EL MUNDO ALUCINANTE

39278-frase-en-el-mundo-alucinante-yo-hablaba-de-un-fraile-que-habia-pasado-por-variasreinaldo-arenasReinaldo Arenas, 1965

El autor nos dice que este libro no es una novela histórica o biográfica, pues no pretende ser sino, simplemente, una novela. Sin embargo, si hemos de hacer justicia al escritor, tenemos que reconocer que la obra sí es una novela histórica y biográfica, toda vez que, en el mundo hiperbolizado y alucinante en que se desarrolla la acción, mientras el protagonista recorre ciudades y países, vamos conociendo su vida y los acontecimientos que ocurren en la correspondiente época.

La obra trata de la vida y andanzas de fray Servando Teresa de Mier, personaje histórico (1765-1827), dominico y doctor en teología, que por su sermón en que ponía en tela de juicio las apariciones de la Virgen de Guadalupe, fue apresado por la Inquisición y procesado. Estuvo en cárceles de México y España, de las cuales logró fugarse; finalmente, abolido y disuelto el Tribunal del Santo Oficio, logró quedar en libertad. En México coincidió con el poeta cubano José María Heredia, que también había padecido persecución a causa de sus ideales (luchaba por la independencia de la isla, que en ese entonces era colonia española).

Algunos de los episodios de la vida de fray Servando están narrados hasta tres veces: según pudieron haber sucedido; según la desbordante imaginación del autor, y según ocurrieron en la realidad.

En la carta dirigida a fray Servando, a doscientos años de distancia, Arenas le informa de todos los lugares por los que anduvo para conocer su vida y su pensamiento, a consecuencia de lo cual ha llegado a conocerlo y amarlo, y a descubrir que él mismo y el fraile son idéntica persona. No lo muestra como un hombre inmaculado desde el punto de vista de la pureza evangélica, ni como un héroe intachable, sino como lo que realmente fue: una de las figuras más importantes de la historia literaria y política de América, y un hombre formidable.

Fray Servando nace en Monterrey, en donde pasa su infancia. El relato de esta etapa de su vida es fascinante, porque la triple narración nos deja ver, tanto la realidad de los hechos, como el torrente de imaginación con que se la describe.

Al dejar Monterrey para seguir la carrera eclesiástica en la capital, fray Servando tiene oportunidad de ver la miseria de las clases bajas, las supersticiones que abundan, la corrupción que hace de las suyas en los conventos y el abuso de poder de las clases altas. Hombre cabal desde su más temprana juventud, rechazó las proposiciones obscenas que se le hicieron, quizá no porque habrían de desagradarle, sino por la dependencia que ello habría de significar en su vida.

En el convento buscó libros dignos de leerse. Al no encontrarlos allí, los buscaba por todas partes; al fin, los encontró entre los que se hallaban en la aduana sin que las autoridades decidieran si permitían su ingreso al país, y que los marineros se dedicaron a contrabandear. Leía vorazmente, en todas partes: debajo de la cama, detrás del altar mayor y entre los troncos de los árboles del patio. Había descubierto los libros. Quiso saber. Cayó en el foso sin escape de las letras. Entre los libros buscaba respuestas a cuantas preguntas se hacía. Y quiso saber más. Siempre se considera algo terrible y malsano el querer saber; más aún en esa época, en que muchos libros no contenían, según los censores, otra cosa que locura y sacrilegio.

Fray Servando se convirtió en un excelente predicador. Y como había impresionado al arzobispo con un sermón, este le solicitó que pronunciara otro, sobre la Virgen de Guadalupe. Este hecho marcó su destino: deambular por todo el mundo, huyendo sin cesar de sus captores. Pues es el caso que fray Servando, en lugar de decir en su sermón las cosas que se acostumbraban, protagonizó “un largo combate entre los antiguos dioses y las nuevas leyendas”. Puso en duda la aparición de la Virgen, ya que, según él, había llegado a México en tiempos muy antiguos, como parte de los dioses ancestrales, antes de la llegada de los españoles. Por ese hecho cayó en la primera de muchas prisiones que habrían de venir. Desde luego, tampoco el arzobispo creía en la aparición de la Virgen, pero le convenía tener engañado al pueblo, lo cual le producía buenas utilidades.

Lo más terrible de la prisión fue que el provincial de la Orden no le permitió conservar ni un solo libro; le había negado, asimismo, papel y útiles para escribir, todo lo cual lo llevaba a la más amarga desesperación. Embarcado a España, vio los horrores del comercio de esclavos en los barcos negreros, monstruosidad que nos hace pensar que los seres humanos no merecemos que se nos llame criaturas superiores, pues los animales son incapaces de cometer tales iniquidades.

Con sucesivos escritos, fray Servando se defendió ante las autoridades competentes; pero nadie prestó atención a sus reclamos, pues “la justicia no existe donde el gobierno está en manos de los poderosos”.

Logró fugarse de la prisión y llegar a Valladolid, en donde, una vez más, pudo constatar la corrupción de los ministros de la Iglesia. Luego, va a Madrid, en donde se asombra de la vida en esa ciudad, pues las prostitutas abundan (más de cuarenta mil, “solamente en la corte de Madrid, y esto sin contar las cortesanas, las damas nobles ni la reina”). Vicios de todo tipo proliferan en la ciudad.

Y así, de prisión en prisión, entre las que se intercalan temporadas de libertad gracias a sus fugas, fray Servando va a recalar en Francia, Portugal, Inglaterra, Cuba, Estados Unidos, Italia y, finalmente, en México, su patria, a la que tanto había añorado, al punto de conmoverlo hondamente la visión de una planta de agave (maguey), trasplantada a otro país y enjaulada en un pequeño cubículo. Tanto había anhelado la independencia de su tierra, y cuando llegó, encontró que Iturbide, que había tomado el poder, no satisfacía en lo más mínimo lo que se esperaba una vez obtenida la independencia. Por mostrarse contrario al gobernante fue encarcelado una vez más, en su propio país; pero, también una vez más, logró fugarse. Más tarde participó, como diputado por Nuevo León, en el segundo congreso constituyente, en 1813.

Aposentado en la casa de gobierno, se encuentra con el poeta Heredia, y tiene lugar un impresionante intercambio de ideas entre los dos hombres: el poeta, que trata a toda costa de hacer valer sus méritos, y el fraile, que es político y escritor, que habla de sus desengaños al no conseguir para su patria el modelo de gobierno que consideraba el mejor. Dice: Y qué somos, qué somos en este palacio sino cosas inútiles, reliquias de museo, prostitutas rehabilitadas. De nada sirve lo que hemos hecho si no danzamos al son de la última cornetilla. De nada sirve. Y si pretendes rectificar los errores no eres más que un traidor, y si pretendes modificar las bestialidades no eres más que un cínico revisionista, y si luchas por la verdadera libertad estás a punto de dar con la misma muerte…”

Toda la obra es una inmensa alegoría, llena de hipérboles, en donde los hechos se agigantan hasta llevar al lector a entender en toda su magnitud los acontecimientos relatados. La fantasía se aúna con la realidad para entregarnos un libro emocionante desde la primera hasta la última página. Las andanzas de fray Servando nos llevan al mundo de la Inquisición, de las prisiones sórdidas, de los tormentos y miserias de quienes viven sometidos a un poder despótico. Nos encontramos con personajes como Simón Rodríguez, Simón Bolívar y su prima Fanny, Humboldt, Constant, madame de Stäel y Francisco Xavier Mina.

Las reflexiones de fray Servando sobre política, religión y más temas, son profundas y admirables. El autor las ha tomado de las obras del fraile, especialmente de Apología.

Las ciudades europeas como Roma, París, Madrid, tan celebradas por cuantos las han visitado, aparecen como realmente las ve fray Servando: sórdidas, con sus tugurios, sus delincuentes, su miseria y su abyección. La fantasía campa a lo largo y ancho de la obra, unida a la realidad histórica, en un relato no exento de humor; así, por ejemplo, la batalla de Trafalgar, contada por el fraile, es una verdadera fiesta, llena de ironía, exageraciones y acontecimientos increíbles. El vuelo de la imaginación y la omnipresente hipérbole nos conducen por cárceles y conventos, y dramatizan las ideas de tal modo que el lector capta, en toda su terrible verdad, la dureza de la vida a la que tantos infelices seres humanos hubieron de someterse, que incluye la miseria, la injusticia y, en muchos casos, una muerte horrible. Y en medio de tanto dolor vemos que, mientras el espíritu es libre, no hay cárcel ni cadenas que aprisionen al hombre.

El viaje por las tierras del amor nos muestra los vicios a los que se entregaba la clase privilegiada. Se busca la felicidad, pero es una tarea inútil, porque la dicha no existe. En páginas excelentes se demuestra la inutilidad de los afanes del hombre, que ni siquiera sabe qué es lo que desea alcanzar, y se nos dice que es preferible no soñar en situaciones “mejores” que quizá sean peores que aquellas por las que atravesamos, pues muchas veces alcanzar un sueño conduce a la aniquilación. Sobre el dinero, está la magnífica metáfora del hombre que hereda una fortuna considerable, que se vuelve una carga que solamente lo hace sufrir y desear liberarse de ella. Al referirse a los tan denostados sacrificios humanos que efectuaban los aztecas, no podemos dejar de parangonarlos con las hogueras levantadas por los cristianos “civilizados”. También con estas se aplacaba la ira de un Dios enojado y ofendido.

Y, finalmente, al término de su vida, fray Servando, que ya se preparaba para ir a Dios, duda, siente miedo. Miedo de que al final de aquellos vastos recintos no hubiese nadie esperándolo. Miedo a quedarse flotando en un vacío infinito, girando por un tiempo despoblado, por una soledad inalterable donde ni siquiera existiría el consuelo de la fe. Miedo a quedar totalmente desengañado.

Esta obra, que habla de un mundo verdaderamente alucinante, perdido ya en el polvo de los siglos, contiene tanta fantasía como realidad. Ciertamente, ¿qué sería de nosotros si en nuestra vida no pusiéramos algo de imaginación y solo nos conformáramos con la prosaica realidad del mundo material? Tenemos que introducir en nuestra existencia el ideal, la poesía, la infantil capacidad de imaginar por imaginar, sin otro propósito que endulzar nuestra cotidianidad y darle un vuelco que nos aparte de la rutina y la cadena sin fin de los mismos acontecimientos, repetidos día tras día.
Este libro nos lo enseña.

Fina Crespo
Noviembre de 2015

BARCELONA

barcelonaPara comprender el entorno histórico en que se desarrolla la novela de Chufo Lloréns, es preciso conocer algo de los antecedentes de la Barcelona del siglo XI, y cómo llegó a conseguir una total hegemonía entre los pueblos de la región. 

Se han encontrado pruebas de asentamientos humanos en la región, desde 2500 a.C. Al parecer, fueron varios los poblados, uno de los cuales se llamó Barcilo, Barcinon, Barkeno o Barkino, que existía ya en el siglo III a.C.

Se instalaron allí los cartagineses, que establecieron importantes factorías en la zona; pero, al final de las guerras púnicas, fueron expulsados, y los romanos se asentaron en el año 218 a.C., y construyeron un pequeño poblado fortificado; con la pax romana de Augusto, desapareció la fortaleza y tomó auge la colonia denominada Mons Taber, que es el núcleo de la actual Barcelona. Su nombre completo fue Colonia Augusta Faventia Paterna Barcino.

Más tarde, ya en nuestra era, la región de Cataluña sufrió las invasiones de los bárbaros: vándalos, suevos y alanos. El visigodo Ataúlfo, aliado de los romanos, se estableció en Barcino, en 415. Desaparecido el Imperio romano en 476, llegaron los ostrogodos; después de un breve período de permanencia de éstos, retornaron los visigodos, pero no pudieron resistir el empuje del islam, que se había lanzado a la conquista de la Península ibérica en 711.

Carlomagno inició la conquista de Cataluña, pero la derrota sufrida en Roncesvalles la detuvo. Más tarde, en 785, Ludovico Pío (Luis I el Piadoso), hijo de Carlomagno, tomó Gerona; y, en 801, cayó Barcelona. En Cataluña Vieja se organizó la Marca hispánica, dentro del imperio carolingio, a fin de expandir sus fronteras.

A lo largo del siglo IX se organizaron varios condados, entre los que descolló el de Barcelona, que pronto se convirtió en hegemónico, sobre todo en el siglo XI (marco cronológico de la novela), época en que se construyeron muchísimos castillos, que dieron origen al nombre de Cataluña.

Ramón Berenguer I el Viejo (1024-1076), hijo de Berenguer Ramón I y de Sancha de Castilla, heredó los condados de Barcelona y Gerona. Como era lo usual en esa época (y en todas), tuvo que guerrear contra distintos adversarios y sofocar varias rebeliones. Ermessenda, su abuela, que gobernó durante su minoría de edad, y con la cual tuvo varios distanciamientos y acercamientos, le dio en venta los condados de Barcelona, Gerona y Ausona. El conde logró someter a los rebeldes, con lo cual ensanchó sus dominios. Su obra reconquistadora se completó con una fuerte repoblación de la Segarra, la Conca de Barberá y el Urgel. Obligó a dos príncipes musulmanes a pagarle parias, con cuyo producto compró las posesiones de otros señores feudales, amén de recibir las tierras de sus hermanos, por renuncia de éstos a sus derechos. Con el perfeccionamiento jurídico impuesto en los juramentos de vasallaje, añadido a la adquisición de tantos territorios, Ramón Berenguer I aseguró a los condes de Barcelona su preponderancia en Cataluña.

Queda claro que Ermessenda no fue mujer de Ramón Berenguer I, sino su abuela. Isabel, su primera mujer, murió en 1050. Luego se casó con Blanca, pero la repudió para casarse con Almodis de la Marca, que aportó al matrimonio derechos territoriales sobre parte del Languedoc. En 1071, fue asesinada por su hijastro, Pedro Ramón, habido en el primer matrimonio de Ramón Berenguer I. El asesino fue encontrado culpable y huyó a Tierra Santa.
La novela se desarrolla en una época muy especial. Termina la denominada alta Edad Media y se inicia la baja Edad Media. Comienzan los siglos del gótico, con sus magníficas catedrales, esos monumentos erigidos para la eternidad, cuyas agujas, elevadas al cielo, testimonian la fe de todos cuantos participaron en su construcción.

Se forman las nacionalidades, hecho que con el tiempo dará lugar a la creación del Estado moderno. El latín retrocede frente al avance de las lenguas vulgares, todavía en ciernes, pero que tiempo después se convertirán en idiomas cultos y evolucionados, uno de los cuales (muy bello, por cierto) es nuestro castellano.

El feudalismo inicia su decadencia, y florecen los burgos (las ciudades), con sus gremios, su comercio, su industria y su lucha por conseguir que se reconozcan sus derechos. La nobleza de sangre palidece ante el ascenso arrollador de la burguesía.

A finales de siglo, concretamente en 1095, se emprenden las cruzadas, que, aunque podemos considerarlas acciones bélicas injustificables, pusieron a la Europa medieval en contacto con las civilizaciones de Oriente, lo que llevó a Occidente a entusiasmarse con un nuevo sistema de vida y a adquirir refinamientos que no conocían en absoluto, puesto que los romanos, que sabían del arte del buen vivir, habían desaparecido siglos atrás.

Es el siglo del Cid Campeador y del mester de juglaría, de la poesía provenzal y del amor cortés. Es la época en que la Reconquista toma un fuerte impulso, que siglos más tarde culminará con la toma de Granada por los Reyes Católicos.

Éste es el entorno en que se desenvuelve la novela. Es importante conocer estos detalles, a fin de juzgar y apreciar el trabajo del autor, pues todo lector acucioso está en la obligación de hacerlo. En la novela histórica es preciso distinguir la realidad de la ficción, lo que nos hace admirar más la habilidad del escritor para incluir personajes de ficción en una época real, mezclados con personajes también reales.

Fina Crespo
Noviembre de 2009

NOS VEMOS ALLÁ ARRIBA

Image result for nos vemos allá arribaPierre Lemaitre, 2013

 

Nos encontramos frente a una obra de vasto alcance, ambientada al final de la Gran Guerra, en la cual perecieron millones de soldados, cuando aún la vida les sonreía, en plena juventud y sin tener una idea clara de las razones por las cuales combatían. Les hablaban de “fidelidad, lealtad, sentido del deber y chorradas por el estilo”, según expresión del autor, y a cambio se les exigía nada menos que su vida.

A lo largo de las vicisitudes de tres sobrevivientes, nos adentramos en un mundo de horror, no solo en lo que respecta a los hechos bélicos, sino a las consecuencias de estos una vez terminado el conflicto… ¿Terminado para los excombatientes? Nada de eso. Comienza entonces el drama de los sobrevivientes de la gran carnicería, desmovilizados, sin trabajo, sin dinero y agobiados por los traumas que la durísima experiencia vivida les dejó como secuela, pues habían visto la guerra, no a través de las noticias de prensa, sino cara a cara, en el propio campo de batalla.

Estos tres sobrevivientes son: el teniente Henri d’Aulnay-Pradelle, hombre sin escrúpulos que pasa por héroe de guerra, pero al que solamente le interesan su ascenso, las medallas y el dinero, pues se trata de un aristócrata venido a menos, que quiere recuperar para su familia el esplendor pasado; Édouard Péricourt, joven de familia rica, hijo del multimillonario Marcel Péricourt, inclinado al arte (para el cual tiene muy buenas aptitudes), de sexualidad equívoca, a quien su padre rechaza precisamente por esa circunstancia; y Albert Maillard, joven apocado, lleno de dudas e indecisiones, pero con un gran sentido del honor, del honor bien entendido, y de la gratitud.

Pradelle, pensando en sus galones y fortuna, ordena un inconsulto y repentino asalto a la cota  113, hecho que le permite, además de dar rienda suelta al enfermizo odio que profesa a  los alemanes, aprovechar la oportunidad de representar el papel de héroe, cuando ya la contienda llegaba a su fin y quedaban pocas ocasiones para lograr ese objetivo. Para protegerse de posibles inconvenientes en el futuro (que irían en su contra), elimina los cadáveres de quienes, en cumplimiento de sus órdenes, perecieron durante el reconocimiento del lugar; al ver que Maillard se da cuenta de lo ocurrido, provoca su muerte; no obstante, cuando para este último parecía todo perdido y su fin era inminente, interviene Édouard y lo salva; pero esa acción deviene en perjuicio de este último, que recibe una descarga de metralla, a consecuencia de lo cual su rostro queda mutilado, horriblemente desfigurado, sin mandíbula inferior y sin lengua.

Al finalizar la guerra, los sobrevivientes deben regresar al hogar. Pero Édouard no quiere volver a su casa ni ver a su padre, como tampoco a su hermana, Madeleine. Se niega a que le implanten un injerto para en algo reconstruir el rostro deformado. Con la complicidad de Albert, que se ha convertido en su sombra, y que lo cuida y protege en todo momento, toma los documentos de un soldado muerto que no tiene familiares que lo reclamen, adopta su nombre y lo suplanta. Por su parte, Albert también toma los documentos de otro soldado muerto, lo cual le servirá más adelante.

Aparte de los nombrados y entre los tantos personajes que desfilan por la obra, se destaca Marcel Péricourt, hombre multimillonario, para quien no existe en la vida nada mejor que hacer dinero e incrementar su fabulosa fortuna. Cuando se entera de la muerte de su hijo (hecho falso), siente su corazón por primera vez. Llora amargamente, pues, ¿de qué sirven la fortuna, los negocios, las empresas, si comprende que nunca fue un buen padre, y que frente a la partida de su hijo nada valen los éxitos de este mundo?

Un personaje ejemplar es Joseph Merlin, el funcionario correcto, que no se deja sobornar por una cantidad que haría vacilar al más honrado. Cumple con su deber, pese a que nunca ha recibido el reconocimiento de sus superiores a su labor. Además, es el único que, al cavilar acerca de tantos combatientes muertos en plena juventud, se siente apenado por ello y afectado por la tragedia que la guerra representa, cuando tantos otros solo ven que “una época de crisis favorece por definición a las grandes fortunas”.

Un personaje entrañable es Louise, la niña de once años que traba amistad con Édouard; tiene una inteligencia muy aguda y, pese a su corta edad, manifiesta una lealtad a toda prueba.

Todos los demás personajes se hallan perfectamente descritos: algunos, francamente abyectos; otros, valientes y resignados, como el mutilado que se gana la vida arrastrando un carretón.

La acción se desarrolla sin tregua, pues las aventuras se suceden sin descanso y llevan al lector de un sobresalto a otro. En cada una de ellas, se puede apreciar la destreza del narrador, pues, conjuntamente con la descripción de los hechos, tiene lugar un verdadero análisis de la guerra y sus consecuencias. La verdad es que una cosa es mirarla en los periódicos, desde las noticias: tantas bajas, tantos desaparecidos, tantos pueblos destrozados, tantos civiles muertos, tantas batallas ganadas y perdidas; números fríos, que nada dicen del ser humano que expone (y en muchos casos pierde) su vida. Qué fácil es decir, por ejemplo, que la batalla de Verdún duró diez meses y costó 300.000 muertos. Otra, muy diferente, es mirarla con los ojos de los combatientes: todos los horrores, la muerte de los camaradas, las mutilaciones, el barro, el miedo, la desesperación; y el atroz dilema: por un lado, por el poderoso instinto de conservación, el afán de evadirse, de salvar la vida; por otro, enfrentar el pelotón de fusilamiento por deserción o por abandono del puesto.

La crueldad de la guerra es infinita: es el más espantoso azote que puede caer sobre la humanidad. En palabras del autor, “En el fondo, una guerra mundial no es más que un intento de asesinato generalizado en un continente”. Creo que no solo es un intento: es un asesinato. Y todo, para satisfacer la codicia de los que ganan inmensas fortunas a costa del sufrimiento y muerte de innumerables seres humanos; y, cómo no, el afán de lucirse como grandes estrategas, quienes “pelean” la guerra desde sus escritorios, sin exponerse para nada. Los muertos sirven para efectuar negocios fraudulentos, obtener ingentes ganancias y acumular inmensas cantidades de dinero. Los caídos, pues, no son personas: son piezas que producen magníficas utilidades.

La obra enfoca diversos temas. Uno de ellos, muy de tomar en cuenta por cierto, es la situación de los excombatientes. Han sobrevivido a la guerra, sí; pero, luego de la desmovilización, les esperan el olvido y la miseria. Las grandilocuentes declaraciones, como “la emocionada gratitud de una Francia reconocida”, no eran sino palabras vacías destinadas a los artículos periodísticos y al gran público, pero no correspondían a la realidad. La dura verdad es que, antes de la desmovilización, los hacinaban en barracones donde escaseaban la comida y la más mínima comodidad; y, una vez en sus lugares de origen, se encontraron sin trabajo, mutilados muchos de ellos y sin la pensión que el Estado les debía. Como bien dice el narrador: “El país era presa de un frenesí conmemorativo en honor de los muertos, directamente proporcional a su aversión por los sobrevivientes”.

Aparte de estos temas tan importantes, tangencialmente se tratan asuntos como la situación de las mujeres en esa época (reciente, porque para un período histórico, un siglo no es mucho tiempo): “…en esa época las mujeres sufrían mucho desprecio”. Y el racismo, que lo vemos en el siguiente párrafo: “…las exhumaciones habían sido rápidas, pues nadie insistía mucho. Por delicadeza, se había encomendado esa tarea a los trabajadores franceses, ya que, sabe Dios por qué, a algunas familias les repugnaba que los senegaleses desenterraran a sus muertos: ¿tan poco digna era la tarea de exhumar a los caídos, para encargarla a unos africanos?” Asimismo, el deplorable desempeño de la burocracia: el deficiente trabajo de los ministerios y de la administración pública en general.Por último, la situación del personal de servicio, cuyos miembros eran tratados como seres inferiores, al punto de que no estaban autorizados para tomar el ascensor: tenían que subir y bajar por las escaleras.

El estilo de la obra es estupendo: abundan las frases felices, las metáforas, los símiles, las reflexiones filosóficas; y, a pesar de tratarse de un tema difícil y trágico, un finísimo humor se encuentra por doquier.

La trama está muy bien articulada; después de un sinfín de aventuras y circunstancias a cuál más sorprendentes (que incluyen la fenomenal estafa de Édouard y Albert, así como los negocios turbios de Pradelle), todos los personajes hallan su destino.

El título del libro, “Nos vemos allá arriba”, corresponde a las últimas palabras escritas a su esposa por Jean Blanchard, fusilado el 4 de diciembre de 1914 por abandono de la posición, y rehabilitado el 29 de enero de 1921. Demasiado tarde. Un “error” sin importancia, que cuesta nada menos que la vida de un ser humano, arrebatada injustamente.

Lemaitre reconoce haber tomado “cosas prestadas aquí y allá de diversos autores”, cuyos nombres anota escrupulosamente y   que corresponden a destacadas personalidades del mundo literario, y pide “que consideren estos préstamos como otros tantos homenajes”. En todo caso, lo ha hecho de tal manera, que el resultado es un relato apasionante, que cautiva al lector, lo incita a reflexionar y lo deja completamente satisfecho.  Muy merecidos me parecen, tanto el premio Goncourt, como varios otros  que se le han  otorgado.

Fina Crespo

Abril de 2015

LA CONJURA DE LOS NECIOS

Image result for la conjura de los neciosJohn Kennedy Toole, principios de la década de 1960

Esta novela tiene mucho de comedia; se trata de una obra bastante compleja, pues los temas que incluye son muy diversos: desde los movimientos sociales de hace medio siglo, hasta la tragedia de la vejez y del desempleo, no sin pasar por una visión escalofriante de la pobreza y de la explotación de que son víctimas quienes padecen tales situaciones. Todo ello llevado al absurdo, con situaciones tratadas de tal manera que nos provocan risa, a la vez que nos obligan a leer sin descanso, ávidos por conocer el desenlace de cada una de las aventuras narradas, así como el final de la obra.

El personaje principal, el héroe de la novela, es Ignatius Reilly, hombre de treinta años, desocupado de profesión (pese a tener un título universitario obtenido en ocho años de estudios, el doble de tiempo previsto para cursar la misma carrera), que vive con su madre y que es un enfermo crónico debido a la hipersensibilidad de su válvula pilórica, hecho que le sirve de pretexto para no trabajar y para vivir pendiente de nimiedades de su salud, a la vez que dedicarse a comer desmedidamente, con un apetito comparable al de Homero Simpson. Pasa muchas horas escribiendo textos que, en su criterio, algún día serán una magna obra que producirá grandes ganancias.

Irene, la madre, viuda desde hace unos tantos años, vive pendiente de su hijo, del que se ocupa como si fuera un niño pequeño y del que recibe maltratos que no debería soportar; para sobrellevar sus cotidianas dificultades, bebe con cierta frecuencia, lo que le ocasiona más de un problema.

Los demás personajes: Jones, la señorita Trixie, Myrna Minkoff, Lana Lee, Darlene, Santa, Robichaux, Mancuso (el policía obligado a encontrar y detener al menos a un delincuente), González, Levy y su mujer (quienes mantienen una relación pésima, al punto de que, en medio de los bellos y caros artículos que llenan la mansión en que viven, ellos mismos no se consideran objetos gratificantes) representan, cada uno, un estrato social; y, a pesar de las hilarantes situaciones en que se desenvuelven, se percibe la tragedia de quienes, como Jones, Trixie y Mancuso, viven entre la angustia y la resignación, obligados a cumplir papeles que detestan, pero de los que no pueden liberarse.

Caso especial es la mujer de Levy: la consideran culta porque ha seguido un curso de psicología (¡!); en realidad, es una persona algo chiflada, empeñada en que la señorita Trixie se sienta querida y útil, razón por la cual no le permite jubilarse, pese a que la pobre anciana lo desea vivamente. Es un caso bastante común entre personas de cierto estrato social, que efectúan labores “benéficas” y que padecen de un esnobismo a todo dar.

Empujado por las circunstancias, Ignatius se ve obligado a buscar trabajo. Su anhelo de mejorar la situación de la humanidad y su idealismo (porque, sí, es idealista) lo llevan, al igual que a don Quijote, a enderezar entuertos, y se ve inmerso en problemas que devienen en la pérdida de sus respectivos trabajos.

En sus escritos, Ignatius anota los hechos sobresalientes en los que ha intervenido, y  siempre echa la culpa de sus fracasos a la fortuna, que le juega malas pasadas. Describe admirablemente la situación de los negros en una sociedad de blancos imbuidos de su propia superioridad; ataca sin piedad a Myrna, su antigua novia, a la que endilga los peores epítetos. Como la acción se desarrolla pocos años después del macartismo (nombre derivado del político norteamericano Joseph McCarthy, que en los tempranos años cincuenta desató una verdadera “caza de brujas” contra supuestos simpatizantes del comunismo y contra los que tenían ideas opuestas al gobierno, a quienes inhabilitó profesionalmente), se percibe la paranoia que en ese entonces azotaba a los Estados Unidos, pues muchas personas veían comunistas por todas partes y se aterraban de ello.

Con el fin de establecer un gobierno ideal para su país, Ignatius no vacila en recurrir a la comunidad homosexual, a fin de ganar adeptos para su campaña; pero allí también fracasa, pues nadie comprende ni comparte sus ideales. Hombre de obsesiones, Ignatius no se explica cómo el resto de personas (los necios) no apoyan sus proyectos, que, según él, pueden cambiar la sociedad para mejor. Y una y otra vez insiste, sin que lo arredren tantos reveses.

Irene, la madre de Ignatius, sufre la perturbación de su hijo; pero, al final, comprende cuán mal había actuado al sobreprotegerlo hasta convertirlo en un inútil, bueno para nada, víctima de temas e hipocondríaco. Por tanto, decide cortar con todo aquello y, al fin, vivir libremente su vida.

Uno de los desaciertos de Ignatius se convierte en la clave para que se solucionen los problemas surgidos a lo largo de la obra y para que todos los personajes encuentren su destino. El propio Ignatius termina curado y redimido por Myrna Minkoff, a la que tanto había denostado.

La conspiración de los necios es una obra deliciosa, que no solo entretiene a los lectores, sino que nos invita a pensar en la realidad de la sociedad en que vivimos, pues, aunque la obra se escribió hace algo más de medio siglo, hay circunstancias que no han cambiado o que han variado muy poco. Veamos un ejemplo que casi pasa desapercibido: hoy, la gente se aliena con el celular; entonces, con el radio de transistores.

Aunque el personaje principal es un individuo que aparentemente ha perdido la razón, la verdad es que en sus escritos demuestra tener una visión clara del mundo que lo rodea y de la sociedad a la que pertenece. Todo su esfuerzo se esfuma ante la incomprensión y la burla de sus semejantes.

En esta obra se toca un problema que, al menos en nuestra época, afecta cada día más a numerosas familias: los hijos sobreprotegidos, a los que se considera superdotados y a los que, en consecuencia, sus padres los tratan con una permisividad excesiva; hijos que, aunque son adultos hechos y derechos, viven aún con sus padres, con todos los problemas que ello acarrea; hijos que no se hacen cargo de sus vidas, porque para eso están sus padres, con los cuales establecen lazos de manipulación (que ambas partes ejercen) y que no maduran nunca: son los futuros huérfanos de cuarenta, cincuenta o sesenta años.

Por último, hay otras cuestiones: ¿Qué es la cordura? ¿Qué es la locura? La línea divisoria entre estos dos extremos es, en ciertos casos, muy débil. ¿Son locos los quijotes de este mundo? ¿O lo son quienes se dejan alienar por el sistema, el esnobismo, la extravagancia, el ansia de “ser originales”, el consumismo? Dice Sándor Márai, el excelente escritor húngaro, al referirse a la insania: “…ese veneno sutil, invisible e impalpable que es la locura…” ¿Y no son venenos sutiles, invisibles e impalpables las ideas que la televisión y muchas publicaciones de moda instilan en el cerebro de niños, adolescentes y jóvenes, que los alienan e impiden pensar en lo fundamental? ¿Dónde está la razón? ¿Dónde está la locura? ¿Quiénes son los necios? ¿Quiénes son los sensatos?

El sistema imperante prepara a las personas, desde la más tierna infancia, en forma sutil y taimada, para ser consumistas sumisos y para creer que el comprar desaforadamente produce felicidad. Mientras más compras, más feliz eres. Es una idea falaz, que solo conduce a la destrucción de uno de los bienes más importantes que tiene una persona: su libertad, la verdadera libertad, que no es la de vivir bajo tal o cual sistema político, sino la de tener un auténtico libre albedrío y saber a ciencia cierta cómo conducirse en la vida; la de ser dueña de sus decisiones, de su pensamiento rector; en una palabra, de su conciencia.

La conjura de los necios, en la que la influencia de Cervantes es evidente, pues Ignatius no es sino un Quijote moderno, es una obra para leerla tres veces, como dice Walker Percy, el autor del prólogo. Y para que en cada ocasión nos guste más. Galardonada con el Premio Pulitzer, es una obra que se recomienda por sí misma. Y coincidimos con las palabras de Percy, que deplora la prematura muerte de Toole, que nos privó de una probable producción literaria de excelente calidad.

 

Fina Crespo

Febrero de 2015

LA CENA

Herman Koch, 2009

Estobra, galardonada con el Premio del Público y declarada Libro del Año en 2009, ciertamente merece estas distinciones: admirablemente bien articulada en el transcurso de una cena, satisface completamente al lector y lo lleva a reflexionar sobre el tema principal, esto es, acerca de la moralidad o inmoralidad de los actos humanos, y si existe justificación para un delito a todas luces reñido con el primero y más elemental de los derechos del hombre: la vida.

La novela se desarrolla en cinco instancias: Aperitivo, Entrantes, Segundo, Postres y Digestivo. Narrada en primera persona, el lector conoce los acontecimientos por medio de los recuerdos, pensamientos y cavilaciones del hermano menor, hombre violento, mentalmente desquiciado.

El relato se inicia con la cita de dos hermanos, Serge y Paul Lohman, y sus respectivas esposas, Babette y Marie Claire, para cenar en un exclusivo restaurante de Ámsterdam, en donde Serge  consigue mesa sin haberla reservado con anticipación, pues, como se trata de un político muy conocido, no debe someterse a la espera de tres, cuatro y hasta seis meses, como es costumbre en ese lugar. Este hecho nos da la medida de quién es el personaje. La atención que reciben los comensales nos permite ver hasta qué punto se adula a quien tiene dinero y poder.

Las dos parejas se han reunido para tratar acerca de un gravísimo asunto relacionado con sus hijos: Rick, de Serge y Babette; y Michel, de Paul y Claire. Ambos son de la misma edad, quince años, y se hallan cursando sus estudios secundarios. Los lectores sabemos, sí, que hay un problema espinoso; pero el autor se las ingenia para mantener la expectativa, sin revelarnos de qué se trata. Se mantiene, pues, el interés del lector, que devora una página tras otra hasta conocer, por fin, el desenlace de los acontecimientos.

Los personajes están muy bien definidos: Serge es un político muy conocido y se halla en campaña, con vista a las elecciones que habrán de efectuarse en unos seis o siete meses. Vive pendiente de su imagen, y aunque su preocupación principal es ganar las elecciones para el cargo de primer ministro, no es del todo un hombre falto de principios. Ya lo veremos más adelante.

Babette es la típica mujer del político que tiene posibilidades de triunfar. Aunque no es feliz junto a su marido, se contagia de las ambiciones de este, y no piensa en otra cosa que en la importancia de las elecciones que se avecinan. Es más lista que Serge.

La pareja tiene dos hijos de su sangre: Rick y Valerie; además, por razones que probablemente nada tienen que ver con el amor al prójimo, han adoptado a un niño de Burkina Faso, país del África, al que llaman Beau, que goza de los mismos privilegios que sus hermanos y que también tiene la misma edad, aproximadamente, que Rick.

Paul, el ex profesor de historia, es un personaje muy complicado. Con toda seguridad, está mentalmente enfermo. Ama a su mujer con devoción y siente que la suya es una familia feliz. Piensa que la felicidad se basta a sí misma. Mentalmente cita la primera frase de Ana Karenina, la novela de Tolstói: “Todas las familias felices se parecen entre sí, pero cada familia desdichada ofrece un carácter peculiar”. Y agrega,  de su propia cosecha: “Solo me atrevería a añadir que las familias desdichadas, y sobre todo los matrimonios desdichados, nunca pueden estar solos. Cuantos más testigos tengan, mejor. La desdicha busca siempre compañía. La desdicha no soporta el silencio, sobre todo los silencios incómodos que se producen cuando se está a solas”.

Paul se siente feliz con su mujer y prácticamente no puede hacer nada sin el concurso y la ayuda de ella; sin embargo, aunque se considera dichoso, es un hombre amargado. En realidad, envidia a su hermano mayor; permanentemente le desea el mal; ansía que Babette se lance en contra de su marido, para que tengan una pelea como debe ser; además, escudriña el mínimo movimiento o ademán de su hermano para criticarlo. Como se trata de un político, lo conceptúa hipócrita y falaz; así, por ejemplo, nota la sonrisa falsa de su hermano y sentencia que aquella sonrisa procede del mismo saco que el apretón de manos.

Y no solo es amargado: Paul es un individuo irresoluto, que en su mente se presenta a sí mismo como un valiente; pero siempre, a la postre, comprende que debió actuar de tal o cual manera y no lo hizo, con lo cual se le pasó la oportunidad. Hasta en las situaciones más simples, se la pasa imaginando lo que va a suceder, lo da por cierto y se queda sin llevar a la práctica algo que se había propuesto. Y así, en su mente elabora proyectos que jamás se harán realidad. Le gustan los huracanes, maremotos y tornados, y estima que un mundo sin violencia, sea natural o de carne y hueso, sí que podría ser insoportable. Él mismo protagoniza varios episodios de furor incontrolable: contra el dueño de una tienda de bicicletas, cuando Michel, entonces un niño de ocho años, había roto con una pelota el vidrio de un escaparate; contra el dueño del restaurante en que cenan los hermanos y sus esposas; contra el director del colegio en que estudia Michel, oportunidad en la que golpea salvajemente al pobre hombre; contra su propio hermano, al que le lanza una cazuela muy caliente a la cara; contra el director del instituto en que él mismo daba clases, a quien pensó hasta matar. Estos hechos nos hacen pensar que Paul es un psicópata, que cree tener patente de corso para humillar y atropellar al prójimo.

Marie Claire (a quien su marido llama solamente por su segundo nombre), es también más lista que Paul, sobre el que ejerce una influencia enorme. Se sienten tan compenetrados entre sí, que a cada uno le basta dirigir   una mirada al otro,  para estar al tanto de su pensamiento. Es una mujer de armas tomar, que, en las peores situaciones, no vacila en adoptar medidas extremas. Pese a que no sufre de ninguna enfermedad mental, es peor persona que su marido.

Mientras espera la llegada de su hermano al restaurante, Paul rememora lo ocurrido esa misma noche, cuando entra al cuarto de su hijo a buscar “algo”, y encuentra, en el teléfono celular del muchacho, una información que lo angustia y lo trastorna. Una vez más, el autor juega con el suspenso y no nos revela lo que vio el padre en el celular de Michel.

Llegado el momento del entrante (o entrada, como decimos nosotros), ocurre un pequeño accidente en el descorche de la botella de vino que se va a consumir. Con sutil ironía, el autor nos muestra todas las bufonescas e inútiles ceremonias a que recurren, para los actos más simples y sencillos, quienes quieren aparentar cultura y exquisitez, en ocasiones tales como la de estar en un restaurante de mucha categoría, en donde se sirven platos casi vacíos y carísimos.

Luego de varias disquisiciones de Paul, el narrador, llegamos por fin al meollo del asunto; pero antes de abordarlo, cabe detenernos en el criterio de Paul respecto a la educación de los hijos:

“Ya me daba por contento con que Michel siguiera llamándome papá y no ‘Paul’. En todo este asunto de los nombres había algo que me sacaba de quicio: niños de siete años que llaman ‘Joris’ a su padre y ‘Wilma’ a su madre. Era una confianza mal entendida que al final siempre acaba volviéndose contra los padres demasiado modernos. Solo mediaba un pequeño paso del ‘Joris’ y ‘Wilma’ al ‘¿No te he dicho que lo quería con mantequilla de cacahuete, Joris?’, tras lo cual, el bocadillo de crema de chocolate era despachado de vuelta a la cocina y desaparecía en el cubo de basura.

“Lo había visto muchas veces en mi propio entorno, padres que soltaban una risita estúpida cuando sus hijos les hablaban en ese tono. ‘Vaya, cada vez llegan antes a la pubertad’, comentaban para disculparlos. No comprendían, o sencillamente les daba miedo comprender, que habían criado monstruos. Naturalmente, lo que en el fondo de su corazón esperaban era que, a sus hijos, Joris y Wilma les gustaran más tiempo que papá y mamá”.

Paul y Claire, sin darse cuenta, habían criado también un monstruo. Michel y su primo, Rick, habían atacado a un menesteroso, sin motivo alguno; y, además, habían filmado la escena. Posteriormente, cometen un delito mucho más grave: en un cajero automático atacan a una indigente, la atormentan, hieren y maltratan, y terminan matándola con un bidón de gasolina casi vacío que lanzan a la cabeza de la mujer y que estalla cuando los adolescentes prenden un encendedor de cigarrillos. Todo lo graban en el celular; peor aún: más tarde regresan al lugar del delito y se ríen de lo que han hecho. Por si la grabación en el celular fuera insuficiente, todos estos hechos quedan filmados por la cámara de vigilancia.

La conversación de las dos parejas en el restaurante se centra en los sucesos acaecidos y en la defensa de sus respectivos vástagos. Serge, el político, es quien se comporta más razonablemente: comprende que lo que han hecho Rick y Michel es muy grave; anuncia el retiro de su candidatura, y considera que los dos chicos deben afrontar lo que han hecho y aceptar sus consecuencias (el castigo de la ley).

Ante semejante posición de Serge, Babette, Claire y Paul expresan categóricamente su oposición, pues ven en esa circunstancia, que el futuro de sus hijos corre peligro. Al propio tiempo, tratan de justificar a los jóvenes mediante argumentos disparatados. Claire, especialmente, se manifiesta con un total desprecio por la víctima, como si su muerte no importara nada. Según ella, si nadie se entera, no ha pasado nada. ¡¿Nada?! ¡Se trata de la muerte de una persona inofensiva a manos de dos vándalos! A Claire le interesan únicamente Michel y Rick. Si ellos están a salvo, lo demás no importa. Las comparaciones que hace no tienen lugar ni sentido.

Paul, por su parte, manifiesta que, tanto él como su mujer, no quieren inculcar en Michel un sentimiento de culpa. Estima que la fallecida es, en parte, culpable de lo que sucedió y que no es posible que una indigente que está estorbando en un cajero automático se vea como la inocente de la película.  ¿Acaso alguien puede cometer  un crimen de esa naturaleza y no sentir ninguna culpa, ningún remordimiento? ¿Qué clase de sentimientos tiene esta gente? ¡Claro que la  víctima es la inocente de la película!

A todo esto, Beau, que no había participado en el delito, se entera de lo sucedido y trata de chantajear a Michel. Este se comunica con la madre y, en la seguridad de que “papá no sabe absolutamente nada”, se confabulan para asesinar a Beau, que desaparece sin dejar rastro.

Claire, mujer sin escrúpulos, para evitar que su cuñado anuncie el retiro de su candidatura, le lastima el rostro con una copa rota. El agredido tiene que ir al hospital y no puede formular la declaración que había proyectado. De todos modos, meses más tarde pierde las elecciones, hecho del cual su hermano se congratula.

Cuando tuvo que retirarse del instituto en donde daba clases de historia, Paul fue a ver al psicólogo del plantel; allí se entera de que padece de una enfermedad delicada (¿esquizofrenia?) que puede haber transmitido a su hijo; el doctor menciona el nombre de  un científico alemán (¿Kraepelin?), y le indica que, con la medicación adecuada, se puede controlar la enfermedad. Ante la explicación de todo lo que se puede averiguar en la actualidad mediante la amniocentesis, Paul pregunta si hace treinta o cuarenta años era ya posible efectuar este examen. El psicólogo le responde: “Si esa prueba hubiera estado disponible entonces, no sería del todo impensable que sus padres hubieran optado por ir sobre seguro”. Es una clara mención del aborto.

Pero a Claire sí le practicaron la amniocentesis, circunstancia que Paul ignoraba. Al descubrir la verdad en unos documentos que su mujer guardaba desde hacía algunos años, tiene la seguridad de que Michel heredó la enfermedad. Esto podría explicar, quizá en parte, la actitud criminal del joven; pero ¿por qué la madre no lo llevó al médico para que le tratara la enfermedad? Es una negligencia imperdonable.

Al final, dos crímenes quedaron impunes: la muerte de la indigente y la desaparición de Beau. Los cómplices de estos adolescentes, sus padres, permiten que los chicos se salgan con la suya. Los dos muchachos se libran de la cárcel y de la vergüenza pública. Según sus padres,  nada le deben a la sociedad, ninguna reparación: solo murió una indigente y desapareció un joven africano. ¿A quién le interesa? Nadie se entera de lo sucedido; por tanto, no ha pasado nada. La vida de esos dos pobres seres no vale en lo absoluto. Pero el recuerdo de lo sucedido perseguirá toda la vida a los que cometieron el crimen, a menos que no tengan conciencia. Todos los días vemos que el que  tiene poder y dinero no tiene por qué temer a la ley. La cárcel es solo para los de abajo.

Esta obra de Herman Koch,  con toda justicia, ha sido reconocida como un aporte sustancial a la literatura. A lo largo de la famosa cena, se tratan, aparte de los asuntos que forman la trama principal de la novela, otros puntos de no poca importancia. Por ejemplo, sin ruido, se habla de una lacra que todavía, en este siglo XXI y  quién sabe hasta cuándo, corroe las relaciones humanas: la xenofobia. La vemos claramente en el odio que los franceses profesan a los holandeses, lo que nos demuestra que no solo se aborrece a los pueblos tercermundistas, sino a todo aquel que representa al “otro”

Se habla del racismo y de los diferentes ángulos desde los cuales se puede tratar este asunto. Se topa el tema de la homosexualidad, y de cómo, en uno u otro caso, se califica de buenos o malos a los individuos, según cómo se comportan con nosotros, independientemente de pertenecer a otra etnia o ser homosexuales.

Se habla de la educación de los hijos, y  de que, hágase lo que se haga, nada está escrito al respecto. Hay una escena en que Paul ve en los ojos de su hijo el odio que le profesa; sin embargo, hay hijos que han sido muy bien educados y que también odian a sus padres.

En definitiva, este libro dejará satisfecho al lector más exigente. Nos hace ver que el ser humano es igual en todo lado, y que en los países supuestamente más civilizados, “también se cuecen habas”. Vale la pena recomendar su lectura.

Fina Crespo

Diciembre de 2014

NOTA:

Nosotros, lectores y habitantes de estas latitudes latinoamericanas, en donde el maíz ocupa un lugar muy importante en la alimentación, no podemos pasar por alto el comentario que el autor pone en boca de Paul: que el maíz es, fundamentalmente, comida para cerdos. No está bien esa frase. Dejo sentada mi protesta.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA MUJER LOCA

Juan José Millás, 2014

 

La novela se inicia con una palabra que no es tal: pobrema, vocablo que, sin haber sido escrito ni pronunciado jamás, habita en el cerebro de una joven, Julia, que, aunque perturbada mentalmente, sufre una locura  muy similar a la de Don Quijote, que solo la experimentaba en lo relacionado con la caballería andante, no así en los demás asuntos, en los que siempre demostraba mucha lucidez. Del mismo modo, Julia está desquiciada, pero únicamente en lo que tiene que ver con la gramática, mas no con otros temas.

Por hallarse enamorada de Roberto, su jefe, que es filólogo, comienza a estudiar gramática con ahínco, y ello deviene en un desfilar, por su mente, de infinidad de palabras y frases que “hablan” con Julia y expresan preocupaciones y sentimientos. Pobrema, la palabra que no lo es, desea entrar en el léxico, de modo que pueda servir para hablar o escribir. Consigue convertirse en vocablo, a cambio de sufrir una mutilación y perder su personalidad, su yo. Julia le extirpa la sílaba ma y queda la palabra pobre, que metafóricamente en este caso, nos dice mucho. Cuántos seres humanos hay que, con tal de pertenecer a tal o cual estrato de la sociedad, pierden su identidad y sufren mutilaciones, no físicas, sino espirituales o intelectuales.

En la intensa actividad que personas imaginarias, vocablos y frases despliegan en la mente de Julia, se filtra, quieras o no, una deliciosa, aunque pequeña, clase de gramática. Nos muestra el inmenso poder de las palabras; la maravilla que es el lenguaje; la innegable realidad de que, aunque lo poseemos, también nos posee; el hecho cierto y muy cierto de que intelectualmente somos lo que es nuestro léxico, pues no podemos nombrar sino aquello que conocemos; lo apasionante que es dedicarse a estudiar el idioma, actividad que nos depara mil y una satisfacciones; y la explicación de las palabras sexo y género, que no significan lo mismo: la primera define a las personas; la segunda, a los seres gramaticales. Para despedir a pobrema, diré que prefirió ser insignificante, a perder su personalidad, su yo; recuperó la sílaba ma y volvió a quedar completa. ¡Cuántas personas deberían hacer lo mismo!

Aunque perturbada mentalmente, Julia no está muy lejos de quienes se dedican a estudiar el lenguaje, porque adquirir familiaridad con las palabras, darse cuenta de su inmenso poder, construir juegos lógicos con ellas, es una actividad deliciosa, amén de que nos incita a manejarlo correctamente, como lo que es: el poderosísimo instrumento del que disponemos los seres humanos para comunicarnos.

Los avatares de la vida llevan a Julia a la casa de Serafín y Emérita. Esta última sufre una enfermedad incurable y por ello ha decidido recurrir a la eutanasia, mediante suicidio asistido.

Al llegar a esta parte del relato, Millás le da un giro espectacular, puesto que él mismo entra a formar parte de los personajes de la obra. Quiere escribir un reportaje sobre Julia, y acaba por interesarse vivamente en la enferma, que pasa a convertirse en el personaje principal de la narración. Cuando entra en la casa de Serafín, se encuentra con que es la misma en que vivió en su temprana juventud, cuando era estudiante, y en donde experimentó un duro episodio, a raíz del cual su amiga María quedó perturbada, como ahora lo está Julia.

Millás pasa algún tiempo con la enferma, y poco a poco va interesándose en ella; cambia el trato, hasta cierto punto descortés del principio, a un genuino deseo de escuchar lo que ella tiene que decir. Y, ¡vaya!, tiene mucho de qué hablar. Ya lo veremos más adelante.

A la par de sus visitas a la enferma, Millás acude a una psicoanalista, mujer de ochenta años, a la que precisamente ha escogido por tener esa edad, de modo que espera que fallezca durante el tratamiento, lo que, en efecto, sucede.

En el diván de la psicoanalista, Millás se desdobla en el Millás de acá y en el de allá. Ambos personajes son el escritor y el narrador, que, según las propias palabras del autor, son dos instancias diferentes. Y añade que puede haber una tercera. Se siente fascinado por el “mapa” de un país imaginario, dibujado en el techo del consultorio, a partir de una mancha de humedad. Ello da pie para hablar de lo falso y de lo verdadero, y de lo difícil que es establecer una línea divisoria entre ambos conceptos. Entre una y otra sesión, Millás y su psicoanalista hablan del mundo, y de que, como en la computadora, este se repite a sí mismo incesantemente, con un copia y pega, copia y pega, sin fin. Así son también las generaciones humanas, que no son sino un copia y pega de los genes. Se refieren también a lo legal y a lo ilegal; y, al hablar del suicidio de Emérita, llegan a la conclusión de que los sucesos relatados en la literatura interesan por más tiempo que los acontecimientos reales (la ficción, a la larga, aguanta más que la realidad), pues los suicidios ficticios de los libros influyen por mucho más tiempo que los reales.  En varias oportunidades, durante las sesiones, Millás se convierte en el psicoanalista, pues es quien hace las preguntas y   espera respuestas de la profesional que lo atiende.

Los diálogos de Millás y Emérita son muy profundos. Se habla de las personas porquesí y porquenó, condición que diferencia a quienes hacen las cosas por hacerlas, de quienes las hacen por amor. Emérita, que es una persona porquesí, encuentra el amor en los demás, y no en sí misma, pues no tiene disposición para amar; la prueba es que se casó porque sí; sin embargo, según Millás entiende, Emérita, al final, encuentra en sí misma el amor, esto es, la capacidad de amar.

Para Emérita, la vida es como un paquete turístico barato, aunque bien organizado, en el cual a cada uno le toca lo bueno o lo malo, sin que haya dedicatoria. Opina que el amor es la prótesis más espectacular inventada por el ser humano, para suplir la amputación afectiva de que padece.

Finalmente, confía a Millás un episodio vivido hace treinta o cuarenta años (antes, recordaba la fecha con precisión, pero ahora no, porque el tiempo está roto para ella). Es un secreto que ha guardado durante toda su vida: mató a un desconocido, un hombre de edad, porque él mismo se lo pidió y la obligó a hacerlo. Su marido, que siempre supo lo que había pasado, jamás le preguntó nada ni habló de ello. Así era el amor que le profesaba. Al entregar a Millás el revólver que utilizó para matar al hombre (que resultó ser un abogado muy conocido), se deshizo de la carga que había soportado durante tantos años. Tal como le dijo el hombre que le pidió que lo matara, ese acontecimiento cambió la vida de Emérita para siempre. Sintió lo que significa tener en las manos la vida de otra persona, algo que no la dejaría en paz nunca.

Estos diálogos se amplían a temas tales como la opinión de que Dios no es todopoderoso, porque nada puede hacer en determinadas circunstancias; que Dios somos nosotros mismos; que todo el mundo quiere ir a algún sitio, señal inequívoca de que no vamos a ninguno. Y así, un continuo filosofar, que nos lleva a inquirir también sobre nuestras propias vidas y la forma en que las vivimos, pues tampoco sabemos nada y caminamos entre sombras.

Por fin, Emérita ingiere el coctel preparado para su suicidio asistido, y fallece.

Los demás personajes siguen su rumbo: Serafín y Julia se unen como pareja, venden la casa y se van de la ciudad. El cura, que confesó y dio la extremaunción a Emérita poco antes de su fallecimiento, vuelve a su pobre casa y guarda el secreto de lo sucedido. Millás “concurre” a una sesión con su terapeuta muerta, y aún tiene lugar un diálogo filosófico más.

La mujer loca es un libro fascinante, que en sus páginas trata de temas muy  profundos y recoge experiencias que nada tienen de extraño, porque son sucesos que, aunque nos parezcan imposibles, ocurren muchas veces en la realidad. Aunque las ficciones que pueblan la mente de Julia no son más que eso, ficciones, para ella son absoluta verdad; por tanto, esas personas que nosotros vemos como irreales, para la joven existen y tienen entidad propia. Las frases y las palabras hablan con tal fuerza, que Julia siente todo ello como algo totalmente cierto. Y así es para cada cual su mundo interior. Si no fuera así, únicamente lo exterior nos parecería que existe; pero es un hecho que nuestros pensamientos, los personajes, objetos, anhelos y sueños que llenan nuestra mente, gozan de plena existencia en el momento en que los llamamos. El que no sean tangibles no les quita verosimilitud.

En su excelente artículo Son de lo que no hay, el filósofo español Fernando Savater cita a Paul Valéry, quien, en su Pequeña carta sobre los mitos, dice: “¿Qué sería de nosotros sin el auxilio de lo que no existe? Poca cosa, y nuestros espíritus desocupados languidecerían, si las fábulas, los malentendidos, las abstracciones, las creencias y los monstruos, las hipótesis y los pretendidos problemas de la metafísica no poblasen de imágenes sin objeto nuestras profundidades y nuestras tinieblas naturales”.

La obra trata de la locura y la cordura, del amor y de la indiferencia, del derecho a la eutanasia (tema muy de actualidad y que genera áspera polémica), de la maravilla del lenguaje, de las religiones, de Dios, de los complejos; en fin, de una extensa gama de asuntos que atañen a la vida humana y que no los podemos soslayar.

La mujer loca nos demuestra, una vez más, la óptima calidad de la narrativa de Millás, uno de los grandes escritores de nuestra época, que no en vano ha sido galardonado con premios de reconocida importancia.

 

Fina Crespo

Octubre de 2014

PADRE

mafalda_papa “Viejo, mi querido viejo. Yo soy tu sangre, mi viejo; soy tu silencio y tu tiempo”. Estas palabras, tomadas de la bella canción que Piero ha cantado para siempre, están dedicadas al hombre que, desde el inicio de la vida, se halla presente en la conciencia y en el corazón de todo ser humano. Es el padre, que para el niño representa el amparo, la fuerza, la valentía, el sustento y, cómo no, también el amor y la ternura. Para el adulto, el padre es el hombre lleno de sabiduría, orientador y consejero en todo momento y circunstancia, el apoyo en las dificultades y el amigo incondicional.

El oficio del padre no es miel con hojuelas. Es una labor dura, que requiere de esfuerzo, sacrificio, trabajo y dedicación. Un gran pensador ya lo ha dicho: “El hijo es un acreedor dado por la naturaleza”. No es padre solamente el que ha engendrado: es el que ha entregado su vida, sus ilusiones, sus afanes y sus recursos, a quienes llegan a ser parte importantísima de sí mismo. Tanto es así, que hay una clase especial, muy especial, de padre: el que cría, ampara y educa, como si fueran suyos propios, a niños que han perdido a su padre biológico, sea por defunción, incapacidad, miseria extrema o  abandono.

El auténtico padre es la persona que ostenta, muy merecidamente, el título de cabeza del hogar, porque provee del alimento corporal y espiritual a sus hijos, los conduce por la senda correcta, y les prodiga su amor y sus cuidados. Es el paradigma en que se han de inspirar, y es quien, con su conducta,  señala el derrotero para que ellos lleven una vida digna y ejemplar.

Es conocida la forma de pensar de un hijo con respecto a su padre:

A los ocho años de edad: “Mi padre lo sabe todo”.

A los trece años: “Poco sabe mi padre”.

A los quince y durante toda la adolescencia: “Mi padre no sabe nada”.

A los treinta años: “Algo sabe mi padre”.

A los cuarenta: “Mi padre sabe mucho”.

De los cincuenta en adelante: “Qué sabio era mi padre”.

Esta es una realidad. Frente a la educación que el padre imparte, los hijos se rebelan, no soportan a su progenitor, quieren que “los deje en paz y  que no se meta en sus vidas”. Más tarde, cuando llega la hora de enfrentar la vida, cuando ven que el mundo que iban a conquistar no los espera con los brazos abiertos, cuánto necesitan los hijos de su padre, de ese hombre que poco a poco pusieron a un lado, pero que siempre está ahí para ayudar, aconsejar, consolar. Y es entonces cuando aprecian la sabiduría de su viejo.

Bajo la sombra paterna se forja el ser humano. En la personalidad del adulto subyacen muchos de los rasgos del padre, porque sus enseñanzas, su saber, su cultura, quedan impregnados en el alma y en el corazón del hijo.

Los vástagos la corona de gloria del padre. Los padres son los hombres esforzados, trabajadores, íntegros, que han formado hijos dignos de pertenecer a su estirpe. Ellos perpetuarán su nombre y sus virtudes; heredarán su reciedumbre, su tenacidad, su valor. Merecen, con toda justicia, su amor, gratitud y veneración. Y el nombre, tan dulce y tierno en los labios del hijo: papito.

Fina Crespo

Mayo de 2014

LA FELICIDAD

LaFelicidadTodos los seres humanos anhelan la felicidad. Cada cual, por diferentes caminos, la persigue. Pero ¿qué es la felicidad? Si nos atenemos a lo que dice el gramático, es el estado del ánimo que se complac

e en la posesión de un bien. Claro está que esa definición no nos dice si se trata de un bien espiritual o material, y no abarca la sutil gama de significados que cada uno puede darle.  ¿Quién puede, entonces, definirla?

Veamos qué nos dice un sabio hindú: La posesión y disfrute de bienes materiales, sin paz interior,
equivale a morirnos de sed mientras nos bañamos en un lago. Si bien debe evitarse la pobreza material, debemos aborrecer la pobreza espiritual, porque es la pobreza espiritual, y no la carencia material, la que constituye la base del sufrimiento humano.

Leamos un haiku (poema japonés):

             Corto madera

             Saco agua

             Es maravilloso.

¿No son, acaso, lecciones llenas de sabiduría estas sencillas palabras? Pero la naturaleza humana es tal, que pocas son las personas que llegan a conocer la esencia misma de la vida. Si mañana hemos de partir; si ninguna fortuna, ninguna grandeza, son perdurables; si la muerte nos acecha a todos, ¿por qué perseguir una supuesta felicidad fundamentada en la posesión de riquezas? ¿Por qué tiene que ser mejor llorar en un palacio que en la calle? ¿No es igual el dolor? ¿Por qué sacrificar la vida a la persecución de un imposible?

La publicidad, destinada como está a que las grandes empresas hagan más y más dinero cada día, nos ha vendido ideas equivocadas. Por ejemplo, una gaseosa de fama mundial presenta su producto con una frase adjunta: Destapa la felicidad. ¿Es acaso posible que la dicha se encuentre dentro de una botella? ¿Qué vacío espiritual induce a las personas a dejarse llevar por semejantes promesas? Y es un hecho que se dejan llevar, porque la gaseosa en cuestión tiene un éxito formidable.

La felicidad, como tantas otras cosas en las que cree la gente, no es sino un concepto, no una realidad. Pregunte a sus amigos qué entienden por felicidad, y una gran mayoría contestarán algo parecido a esto: Son contados momentos de euforia y exultación. El primer califa de Córdoba, Abderramán III, que gobernó por varias décadas, dijo, al final de su vida, que había sido un monarca muy poderoso, amado por sus súbditos y exitoso en su gestión, y que, sin embargo, pese a sus riquezas, a su fama, solamente había tenido catorce días de felicidad en todo ese tiempo.  Está claro, por tanto, que la famosa y perseguida felicidad no produce un estado permanente de gozo o complacencia. En general, es algo que está siempre más allá, como la zanahoria que trata de alcanzar el borriquito. En consecuencia, es inútil perseguirla.

Si alguna forma de felicidad existe, se encuentra en aquello que trasciende lo tangible. Y no es algo que esté fuera de  nuestro alcance. Se llama, como dijo el sabio mencionado al principio de este artículo, PAZ INTERIOR. Y para lograrla no es necesario poseer belleza física, ni fortuna, ni la “parlera fama” que desprecia Olmedo. Basta con trabajar en nuestra mente, en nuestro yo interior, para conseguir la ataraxia de que hablaban los griegos. Esa paz interior nos permite atravesar la vida sin sobresaltos, sin angustia, en la seguridad de que todo es pasajero; de que ningún problema es eterno; de que los sufrimientos y contratiempos nos fortalecen, en lugar de aniquilarnos. La paz interior, que es un estado permanente, nos enseña que la tan ansiada felicidad no es una meta; que esa paz debemos buscarla en el camino.   Nos permite recorrerlo con el corazón alegre y tranquilo, porque el gozo está en la travesía, mientras el barco está en el mar y no solo cuando ha llegado a puerto.

No en vano dice el sabio: Cultiva las macetas de tu ventana, en lugar de soñar con un mágico jardín lejano.

Y también: De las muchas formas en que puede dividirse a la humanidad, se halla esta: las personas que emplean su vida en conjugar el verbo ser, y las que se pasan la vida conjugando el verbo tener.

Las personas que buscan felicidad en la acumulación de bienes materiales, que muchas veces ni siquiera alcanzan a disfrutarlos plenamente, son tan pobres de espíritu, que lo único que tienen es riqueza material. Tienen un vacío interior que ninguna fortuna puede llenar. Hacen depender su estabilidad emocional de miserables bienes que, como dice el evangelio, los consume el orín y la polilla. Si desaparecieran esos bienes, ¿qué les quedaría? La nada.

Escuchemos a otro sabio: Las cosas que tú tienes, en realidad te tienen a ti; tú no eres el amo de tus cosas, sino su esclavo.

Acumulemos, pues, riqueza interior. Esa nos acompaña toda la vida y desaparece únicamente con nuestra muerte. Cuando pasan los años, cuando la vida casi se ha ido, nada tenemos sino lo que hemos guardado en nuestro espíritu. A ello recurrimos cuando el dolor nos abate, cuando la soledad nos llega. Esa riqueza es tan grande, que por más dispendiosos que seamos, nunca se agotará. Estará allí para reconfortarnos, para darnos alegría y entusiasmo, y  sentido a nuestra existencia.

Fina Crespo

Abril de 2014

SOBRE PAZ INTERIOR Y SOBRE POBREZA ESPIRITUAL

paz interiorLa paz interior es un estado del ánimo que se puede alcanzar en la vida y que no es gratia gratis  data, sino que es producto de un aprendizaje que dura la vida entera, porque todo es perfectible a medida que nos empeñamos en conseguirlo. Es fruto de una introspección y de una profunda reflexión sobre la vida misma; es un continuo filosofar sobre temas que nos atañen a todos, como, por ejemplo, la felicidad, el amor, la religión, el dinero, el trabajo y otros por el estilo, que sería largo enumerar.

La paz interior nada tiene que ver con la bonanza económica o con el sistema político en el que nos toque vivir, porque estos dos asuntos dependen de factores cuyo dominio no está en nuestras manos. Si condicionamos nuestra paz interior a circunstancias como esas, jamás la alcanzaremos, porque no se trata de un bien tangible, ni se fundamenta en una coyuntura material.

Dice Sócrates: Cuando todas las cosas son similares para nosotros, más nos parecemos a los dioses. Y un amigo, buen pensador, me dijo: Aunque estés en un calabozo, con cadena y bola de hierro en los pies, serás libre si tu espíritu es libre. Y cito a otro sabio: No podemos dirigir el viento, pero podemos ajustar las velas.

¿Qué significa todo esto? Que la única libertad que existe es la del pensamiento, y que el libre albedrío se halla en nuestra mente, porque bienestar o desdicha no dependen de lo que sucede a nuestro alrededor, sino de cómo pensamos respecto a ello. Si modificamos positivamente nuestros pensamientos, modificamos igualmente nuestro mundo.

La persona que disfruta de paz interior no teme al día que no ha visto llegar; no siente miedo de posibles catástrofes que probablemente no lleguen a suceder. Mira la vida y la acepta como es. Sabe que está matizada de alegría, dolor, risas, lágrimas, salud, enfermedad, pérdidas y ganancias; y, como colofón, la muerte, consecuencia natural de la vida, que tenemos que aceptar de buen grado; peor para nosotros si no lo hacemos. Cuando esa persona sufre un dolor muy grande (a lo que estamos expuestos los seres humanos todos), padece ese dolor, pero no se eterniza en él; encuentra dentro de sí la entereza suficiente para superar cualquiera de los avatares de la vida.

En lo que respecta a riqueza o pobreza material, cabe hacer una aclaración imprescindible: no se trata de volver a las cuevas de la prehistoria ni de vivir bajos puentes o en las vías subterráneas del metro de las grandes y opulentas ciudades. No. Todos tenemos derecho a una vida digna en el aspecto material. Ojalá todos los seres humanos pudieran vivir bien. El dinero es necesario para vivir; pero ello no significa que debamos acumularlo para sentirnos en paz, ni siquiera la paz exterior, menos aún la interior.

Un conocido aforismo nos hace pensar: Las cosas que tú tienes, en realidad te tienen a ti. Tú no eres el amo de tus cosas, sino su esclavo. Por tanto, es conveniente poseer lo necesario para vivir dignamente, y nada más. Esa vida digna no requiere de objetos valiosísimos, ni de viajes espectaculares, ni de ropa carísima, ni de joyas de valor incalculable. Si tenemos la oportunidad de conocer mundo, en buena hora; pero si la ocasión no se presenta, no pasa nada: seguimos siendo los mismos. Le preguntaron a Henry David Thoreau cuánto había viajado; el célebre filósofo replicó: He viajado mucho por Concordia (el pueblito en donde vivía y del que jamás salió). Con esta respuesta, que encierra una gran sabiduría, dejó estupefactos a sus colegas filósofos.

Si podemos vernos con amigos y servirnos una buena cena, pues, muy bien; sin embargo, si la situación económica no nos lo permite, bien podemos tomar juntos una simple taza de café, y todos contentos. Lo que realmente vale es la buena conversación, la alegría de vernos y el compartir vivencias.

Conquistar la paz interior es tarea ardua, que requiere mucha disciplina. Es preciso dejar a un lado nuestro natural egoísmo, suprimir la arraigada costumbre de quejarnos de todo y por todo, de modo que podamos dejar de pensar solo en lo meramente material, a fin de disfrutar de una vida interior muy rica.

No nos gustaría vivir en una pocilga. Pero mucha gente que habita en viviendas lujosísimas, mora, en su interior, en lugares sórdidos. Si nuestra casa exterior debe brindarnos comodidad y un ambiente agradable, ¿qué podemos decir de nuestra morada interior? Estamos en la obligación de construirnos un palacio maravilloso, que no nos va a costar un solo centavo, pues se lo levanta con el esforzado trabajo de  nuestro cerebro, reflejado en un examen ponderado de nuestras ideas, gustos, aficiones, obsesiones, manías, obcecaciones, frivolidades y todo cuanto atañe a nuestra personalidad, a fin de sacar las conclusiones necesarias para llegar a eliminar mucho de lo negativo que nos agobia, y emprender en acciones que nos permitan vivir en paz con nosotros mismos y con nuestros semejantes, y mantener una constante actitud mental positiva.

Tener paz interior no significa estar libre de defectos, sino luchar diariamente contra ellos, aunque jamás podamos vencerlos del todo. En la batalla está lo importante. Y si triunfamos, aunque sea en pequeña escala, tanto mejor.

Me encanta mencionar los pensamientos de los sabios, de esos seres maravillosos cuya compañía espiritual nos ayuda a descubrir los tesoros de la sabiduría (que no es lo mismo que el saber). He aquí uno de esos pensamientos: Entre las tantas formas en que puede dividirse a las personas, se halla esta: las que emplean su vida en conjugar el verbo SER, y las que se pasan la vida conjugando el verbo TENER.

Pasemos a la pobreza espiritual: es la antítesis de la paz interior. Quien tiene la desdicha de caer en ella es una persona que sufre, porque teme. Cree que para atravesar la vida en la mejor forma, deben cumplirse algunos o todos estos requisitos: tener mucho dinero, amor, belleza física las mujeres y apostura los varones, una pareja exitosa, juventud (aunque haya que buscarla, inútilmente, en el bótox o en la cirugía plástica), amistades que llaman “distinguidas”, triunfo en los negocios, éxito social, una casa fastuosa, elegancia y finura en el vestir (sin criterio propio, sino de acuerdo con lo que dictan los llamados gurúes de la moda), hijos inteligentísimos y triunfadores, etc., etc., etc. Si no consigue cumplir la mayoría de estas que podríamos llamar aspiraciones, padece, puesto que vive pendiente de los logros ajenos, que en ningún momento admite que superen los suyos propios.

No le interesa la sabiduría (no la del 1+1=2, porque ese es conocimiento), sino la verdadera sabiduría de la vida. Cree que vino al mundo a “triunfar, a tener éxito”, y ese triunfo se mide por la cantidad de dinero que ha logrado hacer, sin que importen su calidad humana y virtudes tales como la generosidad, la compasión, la solidaridad. Si es mujer, vive pendiente de las revistas de modas o chismes de actualidad, claro que del “jet set”. Si es hombre… bueno, ahí están las salas de convenciones, los buenos hoteles, las mujeres más bellas, los trajes más elegantes. No es que esas cosas sean malas per se, sino que son las únicas que le interesan, sin que las del espíritu tengan la menor importancia. Para darnos cuenta de cuánto influye la mediocridad,   basta con ver la cantidad de “personajes” de fama mundial que nos ponen como ejemplos de vida; desde luego, son dueños de inmensas fortunas; si mentalmente los despojamos de todo ese dinero, de su ropa tan fina, de su automóvil carísimo último modelo, no queda sino un individuo insignificante, que en lo espiritual no vale nada.

El espíritu no debe entenderse solo como el alma inmortal que supuestamente habita en nosotros. En el ámbito en que lo mencionamos aquí es algo que tiene que ver con lo más elevado de nuestro intelecto; por ende, con lo que respecta a nuestras mejores cualidades. La pobreza es la escasez, la carencia. Con esto podemos darnos cuenta de lo que significa la pobreza espiritual.

El evangelio nos dice que de la abundancia del corazón habla la boca. No menciona la abundancia del bolsillo, de la cartera, de la cuenta corriente, de las acciones de compañías exitosas, ni de nada por el estilo. Si una persona no tiene abundancia en el corazón, mal puede dar nada bueno a nadie. ¿Y a qué llamamos corazón? A los buenos sentimientos, que muy difícilmente anidan en quien está dedicado a acumular riqueza.

Quien cae en la pobreza espiritual padece de soledad. Y no porque le falte compañía, sino porque no puede acompañarse a sí mismo. No se ha detenido a pensar que es muy distinto estar solo, que sentirse solo. No sabe que nadie nos ayuda a nacer, nadie nos ayuda a vivir y nadie nos ayuda a morir. Nuestro cerebro, que es nuestro yo, se halla encerrado en una caja ósea de la que no puede salir. Frente a esta soledad, ¿qué puede significar el no tener gente a nuestro lado? El individuo puede sentirse solo en medio de una familia numerosa, o junto a muchos colegas o amigos. El que tiene riqueza espiritual está siempre acompañado por sí mismo; no es egoísta, porque le gusta compartir con los demás; pero, si en algún momento le toca estar solo, no ve en ello ningún problema: no se angustia, no se ve abandonado, no se siente solo.

Nuestro idioma nos permite imprimir distintos matices a la expresión, según el lugar que una palabra ocupe en el texto. Por ello, podemos decir que cabe la posibilidad de que quien goza de paz interior sea una persona pobre; pero quien cae en la miseria espiritual es, indiscutiblemente, una pobre persona. Así, en pocas palabras, definimos un concepto y otro.

La riqueza espiritual nos permite vivir una existencia plena y nos libera, al llegar la vejez, de pasárnosla de un consultorio médico a otro, porque nuestro cuerpo responde positivamente cuando la mente que lo dirige es también positiva.

La comprensión de estos hechos nos mueve a mejorar interiormente y salir de la pobreza espiritual, si alguna vez estuvimos en ella.

Fina Crespo

Abril de 2014