo tiempo que transcurre la narración, se intercalan, de tanto en tanto, páginas en las que el autor nos relata la minuciosa y formidable investigación que ha efectuado para redactar cada escena con datos veraces, a la vez que sustituir la falta de estos con la imaginación, pero siempre adecuada a la posibilidad de que pudo, con certeza, haber ocurrido en la realidad.

Estas páginas son excelentes, porque contienen datos de gran interés para el lector. Además, sirven para dejarlo ansioso por saber cómo continúa el relato principal, pues la inserción de la página ajena se produce cuando la acción está en un momento en que despierta gran curiosidad por saber en qué desemboca.

Seguramente, el autor tiene sus razones para haber acudido a este recurso; no obstante, quizá habría sido preferible que esa información constara como cuerpo aparte, en un apéndice, a fin de no interrumpir la narración. De todos modos, hay que decir que la lectura de estas páginas no molesta al lector, pues aparecen discretamente, sin que apenas nos demos cuenta de su inclusión. Cuando menos lo pensamos, pasamos del siglo XVIII al XXI.

Hombres buenos es un libro impactante. Hay muchos aspectos desde los cuales se lo puede apreciar. Su lectura es apasionante y contribuye a ensanchar nuestros conocimientos sobre un siglo tan importante como el XVIII, que dejó su indeleble impronta en la Historia y en el devenir de los pueblos.  La acción transcurre en los años cercanamente anteriores a la Revolución francesa, circunstancia que es suficiente para que el libro sea altamente recomendable, más aún, si viene de la pluma de un escritor como Pérez-Reverte.

 

Fina Crespo
Septiembre de 2015

EL TIEMPO

el-tiempoLa palabra tiempo, por sí sola, tiene algunas acepciones; combinada con otras, forma locuciones con diverso significado. Así tenemos, entre otras, tiempo pascual, muerto, inmemorial, geológico, absoluto y unas tantas más. Para los propósitos de este artículo nos interesan principalmente estas tres:

1ª. Duración de las cosas sujetas a mudanza;

2ª. Magnitud física que permite ordenar la secuencia de los sucesos
estableciendo un pasado, un presente y un futuro; y

3ª. Época durante la cual vive alguien o sucede algo.

El hecho de vivir en un planeta sujeto a ciclos (orto y ocaso del Sol, período de lluvias y sequía, épocas de siembra y cosecha, sucesión de las estaciones, por ejemplo), han incidido en que, desde que la civilización tiene memoria, se haya considerado que el tiempo fluye homogéneamente desde un pasado a un futuro. Así lo conceptuaba Newton; pero varios científicos modernos han desechado esta idea ante la imposibilidad de demostrar que el tiempo verdaderamente fluye.

Nosotros, habitantes de un planeta que es menos que una partícula en el universo, nos hemos acostumbrado a ver el tiempo, en el sentido de duración de las cosas, como un elemento más de  nuestro diario vivir, como el aire y el agua. Pero no es así. Realmente, el tiempo no existe como elemento de la categoría de los dos nombrados, porque tan solo es un convencionalismo en el que nos hemos puesto de acuerdo para determinar la duración de nuestro paso por la vida y de lo que nos rodea. Miradas así las cosas, nosotros mismos somos el tiempo: lo tenemos mientras vivimos; se nos termina en el momento de morir. Es, en suma, una creación de la mente.

Nuestro tiempo… el personal, el que consideramos corto o largo según recordemos o esperemos; ese tiempo que en la niñez nos parece eterno, es menos que una ráfaga. Los científicos Marcelino Cerejido y Fanny Blanck-Cerejido nos dicen:

A escalas geológicas, que duran miles de  millones de años, la vida de un hombre, desde huevo fecundado hasta cadáver, parece poco menos que una explosión. Nos queda claro, entonces, que modas, muebles, aparatos, personajes, instituciones, imperios, ciudades, especies biológicas, montañas, continentes, sistemas planetarios, galaxias y el universo entero no son más que configuraciones más o menos pasajeras que va adoptando la materia. (…) Desde esta perspectiva, la historia de un organismo aparece como una serie de crisis y transiciones: en un huevo fecundado las células se dividen y forman una masa (mórula) que no se queda como tal, sino que luego se ahueca (blástula) y más tarde se invagina (gástrula), y pasa después por otros estadios que incluyen los de embrión, feto, niño, adolescente, adulto, anciano y cadáver.

También el organismo humano está sujeto a ciclos, lo cual, según parece, nos produce una ilusión: el sentido temporal, por el cual creemos darnos cuenta de que el tiempo transcurre, lo que nos lleva a la tesis ya expuesta, de que el tiempo somos nosotros mismos. Ese supuesto fluir del tiempo encuentra asidero en que lo medimos y en que para esa medición hemos creado máquinas llamadas relojes. La verdad es que esa medida se fundamenta en la duración de ciertas oscilaciones, cuyo transcurso se ha definido convencionalmente con la palabra segundo, transformada en unidad del tiempo como magnitud física, en el Sistema Internacional. El moderno avance de la ciencia le da una definición muy precisa, basada en conocimientos exactos; pero referirse a ello  no es el objetivo de este artículo.

La idea de medir los ciclos de la naturaleza, así como la duración de los seres humanos, de los animales y de los objetos, se pierde en la noche de los tiempos. Y ya, cuando empieza la historia (en Sumeria, por supuesto), la medición del tiempo es cosa corriente. Los caldeos, los asirios, los babilonios y los egipcios lo hacían. El Sol, nuestro astro, era el punto de partida para conocer la hora. Kidinnu, astrónomo caldeo del siglo VI a.C., calculó el movimiento del Sol con una exactitud tal, que solo fue superada en el siglo XX.  Hemos de recordar que los caldeos, los babilonios y los griegos no conocían el telescopio.

Con el avance del conocimiento, se dividió el tiempo en días, semanas, meses y años. La semana de siete días se la debemos a los caldeos. En Egipto, el ciclo anual empezaba el día en que la estrella Sirio aparecía en el horizonte.

Después de los relojes solares y los de agua, apenas en la baja Edad Media aparece el reloj mecánico. Poco a poco fueron perfeccionándose estas máquinas, hasta tener en la actualidad relojes de una precisión extraordinaria.

Aparecieron más tarde los calendarios. Los de los griegos eran lunisolares. Los primeros calendarios romanos que se conocen están grabados en piedra. El más antiguo es el de Antium, de mediados del siglo I a.C., y mencionaba las calendas, los idus y las fiestas. Más tarde, estos calendarios de piedra se sustituyeron por rollos de papiro, a los que se añadieron secciones de astronomía y astrología.

El calendario azteca descuella entre los de las culturas y civilizaciones precolombinas; el que se exhibe en el museo nacional de México tiene grabados numerosos datos de astronomía; en otros aparecen fechas, nombres de los dioses, de ciudades, de personajes, etc. Los mayas tenían el año de 365 días,  con un año bisiesto cada cuatro, mucho antes de que en Europa se regulara así el tiempo.

El calendario juliano lo implantó Julio César, en el siglo I a.C. En él se estableció el 1° de enero como el día inicial del año. El gregoriano reformó el anterior; esta reforma la ordenó el papa Gregorio XIII y es el que rige en la actualidad. Para corregir algunos defectos que tiene este calendario, se han propuesto varios proyectos de reforma, pero hasta ahora no han pasado de ser solo proyectos.

Muchas culturas han tenido sus calendarios, pero nos hemos limitado a mencionar aquí  únicamente los más importantes.

Todo lo anterior nos demuestra que el hombre ha dado enorme importancia al tiempo, al punto de preocuparse por medirlo. Todo ello no es cosa actual, sino que viene desde tiempos inmemoriales. Lo ha considerado un elemento que fluye,  que existe; ha querido aprisionarlo, regirlo, someterlo a normas, extenderlo a límites que antiguamente no podían ni imaginarse (se habla de vivir hasta ochocientos o mil años); sin embargo, esta creación de nuestra mente encuentra su final en nuestra mortalidad. La vida demasiado larga acarrea su propio fantasma: una dilatada ancianidad, que el que muere joven no llega a conocer.

Cerejido y Blanck-Cerejido nos dicen:

La senectud es enteramente artificial; es un producto de la civilización. Más aún: su duración es proporcional al grado de civilización, a la capacidad que tiene una cultura de remendar la vida de su gente y de sus animales. (…) Hoy los ancianos ya no son considerados como los depositarios de la sabiduría y de la historia, y la velocidad con que se producen los cambios tecnológicos, culturales y  geográficos tiende a dejarlos de lado. A su turno, los jóvenes se alejan de los ancianos, en virtud del temor y la culpa que inspiran la muerte y los que, virtual o concretamente, están cerca de ella. Así como para el niño la muerte es siempre la muerte de otro, para el adulto maduro la muerte de otro siempre refiere a la propia.

Por lo menos hasta el momento, pese a su incansable búsqueda, el hombre no ha encontrado la fuente de la eterna juventud. Así pues, a más tiempo sobre la Tierra, mayor período de ancianidad.

La siguiente anécdota se ha atribuido a varios personajes célebres: alguien muy famoso se jactaba de haber alcanzado una avanzada edad porque jamás había fumado ni bebido, siempre se había retirado temprano a descansar y jamás había caído en excesos en la comida o en su vida sexual. A todo ello, un colega le replicó: “Pero, mi querido amigo, usted no vive: usted dura”.

¿Qué es mejor? ¿Vivir o durar? La respuesta es obvia.

Cuando vemos, día a día, que se agota cada vez más nuestro capital de tiempo, lo mejor que podemos hacer es saborear la vida, aquilatarla en lo que vale y no desperdiciarla en tareas inútiles o en quejas más inútiles todavía. Ahora mismo estamos en el turno de vivir. Por tanto, ¡VIVAMOS!

Frases acerca del tema:

De autor desconocido: El primer error fue la invención del calendario. Ello condujo con el tiempo a la implantación de los lunes.

J. L. Borges: Estamos hechos, en buena parte, de nuestra propia memoria. Esa memoria está hecha, en buena parte, de olvido.

Angelus Silesius: Tú mismo haces el tiempo. Tu reloj son tus sentidos.

Cesare Pavese: No recordamos días, sino momentos.

Quevedo: Soy un fue, y un será, y un es, cansado.

Proverbio francés: La vida es una cebolla que uno llora mientras la va pelando.

Porchia: Uno vive con la esperanza de volverse una memoria.

Unamuno: Escapar a la muerte ha sido el núcleo de las religiones.

Cerejido: El deseo, podría decirse metafóricamente, es la presencia del futuro en el presente, de algo que aún no se ha realizado. Es la presencia de una ausencia.

Raoul Dufy: La naturaleza, mi querido señor, es solo una hipótesis.

Albert Einstein: El tiempo y el espacio son esquemas con arreglo a los cuales pensamos, y no condiciones en las que vivimos.

 

Fina Crespo
Mayo de 2011